Octavio Salazar Benítez (Cabra, 23 de diciembre de 1969) es un jurista español especialista en derecho constitucional, especialmente conocido por sus trabajos sobre lucha de género. Es miembro de la Red feminista de Derecho Constitucional. Estudió Derecho en la Universidad de Córdoba y realizó su tesis sobre «El candidato en el actual sistema de democracia representativa» (1999). Fue vicedecano de la Facultad de Derecho de 1998 a 2002. En el año 2000 recibió el IV Premio de Investigación de la Cátedra para la Igualdad de la Mujer Leonor de Guzmán de la Universidad de Córdoba por un trabajo sobre la constitucionalidad de las cuotas electorales femeninas publicado en 2001.
En la Universidad de Córdoba es miembro de la Comisión de Igualdad y participó en la comisión redactora del I Plan de Igualdad UCO y en la redacción del Protocolo contra el acto sexual de la universidad. Miembro del Consejo Asesor de la Cátedra Leonor de Guzmán de Estudios sobre las Mujeres de la UCO, de la Red feminista de Derecho Constitucional.
Salazar es habitual colaborador en medios de comunicación. Desde el año 1996 colabora en el Diario Córdoba y también en la Cadena Ser (Radio Córdoba) en los programas «Abierto en domingo» y «La ventana», con El País, eldiario.es o El Huffington Post.
Para Lucía, Óscar y Abel:
con el deseo de que habiten
un mundo ecofeminista
EL HOMBRE ANTE EL ESPEJO
Estoy seguro de que tú, lector o lectora, si has tenido la suerte de que tu padre se convierta en abuelo, habrás podido vivir una experiencia similar a la mía. Cuando nació mi hijo, pude comprobar cómo mi padre, que hasta entonces había respondido fielmente al modelo hegemónico de sujeto proveedor y detentador del orden y la autoridad familiar, empezó a dejarse llevar, como nunca antes, por las emociones. Dejó de esconderse tras las múltiples máscaras con las que durante toda su vida había forjado su identidad masculina y se mostró como un ser incluso frágil, igual de necesitado del cariño que él daba a un nieto con el que ya no tenía la responsabilidad de darle ejemplo. Fue entonces cuando comprendí en toda su dimensión la frase que hace años escuché en una película japonesa cuyo título ahora no recuerdo. En ella se decía que este mundo sería mucho mejor si los hombres, antes de ser padres, fuéramos abuelos.
El enorme calado no solo ético sino incluso político que encierra esa frase nos llama la atención sobre la que es una de las revoluciones pendientes en pleno siglo XXI: la que deberíamos protagonizar los hombres, pero no, como ha sido habitual a lo largo de la historia, en cuanto héroes conquistadores, sino en cuanto sujetos necesitados de revisar nuestra manera de «hacernos» y, con ella, las estructuras de un mundo que sigue organizándose a partir de unas relaciones asimétricas entre mujeres y hombres.
Porque, aunque nuestras compañeras hayan ido superando desde el siglo pasado un gran número de los obstáculos que la historia les colocó en el camino, los datos objetivos de la realidad nos demuestran que aún seguimos estando lejos de la igualdad real. Es evidente que tú, lectora, has alcanzado un lugar en el mundo que poco o nada tiene que ver con el de las mujeres que te precedieron en tu familia. Seguramente tú, lector, alguna vez te hayas preguntado por qué tu madre, o tu abuela, o alguna de tus tías, no tuvieron las mismas oportunidades que los varones de los que desciendes. Son evidentes los avances que este país ha experimentado en relativamente poco tiempo, sobre todo si tenemos presente la sociedad tan machista de la que veníamos. Basta con pensar, por ejemplo, que en España las mujeres no pudieron acceder a la universidad hasta 1910, o que, hasta que murió Franco, las normas de nuestro Derecho Civil condenaban a las esposas a ser prácticamente unas esclavas.
A pesar de todas las transformaciones y conquistas, vivimos en una sociedad en la que continuamos reproduciendo roles y estereotipos, comportamientos machistas y situaciones injustas para las mujeres, sin que en muchos casos seamos conscientes. Como si se tratara de una especie de subsuelo que pisamos todos los días y desde el que recibimos en todo momento presiones, algunas sutiles y otras no tanto, para seguir respondiendo al patrón de lo que se entiende que deben ser tanto un hombre como una mujer de verdad. Es a eso a lo que nos referimos cuando usamos una categoría que se ha hecho muy popular en los últimos años y que no ha dejado de generar polémicas por su mal entendimiento. Es decir, cuando hablamos de género, nos referimos a la construcción social, cultural y política que se hace de las subjetividades masculina y femenina y, por tanto, a las expectativas que cada uno de nosotros hemos de cumplir en función de que nos vistan de rosa o de azul al nacer. Algo que podíamos resumir con la famosa sentencia de Simone de Beauvoir «la mujer no nace, se hace», a la que tendríamos que sumar el equivalente masculino: los hombres también nos construimos social y culturalmente en función de lo que la sociedad entiende que significa la masculinidad. O, dicho de otra manera, los hombres también tenemos género.
Solo si tenemos en cuenta dicha perspectiva, que conlleva a su vez tener en cuenta cómo nos relacionamos hombres y mujeres, podremos entender las claves de nuestro mundo y, desde ellas, las posibilidades de avance hacia un modelo más democrático y sostenible. Un horizonte que pasa necesariamente por superar el patriarcado, así como la cultura que lo sostiene y que no es otra que el machismo. Patriarcado que nos remite a la idea del «gobierno de los padres» y que nos enfrenta a un orden social construido sobre el presupuesto de la superioridad del hombre y lo masculino, y sobre la correlativa subordinación femenina.
Y no nos engañemos: ese orden continúa reproduciéndose, tan solo ligeramente erosionado, y en los últimos años, además, alentado por unos condicionantes políticos y económicos a nivel mundial que casan perfectamente con los intereses del patriarca. Un contexto en el que, además, y ante el progresivo avance de las mujeres, ciertos hombres están adoptando una reacción defensiva, de manera que se están atrincherando en sus discursos y comportamientos machistas. Ahora bien, y siendo justos, también es cierto que en los últimos años, algunos de nosotros —todavía pocos me temo—, hemos ido replanteándonos nuestro lugar en el mundo tras sentirnos interpelados por unas compañeras que han empezado a ocupar espacios que antes eran solo nuestros.
Por todo ello, deberíamos cuestionarnos justo en este momento tan «crítico» dónde estamos los hombres y hasta qué punto hemos ido evolucionando a la par que nuestras compañeras. Ha llegado el momento de ponernos delante del espejo y preguntarnos: ¿Existen nuevos modelos que sirvan de referente para los hombres más jóvenes o, por el contrario, los «nuevos hombres» continúan reproduciendo los esquemas de siempre? ¿Tenemos claro qué referencias son las que deberíamos eliminar para siempre de nuestro disco duro y desde qué nuevos parámetros deberíamos «reconstruirnos»? ¿Estamos simplemente adaptándonos a una nueva realidad o transformándola? Y si nos estamos limitando a adaptarnos, ¿estamos simplemente añadiendo prestigio social a nuestro estatus ya de por sí privilegiado? Todas estas preguntas deberían ir a su vez precedidas de dos principales e interconectadas: ¿Soy consciente, como hombre, de que el modelo de masculinidad al que trato de responder genera no solo tremendas injusticias para las mujeres, sino también cargas y patologías en nosotros mismos? ¿Estoy dispuesto a renunciar a mi situación privilegiada con tal de llegar a un mundo en el que todas y todos podamos vivir de manera más plena y feliz?