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Octavio Ruiz-Manjón Cabeza - Algunos hombres buenos

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Octavio Ruiz-Manjón Cabeza Algunos hombres buenos

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A modo de introducción (tal vez demasiado personal)

A MODO DE INTRODUCCIÓN

(TAL VEZ DEMASIADO PERSONAL)

Como historiador, nunca sentí hasta hace pocos años una excesiva atracción por la Guerra Civil, que constituyó un inmenso fracaso de toda la sociedad española y en la que se dieron demasiados comportamientos individuales que nos deben resultar repugnantes. Siempre me interesaron mucho más los proyectos reformadores de la Segunda República, a los que dediqué mi tesis doctoral, y las relaciones entre intelectuales y políticos en el primer tercio del siglo XX, que apuntaban a una verdadera modernización de España.

De pequeño, cuando apenas tenía unos atisbos imprecisos de mi futura vocación profesional, las guerras de nuestro más remoto pasado nacional —las de la Reconquista— enardecían mucho más mi imaginación. De manera parecida a como lo hacían las películas americanas que veíamos en los cines de verano y en las que se exaltaban las gestas de los aviadores de Estados Unidos contra los zero japoneses. Aquellas películas de propaganda yanqui se cerraban en muchas ocasiones con los acordes del himno de los marines, mientras los niños abandonábamos el cine pisando cáscaras de pipas y dando patadas a las botellas de gaseosa vacías que quedaban entre las sillas de madera.

Y, cuando se trataba de la historia española, la lista de batallas gloriosas me parecía interminable, pero nunca pasaban del siglo XVI. Aún me recuerdo en Andújar, en alguna lenta tarde de aquellos larguísimos veranos que nos proporcionaba el calendario académico, leyendo, absorto, las gestas de Sancho el Fuerte, rey de Navarra, en la batalla de las Navas de Tolosa, y el asalto a la tienda de campaña de Miramamolín, como lo llamaban entonces en los libros de historias infantiles. Saber que el escenario de la batalla estaba tan solo a unos kilómetros de mi casa le daba un especial aliciente a la lectura. La de Bailén, sin embargo, aunque hubiera sucedido aún más cerca, no me entusiasmaba tanto. En suma, yo era una víctima de la visión romántica de la Historia, más cercana a Walter Scott que a Benito Pérez Galdós.

Pero la Guerra Civil española no me parecía entonces, de niño, una guerra atractiva, porque, aunque ganaran unos españoles —que era lo que a mí me gustaba—, los que la perdieron también lo eran, y no terminaba de ver el sentido a una lucha de la que, por lo demás, se acostumbraba a hablar poco en la familia.

Podría decir aquí que sentía una profunda repugnancia por el enfrentamiento, pero no sería cierto. Con ocho o nueve años, que era los que yo tenía por entonces, me resultaban muy difíciles de comprender —y aún hoy me lo parecen— las razones profundas de esa «ola de odio y criminalidad» de la que nos habló Julián Marías. Mi falta de interés infantil se tradujo en que, ya incorporado a la tarea de enseñar Historia y, alguna vez, a la de procurar escribirla, no hayan sido demasiadas las líneas que he dedicado al conflicto civil español.

Tampoco voy a presumir de una exquisita neutralidad ante aquella guerra fratricida. Mis simpatías infantiles estuvieron siempre con el bando franquista, como era de esperar en una familia de clase media de pequeños comerciantes y propietarios agrícolas de la campiña cordobesa y con un padre empleado de banca.

Para decirlo de forma clara y simple, casi todo mi entorno familiar se integró sin reticencias en la España franquista, aunque nadie hizo carrera política —ni económica— al amparo del régimen. Un hermano de mi madre había sido alcalde socialista de la ciudad cordobesa de Lucena durante los años de la República, pero abandonó el cargo y la militancia socialista a finales de 1934. En los años de la guerra volvió a aparecer como falangista e inició una cierta carrera política que se truncó rápidamente, aunque nadie me ha dado nunca una explicación clara de lo que le ocurrió. En todas las familias existen leyendas que un historiador debe tomar con mucha precaución.

Pero, para quien esto escribe, no sería hasta más tarde, con el comienzo de los estudios universitarios y el acceso a los canales de información de los años sesenta, cuando la Guerra Civil empezó a adquirir unos perfiles mucho más concretos, al tiempo que surgían multitud de interrogantes en un acontecimiento que se resistía a ser interpretado como una simple cuestión de elección entre dos bandos.

Ricardo de la Cierva publicó en 1968 una bibliografía general sobre la guerra de España y sus antecedentes en la que se daba cuenta de casi mil quinientos títulos relacionados con el conflicto. Figuraban allí testimonios tan destacados como los de Franz Borkenau (1937) o George Orwell (1938), además de las grandes síntesis sobre la contienda que habían ofrecido Carlos Seco Serrano (1961), desde el interior de España, o Hugh Thomas (1961) desde el exterior. Esa bibliografía no ha hecho sino crecer desde entonces y, a día de hoy, la Guerra Civil española sigue atrayendo la atención del público lector y, lógicamente, son muchos los autores que procuran atender esa constante demanda.

Con todo, las historias de la guerra siguen siendo, en buena medida, historias de dos bandos nítidamente enfrentados desde el primer día, como si tuviera vigencia la broma que se atribuye a una mala obra de teatro en la que un actor se veía obligado a decir: «Adiós, madre, me voy a la guerra de los treinta años».

Nadie empezó una guerra civil el 18 de julio de 1936. Se trató de un simple pronunciamiento militar fracasado que provocaría una profunda revolución social y llevaría a un encarnizado enfrentamiento civil.

Ese carácter contingente del conflicto es también visible en Tres días de julio, novela que Luis Romero publicó en 1967. El título hace referencia a los tres primeros días de la sublevación y, en contraste con la nítida separación en dos bandos que se produciría después, aquellos días de julio estuvieron llenos de zonas de penumbra y situaciones poco definidas en las que la apelación a la obediencia debida solo era un factor más a tener en cuenta a la hora de adoptar una actitud en relación con lo que estaba sucediendo. Por el contrario, fueron unos momentos en los que pesó mucho la suerte o la casualidad, aunque también la conciencia o el sentido del deber personal. En última instancia, como advirtió Antonio Machado, era «mas difícil estar a la altura de las circunstancias que au dessus de la mèlée».

Ángel Ossorio y Gallardo, una personalidad destacada en el mundo del Derecho, hombre de proclamadas convicciones católicas y con una larga trayectoria política, no tuvo dificultades para encontrar razones con las que justificar la violencia desencadenada en la España leal al Gobierno durante los primeros meses de la guerra. En carta al sacerdote italiano Luigi Sturzo, fundador del movimiento democristiano, trataba de justificar la violencia que se había desatado en la zona controlada por el Gobierno:

Vd. no me podrá citar país ninguno donde una guerra o una revolución (y mucho menos una guerra y una revolución conjuntamente) se haya producido sin episodios dolorosos. Pero no se puede calificar el suceso histórico por sus accidentes momentáneos.

Las estimaciones menos exageradas de esos «accidentes momentáneos» en el bando que apoyaba el autor de la carta rondaban los cincuenta mil asesinatos, y resulta desolador que una persona con su formación jurídica y moral tratara de justificar tanta injusticia en aras de unos ideales revolucionarios que, por otra parte, eran rechazados por el propio Gobierno republicano, que apeló siempre a su legitimidad democrática para recabar la lealtad de todos los ciudadanos.

Al jurista católico le parecía palmario que el concurso de la Iglesia en la sublevación era «evidentísimo y escandaloso», y daba por probado que desde las iglesias se había hecho fuego contra las milicias leales al Gobierno y que los «templos habían servido de cuartel a los revoltosos». Hablaba también de curas que empuñaban las armas junto a los rebeldes, e incluso aseguraba que el obispo de Barcelona había «repartido armas a los sublevados».

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