Stanley - Las crónicas de Nu Ban El cazador (Spanish Edition)
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Las crónicas de Nu Ban El cazador (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación
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2006
Protegidos los derechos del autor.
Dirección Nacional del Derecho de Autor. República Argentina.
El autor
CAPITULO 1
G rises y bajos nubarrones presagiando tormenta cubrían el cielo. Embravecido por la gélida ventisca, el mar del norte azotaba los peñascos con furia al pie de los acantilados.
Cuando la fina llovizna invernal comenzó a mojar mi rostro volví a la realidad. Caí entonces en la cuenta que llevaba más de dos horas contemplando aquella vasta planicie azul.
Pronto anochecería y aún debía caminar cinco kilómetros tierra adentro hasta llegar al pueblo. Me puse de pie, y luego de echar una última mirada hacia el horizonte marino, emprendí el regreso.
Estaba de vuelta en el hogar. En mi querida Inglaterra natal.
Para entonces, habìa considerado que el largo peregrinaje en busca de mi santo grial había concluido después de dos largos años.
A mis cincuenta, nunca hubiese imaginado que mi vida sufriría un vuelco semejante ante lo que aparentaban ser irreales e insólitas historias propias de una mente propensa a la fantasía, cabe agregar que jamás tuve inclinación hacia relatos sin asidero lógico y menos con ribetes rayanos en lo inconcebible.
Al llegar a Whitehill el sol se había ocultado, sin embargo el pálido resplandor que aún permanecía sobre el horizonte gris me permitió llegar sin tropiezos, literalmente hablando.
Cuando crucé el umbral, percibí el delicioso e inconfundible aroma del pastel de carne que mi esposa Evangeline acababa de preparar al mejor estilo inglés. En el centro de la mesa, sobre un mantel blanco con magnolias bordadas exquisitamente, lucía apetitoso dentro de la humeante fuente.
-- Has llegado a tiempo. – sonrió ella.
-- Te había dicho a las siete... y aún faltan cinco minutos. – dije, echando una ojeada a mi reloj con un cansino giro de muñeca.
-- La puntualidad es una de tus virtudes, siempre lo ha sido.
-- Perdí la noción del tiempo en los acantilados.
-- ¿No te lo puedes quitar de la cabeza, no? – preguntó ella mientras servía el pastel.
Sólo alcancé a pronunciar media frase.
-- A decir verdad....
Por un instante recordé como había comenzado todo.
Veintiséis de enero del año dos mil cinco.
La carta en mis manos provenía del Museo Nacional de Arqueología de la ciudad de El cairo.
Tenía yo por aquel entonces una cátedra de arqueología en la Universidad de Stanford en Londres. Muchos años de trabajo y esfuerzo, además de postgrados en lenguajes antiguos, me habían convertido en una autoridad de nivel internacional en egiptología. Poseía además un doctorado en criptografía, el cual bastante sudor me había costado obtener, aumentando éste mis logros académicos.
En la misiva, impresa con prolijidad sobre un fino papel color amarillo claro y en cuya parte superior central lucía un ampuloso sello en relieve perteneciente al museo, solicitaban mis servicios como experto en las ciencias citadas. Por lo tanto, y si decidía aceptar, debía trasladarme a Egipto lo más pronto posible, previa confirmación telefónica con la secretaría del museo. Con posterioridad, ellos se encargarían de reservar un pasaje a mi nombre desde el aeropuerto de Londres hasta la ciudad de El cairo.
La suma ofrecida, sin llegar a ser una fortuna, resultaba bastante tentadora, por lo cual consideré con seriedad la posibilidad de aceptar la propuesta.
Nuestra situación distaba de ser floreciente. Una vida de trabajo como arqueólogo no había arrojado demasiados resultados positivos económicamente hablando, sólo una sencilla casa lejos de Londres y un modesto automóvil.
Luego de consultar con mi esposa sobre el trabajo ofrecido, y con quien mantuve una larga charla sobre los pro y los contra de la sorpresiva contratación, Evangeline me alentó a tomar el ofrecimiento, por lo cual respondí de manera afirmativa con un llamado telefónico un par de días más tarde.
Así, transcurridas dos semanas y luego de la que para mí es una tediosa tarea, preparar las maletas, era pasajero de un 747 rumbo a la ciudad de El cairo, camino a reunirme con el prestigioso profesor Sadam Sader, a quien yo conocía por haber visitado la universidad Stanford cinco años atrás.
A pesar de encontrarme bastante excitado por emprender lo que para mí representaba una especie de fascinante aventura en las míticas tierras de Egipto, un dejo de tristeza embargaba mi corazón por abandonar tal vez durante unos meses, a mi querida esposa. Evangeline lo era todo para mí, mi compañera de siempre y quien también siempre estuvo a mi lado en los buenos y en los malos tiempos.
Sólo en un par de ocasiones en el pasado había viajado a Egipto. Dada mi profesión, había resultado una experiencia fantástica poder trabajar aunque de manera breve, sobre uno de los tesoros más grandes de la humanidad, las pirámides.
No sabía con exactitud en que consistía la tarea para la cual contrataban mis servicios, sin embargo todo apuntaba a tratarse de un trabajo de interpretación de unas raras escrituras, además tenía un ligero presentimiento y sin saber la razón de tal, que implicaría mi conocimiento profesional sobre criptología.
Por otra parte, llamaba poderosamente mi atención que hubiesen recurrido justo a mí, dada la existencia de muchos otros expertos en aquellas lejanas tierras y en el resto del mundo.
Pero, en fin, allí estaba yo rumbo a Egipto.
Al llegar a las nueve de la mañana, me esperaba en el aeropuerto el secretario del profesor Sader, Omar Assam, quien como tantos otros sostenía un cartel de considerable tamaño con mi nombre en él.
Arrastrando a duras penas mis pesadas maletas fui a su encuentro.
Cuando llegué frente a él solté una de ellas para dejar la mano derecha libre para luego extenderla.
-- Buenos días profesor, -- dijo en un perfecto inglés estrechando mi mano con una sonrisa – es un gusto recibirlo en Egipto, mi nombre es Omar Assam, secretario y ayudante del profesor Sader.
-- Gracias. – respondí.
-- Tengo un automóvil aparcado en el estacionamiento, lo conduciré al hotel donde hemos reservado una habitación y esperamos le agrade profesor.
-- No son necesarios los protocolos, llámame solo John.
-- De acuerdo profesor Mc Pherson...lo siento, John. – dijo.
Luego de abrirnos paso en medio de una multitud de personas que arribaban procedentes de dos o tres vuelos simultáneos y caminaban presurosas hacia las salidas o en dirección al aparcadero, llegamos hasta el automóvil.
Poco después, una hora más o menos, ocupé la habitación del hotel Mogadisco.
Hacía calor.
Demasiado para mi gusto. Acostumbrado al frío y húmedo clima de Inglaterra, aquel país demasiado cálido me tenía a mal traer.
Si bien la habitación en el primer piso no era de lujo, al menos contaba con un buen acondicionador de aire.
Coordinamos con Omar que me recogiese a la mañana siguiente, pero entre tanto y luego de acomodar mis pertenencias, disponía del suficiente tiempo para descansar o realizar un paseo por aquella populosa e increíble capital de seis mil años de historia.
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