Andrés Neuman - Una vez Argentina
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- Libro:Una vez Argentina
- Autor:
- Editor:Penguin Random House
- Genre:
- Año:2014
- Ciudad:Barcelona
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Una vez Argentina: resumen, descripción y anotación
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A mi madre, que tuvo cuatro cuerdas.
«Me dijeron que acá uno viene y cuenta su historia.»
M IGUEL B RIANTE
«Lo que acabo de contarme es un recuerdo.»
A LBERT C OHEN
«Tu madre tiene madre.
Un país de palabras.»
M AHMUD D ARWISH
¿Duelen al regresar? ¿O empiezan a sanar cuando regresan, y entonces descubrimos que duelen hace mucho, los recuerdos? Viajamos en su interior. Somos sus pasajeros.
Tengo una carta y una memoria inquieta. La carta es de mi abuela Blanca, con los renglones levemente borrosos. La memoria es la mía, aunque no me pertenece sólo a mí. Su miedo es el de siempre: desaparecer antes de haber hablado.
Voy a viajar de espaldas.
Cuando nací, mis ojos estaban muy abiertos y, por desconocimiento del protocolo, no tuve a bien llorar. El médico me examinó al trasluz como si se tratara de una gruesa hoja de papel. Yo le respondí con otra mirada, supongo que curiosa. El médico dudaba entre zarandearme o desentenderse del asunto. Le preguntó a mi madre cuál iba a ser mi nombre. Andrés, contestó ella, ¿algún problema, doctor Riquelme? No sé, dijo él, estudiándome con cierto espanto, este bebé no llora, sólo mira. ¿Y eso es grave, doctor? Más o menos, señora; digamos que, si el nene se acostumbra a mirar tanto, entonces va a tener que aprender a llorar.
Era un mediodía de enero de 1977. El doctor Riquelme me encontraba demasiado sereno, teniendo en cuenta las circunstancias. Como no estaba dispuesto a emplear la violencia, empezó a hablarme en un susurro comprensivo: Andrés, Andresito, ¿por qué no llorás, eh? Un poquito, digo. Nada más un poquito. Llorá, dale. Mi madre nos observaba conmovida: aquella fue, sin duda, mi primera conversación de hombre a hombre.
Señora, anunció el médico, este bebé tiene que llorar ya mismo, ¿entiende?, es una cuestión de pulmones. ¿Y qué hacemos?, se preocupó mi madre. El doctor Riquelme le hizo un gesto a la partera y me alzó a la altura de su frente, encarándose conmigo. Se encontró con dos ojos redondos y despistados. Yo seguía obstinado en guardar silencio. Entonces el doctor Riquelme no tuvo más remedio que gritarme: ¡Pero llorá de una vez, carajo, la reputa madre que te parió! Al instante, las lágrimas empezaron a inundar mis ojos de gato miope.
Al otro lado de la camilla, junto a las piernas abiertas de mi madre, la partera opinó:
—Es así, nomás. Este chico va a ser hijo del rigor.
Nadie sabe con seguridad si fue él mismo, o quizá su padre, o quizá su abuelo. Pero el apellido de Jacobo, mi propio apellido, nació de un engaño. Es posible que, en algún rincón del mundo, algún pariente remoto conozca todavía los hechos exactos. Yo prefiero la versión que escuché de niño: esa que cuenta la historia de una traición a tiempo y de una cobardía inteligente.
Mi bisabuelo Jacobo, o quizá su padre, o quizá su abuelo, vivía en territorio de la Rusia zarista. Era frecuente que los jóvenes de familia humilde, en particular si eran judíos, fuesen obligados a cumplir un servicio militar de dos años en Siberia. El terror a enrolarse era tan grande y las posibilidades de sobrevivir tan minúsculas, que muchos adolescentes optaban por mutilarse con tal de quedar exentos. Jacobo, o quizá su padre, o quizá su abuelo, tenía vecinos a los que les faltaba una oreja, una mano, un ojo. E incluso así se consideraban afortunados.
Pero Jacobo (elijámoslo a él: se lo merece) se sentía demasiado apegado a cada uno de sus miembros. De modo que urdió un plan que le permitiría conservar su cuerpo entero sin tener que alistarse. ¿Solicitó la ayuda de algún familiar lejano para poder emigrar? ¿Recurrió al soborno en alguna aduana rusa? ¿O acaso cierto amigo delincuente, como una vez me contaron y me gusta pensar, lo ayudó a robar el pasaporte de un soldado alemán apellidado Neuman?
Lo único seguro es que, convenientemente apellidado, Jacobo se encontraba muy lejos de la ciudad de Kamenetz, en la actual Ucrania, cuando estalló la Gran Guerra. Más que lejos, en otro mundo: mi Buenos Aires natal, lugar donde no estoy y permanezco. Mi bisabuelo salvó su vida cambiando de identidad y renaciendo extranjero. En otras palabras, haciéndose ficción.
La joven con la que se casaría Jacobo, siguiendo una costumbre de la época que hoy entra en el terreno de la fantasía o el tabú, era su prima hermana. Mi bisabuela Lidia había nacido al sur de Lituania y, curiosamente, conoció a su primo ucraniano en Buenos Aires. El resto de su nombre se perdió en el oído de un empleado del puerto. Allí, en un mostrador del Hotel de Inmigrantes, alguien anotó «Jasatsca». Según mis deducciones, el antiguo apellido de Lidia puede haber sido Chazacka, derivado femenino de Chazacky o Hasatzky. Así, con una parte histórica, una parte casual y otra inventada, el origen de aquellos bisabuelos se parece bastante a mi propia memoria.
La baba Lidia era radicalmente flaca, como si su pasado se comiera a su presente, y tenía unos ojos de color zafiro. Un par de hermanas suyas habían muerto en Lituania durante los pogromos, aunque de eso nunca hablaba. Su infancia había sido una extensión de hambre con un fondo de miedo. Muchas madrugadas invernales había guardado cola para conseguir pan, que solía acabarse poco después del alba. Mantener el puesto en la fila demandaba tal esfuerzo y el aire nocturno enfriaba tanto el cuerpo que una vez, cuando por fin abrieron la panadería, debido al repentino perfume de los hornos, Lidia cayó desmayada. Al recobrar la consciencia, el pan había volado y su vestido estaba lleno de huellas de zapatos. Siendo Lidia adolescente, sus padres decidieron probar suerte en Argentina, país donde todo el mundo tenía o se inventaba una familia. Muy pronto, me imagino que sin consultar su opinión, acordaron la boda con el primo Jacobo.
Durante los primeros años de su matrimonio, Jacobo se ganó la vida con una tienda de sombreros que habían instalado en la casita que ambos habitaban. Eran dos cuartos: uno para comer y dormir, otro para fabricar sombreros. Al parecer, la Argentina de entonces no dejaba fácilmente a nadie con la cabeza al descubierto. Evitando todo gasto superfluo y negándose las vacaciones durante unos cuantos años, mi bisabuelo prosperó hasta pasar a la importación de materiales textiles. Aparte de más rentable, este oficio era menos agotador, ya que se limitaba a la venta al por mayor de telas. Fue con este segundo emprendimiento, recuerdo que recordaban, como empezaría a amasar su fortuna. ¿Me perdonás, zeide Jacobo, que sospeche un poquito de semejante suerte?
La vocación frustrada de mi bisabuelo era la ingeniería. Le entusiasmaba contemplar las construcciones, asistir a la paulatina transformación de su aspecto y al crecimiento de su estructura. Me pregunto si veía en ellos el diseño de su propio destino, el paciente alzamiento de un patrimonio cuya fuente, a decir verdad, parece un tanto incierta. Aunque por falta de estudios jamás pudo ejercer su profesión soñada, Jacobo se las ingenió para invertir en diversas construcciones, junto con socios desconocidos a los que la familia tendía a culpar cuando algún negocio se torcía. Jamás dejó de prodigarse en generosos regalos, incluyendo algunos inmuebles que repartió entre nuestros parientes, herederos de un legado que ignoramos, es decir, ciudadanos. El zeide participó también en el proyecto del edificio donde, años más tarde, vivirían mi abuelo Mario y mi abuela Dorita. Ninguna de aquellas propiedades le perteneció legalmente. Prefería, según él, repartir en vida su herencia.
A partir de los años treinta, la infancia de mi abuelo Mario iba a transcurrir entre comodidades bien distintas de las estrecheces conocidas por sus padres. La familia vivió durante un tiempo en la zona residencial de Villa del Parque, en una casa con personal de servicio, jardín y pista de tenis. La familia se desplazaba en automóvil, y hay quien añade que incluso tuvieron un chauffeur. Mi bisabuelo Jacobo, en cualquier caso, se ganó la fama de ser el conductor más lento de Buenos Aires: rara vez pasaba de los veinte kilómetros por hora. Despacito, despacito, murmuraba al volante, siempre manteniendo su sonrisa cándida para desesperación de los pasajeros. Ese modo de ir despacio en un coche veloz retrataba acaso la relación contradictoria de la pareja con los bienes materiales: los deseaban y les causaban pudor. Para entonces la pequeña Lía se había sumado al hogar, y la vida era una mezcla de sosiego y vigilancia.
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