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Robert Ardrey - La evolución del hombre: La hipótesis del cazador

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Robert Ardrey La evolución del hombre: La hipótesis del cazador
  • Libro:
    La evolución del hombre: La hipótesis del cazador
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1978
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Entre los libros de ROBERT ARDREY sobre los orígenes y la herencia biológica de - photo 1

Entre los libros de ROBERT ARDREY sobre los orígenes y la herencia biológica de nuestra especie ocupa un lugar destacado LA EVOLUCIÓN DEL HOMBRE: LA HIPÓTESIS DEL CAZADOR, que resume y actualiza sus audaces conjeturas basadas en la idea de que el hombre ha vivido durante millones de años como depredador y de que nuestra especie no ha sufrido cambios significativos de orden anatómico, fisiológico o de conducta en los milenios de existencia civilizada.

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Robert Ardrey

La evolución del hombre: La hipótesis del cazador

ePub r1.0

Titivillus 16.06.18

Título original: The Hunting Hypothesis - A Personal Conclusion Concerning the Evolutionary Nature of Man

Robert Ardrey, 1978

Traducción: Néstor Míguez

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

A Raymond Arthur Dart ROBERT ARDREY Chicago 16 de octubre de 1908 - - photo 3

A Raymond Arthur Dart

ROBERT ARDREY Chicago 16 de octubre de 1908 - Sudáfrica 14 de enero de 1980 - photo 4

ROBERT ARDREY (Chicago, 16 de octubre de 1908 - Sudáfrica, 14 de enero de 1980) fue un exitoso escritor estadounidense especializado en el campo científico. Además fue guionista, autor de obras tanto de teatro como de cine y ensayista que desarrolló los campos de la antropología, etología, paleontología y las ciencias de la conducta. Tenía ideas novedosas y polémicas que dieron origen a numerosas discusiones a partir de la década de 1960.

Si bien somos miembros de la inteligente familia de los primates, también somos distintivamente humanos aun en el sentido más noble, pues durante incontables millones de años sólo nosotros matábamos para vivir.

La hipótesis de la caza

¿Por qué es hombre el hombre?

Desde que tenemos mentes para pensar, estrellas que analizar, sueños que nos perturban, curiosidad que nos inspira, horas libres para meditar y palabras para poner nuestros pensamientos en orden, esa pregunta ha rondado por las profundidades de nuestra conciencia como un alma en pena.

¿Por qué es hombre el hombre? ¿Qué fuerzas divinas o terrenas han introducido en el mundo natural a esta notable criatura, el ser humano? Ningún pueblo culto y en posesión de la escritura, ninguna tribu ágrafa y primitiva, ha dejado de prestar atención a ese fantasma. La pregunta nos preocupa a todos; es tan universal en nuestra especie como la capacidad para el lenguaje. ¿Entramos en este mundo desde una selva primitiva, sobre el lomo de un elefante sagrado? ¿Fuimos arrojados a una costa pedregosa por un pez benevolente e inmaculado? ¡Con cuánta frecuencia, en nuestros mitos más primitivos, el animal participó en la Creación! Hasta el jardín llamado Edén tenía su serpiente.

Nuestras sospechas primitivas de la contribución de los animales a la presencia humana han sido confirmadas por las ciencias. Pero las ciencias no han revelado por qué una especie sapiente se ha sentido atraída poderosamente por explicaciones concernientes a nuestra naturaleza que casi carecen de sentido. Hasta los reflexivos griegos rechazaron la sensata afirmación de un pensador antiguo, Jenófanes, de que si las vacas tuvieran manos y pudieran pintar, pintarían a sus dioses con forma de vacas. Era demasiado para los griegos, quienes pronto dejaron de lado a Jenófanes.

Quizá sea parte de la paradoja humana el que apliquemos nuestra inmensa capacidad para la observación y la lógica a todo menos a nosotros mismos. El genetista norteamericano Theodosius Dobzhansky ha sostenido que las tres características que distinguen al ser humano son la capacidad de comunicarse, la conciencia de la muerte y la conciencia de sí mismo. Pocos discreparían mucho de esta afirmación. Pero lo que Dobzhansky no dice es que tenemos una capacidad para la mala comprensión que rivaliza con nuestra capacidad para comunicarnos, una conciencia de la muerte que ha permanecido prácticamente inmutable desde que el hombre de Cro-Magnon comenzó a pintarse la cabeza de rojo ocre hace unos treinta mil años, y una conciencia del yo que, a pesar o a causa de nuestras esperanzas y nuestros temores, en tiempos modernos se ha hecho cada vez más semejante al autoengaño.

Buscaremos la esencia del hombre, no en sus facultades, sino en sus paradojas. Hay poco que carezca de lógica en la vida del mono rhesus, el petirrojo inglés, el castor canadiense o, por lo que sabemos, el rinoceronte lanudo, ya extinguido. Todo tiene sentido; es el Homo sapiens el que no lo tiene. Y tal vez sea ésta la razón por la cual nuestras ciencias han fracasado tan patentemente, no obstante todos sus medios y su dedicación, en hacer avanzar mucho nuestro conocimiento de nosotros mismos. Así como la naturaleza aborrece el vacío, así también la ciencia no goza con lo incoherente.

Nuestro enfoque de la comprensión del hombre durante muchas décadas recientes ha consistido en reducirlo de tamaño. Me recuerda a veces a la pequeña vieja dama que vivía junto al camino y tenía un granero lleno de cajas de diversas formas y dimensiones. Cuando un viajero se detenía en su morada, ella le alimentaba amablemente y luego le hacía desaparecer en una caja. Pero si era de un tamaño tal que no cabía en ninguna de las cajas, metía de él todo lo que podía en la caja más grande y luego cortaba el resto.

Así ha ocurrido que muchas tendencias en la evaluación del hombre han intentado reducir al hombre. Nos convertimos en seres modelados por las diversas fuerzas que hallamos en el curso de nuestra vida. Nos volvemos productos, como los copos de maíz o los Chevrolets. Somos productos de nuestra cultura, de las sensaciones y las recompensas tradicionales, del medio social, que mediante privilegios o privaciones nos han convertido en lo que somos. Hasta nuestra sexualidad, se nos informa, es un rol que hemos aprendido mediante juguetes, juegos y actitudes sociales apropiadas. Y cualesquiera que sean las influencias ambientales que nos han creado, nosotros, como individuos, no hemos contribuido a labrar nuestro destino más que la rata de laboratorio procreada en consanguinidad e indiferenciada cuando, en busca de una píldora alimenticia, evita una sacudida eléctrica.

Esta tendencia no es nueva. Karl Marx no era enemigo de las ciencias naturales; sin embargo, su concepción de los seres humanos como unidades económicas llegó a imponerse tanto a sus seguidores y a sus enemigos, que la determinación material se convirtió en el elemento central del socialismo y el capitalismo por igual. De manera similar, Sigmund Freud penetró profundamente en el mundo animal, o lo que se conocía de él a comienzos de siglo. Sin embargo, su principio sexual se convirtió, hasta un grado alarmante en la obra de sus seguidores, en la única clave con la cual desvelar los lugares secretos de nuestra naturaleza. Tal vez el verdadero fallo reside en otra tendencia muy diferente que se apoderó de las ciencias en décadas posteriores y que se expresa en la afirmación según la cual lo que no se puede medir no existe.

Sin duda, era el camino más fácil. Eludir la realidad humana. Tómese la vara de medir que se quiera y hágase que el ser humano se ajuste a ella. Se habla siempre de la dignidad del hombre, pero se lo reduce a copos de maíz. Se hacen prolijas sumas de aritmética humana, se construyen cajas lógicas. Y si surge un Einstein, un Rembrandt, un Shakespeare o un Darwin, cualquiera de los cuales supera esa aritmética, entonces se concluye que el defecto no puede ser de la caja. Metedlos en una caja y cortad lo que sobre. Lo hicimos con Freud. Lo hicimos hasta con Marx.

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