ÁLBUM FOTOGRÁFICO
Aimee ejecutando la danza de una ópera china en el antiguo Asia Institute (Nueva York, 1951).
David Kidd en el Palacio de Verano (1949).
El Palacio de Verano en invierno; el Mar de la Sabiduría, en lo alto de la Colina de los Diez Mil Años.
Primer piso de los aposentos de David Kidd en la puerta norte del Palacio de Verano: John Blofeld, Walter Brown, David Kidd y Hetta Empson (1948).
John Blofeld, Walter Brown, David Kidd y Hetta Empson en el Palacio de Verano (1948).
El jardín de la mansión Yu, nevado.
Aimee en el jardín de la mansión Yu con la hija de unos amigos.
La biblioteca del «estudio del este».
El «pabellón de los pinos antiguos» del jardín; en primer plano un estanque vacío.
Los pasillos del recinto de la mansión Yu.
David Kidd y Aimee tomando el té en el jardín.
Este libro esta dedicado a la memoria de mi benefactor, John Leighton Stuart, que fue el embajador de Estados Unidos en China de 1946 a 1949.
Historias de Pekín
Título original: Peking Story
David Kidd, 1988
Traducción: Marta Alcaraz
Fotografía de cubierta: John Wang
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Introducción
Pekín fue mi hogar desde 1946, dos años antes de la revolución comunista, hasta 1950, dos años después. Yo era la mitad americana de un intercambio entre la Universidad de Michigan —en la que estudiaba cultura china— y la Universidad de Yenching, en Pekín, así que partí hacia China tan pronto como me licencié y llegué a Pekín en el otoño de 1946. Me faltaban dos meses para cumplir veinte años.
Pekín era exactamente como lo había imaginado: una inmensa ciudad medieval de cerca de un millón de habitantes y cuarenta kilómetros cuadrados cuyos fosos y murallas custodiaban los palacios, las mansiones, los jardines, las tiendas y los templos de lo que, en tiempos, había sido el centro del mayor imperio del mundo. No conocí a nadie que no se hubiera dejado cautivar por la ciudad; si no caías rendido el primer día, no pasaba más de una semana antes de que Pekín te hubiera conquistado. Cuando llegué ya hablaba algo de chino gracias a los esfuerzos del señor Tian, mi profesor de chino en Michigan.
Dieciséis puertas dobles fortificadas atravesaban las imponentes murallas exteriores de Pekín y, ya en el interior de la ciudad, el Palacio Imperial, conocido como la Ciudad Púrpura Prohibida, estaba protegido por más murallas y fosos. Aquella ciudad dentro de otra ciudad había sido la inmóvil estrella polar púrpura, el eje vertical que comunicaba el cielo con la tierra y alrededor del cual giraba el planeta. Sentado en su excelso trono del salón principal de este enorme complejo de edificios, el emperador miraba al sur. Miraba hacia el eje horizontal de la ciudad que se arqueaba al pasar por las puertas monumentales; miraba hacia el meridiano sagrado a través del cual el poder imperial se extendía por toda China y, desde allí, por el mundo entero.
Durante mis primeros meses nunca imaginé que viviría el último asedio de la mayor ciudad amurallada del mundo, ni que me casaría con la hija de una de las familias más antiguas y aristocráticas de Pekín. En cambio, me dediqué con fruición a conocer los alrededores y a hacer amigos entre los colegas de la Universidad de Yenching, donde estudiaba poesía china, y de la Universidad de Qinghua, donde enseñaba inglés. Más tarde conocí a aquel extraordinario grupo de extranjeros que habían hecho de Pekín su hogar. La ciudad nos invitaba a quedarnos, a instalarnos en una preciosa casa antigua, a disfrutar de sus patios a la sombra de los cedros, a organizar fiestas para admirar la luna o los jardines cubiertos de nieve. Pekín tenía el poder de tocar, transformar y embellecer a todos cuantos vivían entre sus antiguas murallas.
Solo quedan unos pocos de aquellos occidentales que vivieron en la ciudad; no seremos más de una veintena repartidos por todos los rincones del mundo. Siempre tuve la esperanza de que algún académico joven y brillante —becado generosamente— se interesaría por nosotros y por nuestros amigos chinos antes de que fuera demasiado tarde, de que estuviéramos todos muertos y las maravillas que habíamos contemplado quedaran sepultadas en el olvido.
Pero ese joven brillante aún no ha aparecido. Por lo que sé, soy el único cronista con material de primera mano sobre esos años extraordinarios que vieron el final de la vieja China y los comienzos de la nueva.
DAVID KIDD
Kuyojama, Kioto
Notas
[1] «Seta», en inglés.
[2] «On a slow boat to China» es el título de una canción muy popular de Frank Loesser compuesta en 1948.
[3] De party, «fiesta» en inglés.
[4] Uno de los nombres que la gonorrea recibe en China es «fango blanco», y como «veneno de la ciruela» se conoce a la sífilis.
[5] Esa calle debía su nombre a George E. Morrison, un famoso corresponsal del Times en Pekín.
[6]Mianzi o «cara», es la reputación de una persona o la imagen que los demás tengan de la misma según se comporte o sea tratada. En China se puede hacer perder la cara, se puede salvar la cara y se puede incrementar la cara.
[7] Huevos de pato envueltos en arcilla caliza que se dejan macerar durante dos o tres meses; la cal otorga a la yema un color verde intenso, y a la clara un tono marrón azulado.
Ecos lejanos de una ciudad abolida
Hay ciudades que parecen soñarse a sí mismas. La gran mayoría de sus habitantes viven ajenos al reverso legendario de las calles que transitan. Conviven con su ciudad sin prestarle apenas atención, como un ruido de fondo y un atasco infinito. Pekín es una de estas megalópolis del siglo XXI, atareadas y vulgares, habitadas sin saberlo por sueños literarios en fuga. Escribió Francisco de Quevedo en su soneto