Boris Vian
El otoño en Pekín
Título original: L'Automme à Pekin
Traducción: Juan García Hortelano
© 1956 by Editions de Minuit
Traducción: © Editorial Bruguera, S. A. – 1981
El destino de la obra literaria es múltiple como la literatura misma, esa otra vida de la vida. A veces coincide plenamente el destino de la obra con el destino de su autor; a veces, poco; a veces, nada. La obra tiene su propia existencia y, como decía aquel amigo de Boris Vian, hay existencias pero no hay esencias. Encontramos destinos de obras literarias faustos y encontramos destinos infaustos, los hay patéticos y trágicos, ridículos, injustos, pomposos, circunstanciales o eternos, normalitos; por eso, hay historia literaria. Ningún amor (a una mujer o a la libertad) y ninguna muerte son iguales; por eso, hay novelas. La historia de los autores es biografía y no guarda mayor relación con la historia literaria que la hagiografía con la teología.
La obra literaria de Boris Vian tuvo un destino de novela, que sólo parcialmente coincidió con la existencia de su autor, quien llevó la vida de señorito inteligente que le correspondía. Es aventurado aceptar la conocida tesis de que a Vian lo mató su obra, pero quizá sí le ayudó a morir. En todo caso, la obra no tuvo el acontecer que le correspondía. La narración literaria, que aquí empieza, sobre la obra literaria de Boris Vian pretende eludir las confluencias subterráneas de ambos destinos, el psicologismo y las cuestiones metodológicas. La Obra Incomprendida De Un Autor Apreciado no sería mal título para contar los hechos y plantear las consabidas interrogantes.
– Un momento, un momento… -se oye exigir, en este preciso instante, a una voz vagamente conocida-. ¿Adónde pretende ir usted a parar?
La crítica, filológica o estructuralista, ha iluminado en los últimos diez años la obra de Vian con la suficiente suficiencia, eficiencia y luminotecnia, espoleada por un suplemento de mala conciencia. En rigor, que suele ser el talante de la crítica especializada, la obra de Vian no parece ofrecer demasiados problemas formales. Rigurosamente hablando, las ideas de Vian pueden reducirse a cuatro (y tres de prestado), como no podía ser menos tratándose de un novelista de calidad. Pero esto no ha sido obstáculo para que tardíamente intente desmenuzarse una obra que se escurre viscosamente de las pinzas analíticas. Parece, pues, más sensato tratar de llegar a esta literatura tan literaria, tan transparente, relatando los avatares a los que estuvo sujeta. La obra de Vian exige apenas ser descifrada, no necesita incitaciones a su lectura, es una obra fundamentalmente para lectores y, fundamentalmente, plantea misterios a los que poco afectan las respuestas académicas.
– Ya le veo a usted engolfándose en la indeterminación -acusa la voz-, regodeándose en la ambigüedad de lo que usted llama literatura (y que deja usted reducida al placer de leer), disponiéndose a una jira anecdótica con la mochila cargada de esas noticias biobibliográficas que el paciente lector puede encontrar en cualquier contracubierta de un libro de Vian. ¡Qué desdichada manera -añade la voz, con admonitoria severidad- de desperdiciar la ocasión que generosamente se nos ha ofrecido de prologar El otoño en Pekín…!
No cabe duda que 1947 fue un año en que la sociedad culta y los medios profesionales de la ciudad de París denotaron una sorprendente falta de olfato y una insensibilidad pasmosa. La guerra estaba muy reciente y debe recordarse a favor de aquellos insensibles que toda postguerra genera el convencimiento de que una nueva era ha comenzado. Esta predisposición mesiánica suele equivocar en cuanto a los signos premonitorios de los nuevos tiempos. Por lo pronto, en este año IX después de La Náusea, se publican Murphy, de Samuel Beckett, El otoño en Pekín y La espuma de los días (¡qué doblete…!), de Boris Vian.
Un oscuro secretario (de James Joyce) decide afrancesarse y consigue publicar, chez Bordas, una novela que ya había sido editada nueve años antes en Londres y cuya edición casi íntegra fue pasto de las bombas alemanas. De Murphy, primera novela francesa de Beckett, se venden en este año de 1947 dos docenas de ejemplares y menos de cien unidades hasta 1951, fecha de aparición de Molloy. Lo relevante es que Murphy no suscitó ni una reseña crítica. Ahora bien -por los cuentos de hadas sabemos que sucede-, veintidós años más tarde -que suele ser lo que tarda el Príncipe en encontrar el pie de Blancanieves-, en 1969, Samuel Beckett recibe el premio Nobel de Literatura y en unos años en que los suecos del Nobel, no habiendo descubierto todavía el refinado truco de premiar a estonios que escriben en arameo medieval, coronaban preferentemente a escritores de fama establecida.
– Y ¿qué?
Las Editions du Scorpion (que tampoco eran un imperio editorial exactamente) publican la primera edición de El otoño en Pekín (¡condenación!, ni siquiera con ese título se percataron…), a puro riesgo y ventura, que fue mínima, pero no tan poca en comparación con las otras novelas de Vian, pues ésta alcanzaría una segunda edición al cuidado de Editions de Minuit en 1956.
– Permita una precisión. Esta segunda edición de El otoño en Pekín apenas aporta variaciones sustanciales con respecto a la primera de 1947, aunque sí muy interesantes, pero imposibles, presumo, de comentar en su prólogo. Ha sido esta edición, que el autor revisó cuidadosamente, la que ha servido para la presente traducción al castellano.
Antes de 1947 Vian había publicado ya Vercoquin y el plancton y, bajo el seudónimo de Vernon Sullivan, una maravillosa novela negra, Escupiré sobre vuestras tumbas. Aún publicaría dos novelas más, la última estremecedora: La hierba roja y El Arrancacorazones. Un libro de relatos, Les fourmis, y otra recopilación hecha por su viuda. Le loup-garou, indican que, a falta de críticos y lectores, a Vian no le faltaron relaciones y amistades en las revistas, por lo general minoritarias, aunque también publicó en alguna del fuste de Combat o de Les Temps Modernes, cuyo famosísimo director no era otro que el Partre de La espuma de los días. Consta la fascinación que la literatura de Vian causó a Raymond Queneau, lo que no resulta extraño, si bien, como veremos, no faltó tampoco alguna curiosa incomprensión.
Lo más conocido de su producción teatral, que no fue escasa, siguen siendo Les bâtisseurs d'Empire y L'Equarrissage pour tous, obra esta última de la que Queneau cuenta que llegó a ser «interpretada por auténticos actores sobre un auténtico escenario». De los cientos de canciones que escribió en Le deserteur habría ganado algunos discos de oro, de haberse medido en aquellos años la popularidad por esas redondeces. Poemas y unas Crónicas de jazz, además de notables traducciones, deben añadirse a la lista para tener una idea somera de la grafomanía que sacudió permanentemente a este polígrafo.
– Prolífico y no grafómano, sería más exacto decir -dice la voz, que, por su aspereza y engolamiento, revela la sórdida sabiduría bachillera de quien se ha deteriorado el caletre en la traducción de El otoño en Pekín-. Probablemente aquella facilidad de escritura, aquella velocidad de redacción, aquella no voluntad de estilo, fueron causas determinantes del escaso aprecio de sus contemporáneos. La prosa narrativa de Boris Vian ofrece la peculiaridad de un léxico riquísimo y de una sintaxis paupérrima, si se me permite la distinción. Por lo que se debe concluir…
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