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Álvar Núñez Cabeza de Vaca - Naufragios y comentarios

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Álvar Núñez Cabeza de Vaca Naufragios y comentarios

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Álvar Núñez Cabeza de Vaca, lugarteniente de un adelantado, adelantado después, gobernador y capitán general más tarde, para acabar finalmente encarcelado, es el espejo donde se adivina la biografía política de otros hombres de su época. Pero ni sus pasos por América, ni su muerte en un convento sevillano, tal vez en hábito de monje, bastarían para permanecer en el recuerdo, de no haber escrito la relació de sus viajes. Su habilidad narrativa, su estilo expresivo y carente de artificios, y su visió de los nativos, mezcla de admiració y extrañeza, constituyen un documento imprescindible «para que se vea cuán diversos y extraños son los ingenios e industrias de los hombres».

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La época

Las

expediciones

del

Renacimiento

Por sus efectos en el mundo moderno, las expediciones descubridoras del Renacimiento pueden considerarse uno de los mayores hitos históricos. Desde 1415, cuando Portugal inició su expansión ultramarina, a 1620, cuando los Peregrinos ingleses desembarcaron en la bahía de Plymouth y organizaron la primera colonia permanente en Nueva Inglaterra, el anhelo y la urgencia de encontrar otras tierras proporcionaron a los navegantes europeos un conocimiento sin precedentes de nuestro planeta. Hubo momentos particularmente estelares: 1492, primer viaje de Colón; 1497-1498, viaje de Vasco de Gama a la India; 1513, descubrimiento del océano Pacífico por Balboa; 1519-1522, circunnavegación del mundo por Magallanes. Hubo también una historia soterrada, mucho más lenta. Del descubrimiento se pasó a la exploración, a la conquista, a la colonización y a la explotación de los recursos naturales. Durante casi un siglo, el poderío de España apareció como el factor dominante de la vida internacional europea. Ese poderío estaba estrechamente relacionado con la posesión que España detentaba de sus ricos territorios en ultramar.

Razones

de la

aventura

Había algo muy peculiar en las necesidades, las aptitudes y la imaginación de los europeos de aquella época. De un lado estaba la demanda de metales preciosos y especias. Durante la Edad Media habían llegado a Europa por medio de traficantes árabes y barcos genoveses y venecianos, pero el incremento del poder otomano y la caída de Constantinopla en 1453 aconsejaban la búsqueda de otras rutas.

Las especias no eran solo la presunción de añadir un toque de individualidad a la comida. La falta de refrigeración y las dificultades de transporte obligaban a salar toda la carne que se consumía; las especias no se usaban para proporcionarle un sabor exótico, sino para hacerla comestible.

En cuanto a los metales preciosos, eran imprescindibles para acuñar monedas y, en consecuencia, para efectuar transacciones comerciales y financieras; sin ellos tampoco podían emprenderse las guerras. Aunque ricas y en plena producción, las principales minas europeas, que eran las de Sajonia y el Tirol, no bastaban para satisfacer las necesidades. En este contexto, la afluencia de metales preciosos americanos, procedentes tanto de las minas como del saqueo de palacios y templos, modificaría la estructura económica de Europa y afectaría al carácter de sus relaciones económicas con el resto del mundo, al capacitar a los europeos para adquirir grandes cantidades de productos orientales de lujo, a cambio de los cuales Asia exigía que se le pagase en plata.

La

propagación

de la fe

Además de la necesidad de especias y metales preciosos estaban el deseo sincero y también la conveniencia de propagar el cristianismo. Quienes planeaban y ejecutaban las exploraciones utilizaban a menudo, para justificar su conducta desaprensiva, el sentimiento de superioridad que les confería una religión militante y expansionista. Los nativos conversos eran más dóciles, y resultaba menos arduo obtener la colaboración de sus jefes. Por otra parte, el mayor rival de los cristianos era el islamismo, cuyos guerreros triunfales amenazaban al este europeo. Cuando aún se desconocía la distancia existente entre América y Asia, la eventual proximidad del Islam aconsejaba arrebatarle posibles adeptos dondequiera que fuese. Las naciones católicas siempre se destacaron por aunar su celo misionero con el pragmatismo. Aunque por entonces carecían de órdenes misioneras, las naciones protestantes profesaban motivos parecidos.

Los

barcos

De entre las comunidades marítimas de la época, solo la Europa renacentista disponía de barcos idóneos para largas navegaciones en mar abierto. Las grandes canoas de aparejo en cruz, que atravesaban el océano Índico entre Madagascar y la India o bien surcaban el Pacífico de una isla a otra, dependían de los vientos favorables y de las corrientes conocidas; navegar contra el viento o remontarlo estaba fuera de su alcance. Y los dhows árabes, que costeaban el golfo Pérsico, el mar Rojo y el África oriental, resultaban muy endebles en mar abierto, por ser de planchas cosidas y no claveteadas.

En cambio, barcos europeos como la carabela podían llegar a cualquier parte y regresar. Eran la síntesis de dos tradiciones de construcción naval: la mediterránea, que había producido las galeras de remos y los barcos costeros de velas latinas o triangulares, y la nórdica o atlántica, que había desarrollado mercantes robustos y resistentes, de velas cuadradas. Además, estaban armados con numerosos cañones, lombardas y falconetes; la popa y la proa se habían convertido en castillos o alcázares, desde donde cabía disparar contra los puertos o contra otros barcos.

Aunque las carabelas demostraron sus virtudes en largos recorridos y bajo circunstancias meteorológicas muy adversas, su escasa capacidad de carga hizo que durante el siglo XVI fueran reemplazadas, para las rutas ya conocidas y seguras, por el galeón, un tipo de nave alta y larga, con gran calado y bodegas muy capaces, de tres o cuatro mástiles y tres pisos o más en la popa.

Los

marinos

Hay que considerar también las cualidades de los marinos y de sus comandantes. En cartografía y navegación, dos campos eminentemente prácticos, Portugal, España e Italia alcanzaron un adelanto notable a principios del Renacimiento. Pero, dado que ninguno de los pequeños estados italianos era lo suficientemente rico para armar una expedición tras otra, tuvieron que conformarse con mantener los mercados existentes en vez de intentar descubrir nuevas tierras. Por dicha razón, Portugal primero y luego España fueron, al principio, las únicas naciones exploradoras. Ambas estaban inmejorablemente situadas para aprovechar los vientos constantes que en la primavera y principios del verano conducían los barcos hacia el Suroeste, y que en otoño soplaban en sentido contrario, facilitando el regreso. Ambas también habían sido las últimas naciones europeas en expulsar a los mahometanos; cabe decir que transformaron en afán de descubrimientos el espíritu de cruzada. Mediante una serie de tratados —Alcaçovas-Toledo en 1479, bula Aeterni Regis en 1481, bula Inter caetera en 1493, tratado de Tordesillas en 1494—, españoles y portugueses llegaron a repartirse sobre el papel todas las nuevas tierras. Aquel acuerdo no podía agradar a los restantes soberanos de Europa, que no tardaron en asomarse a las costas recién descubiertas. Inglaterra, Francia y a finales del siglo XVI, Holanda, se unirían gradualmente al movimiento explorador.

Las probabilidades de regresar con vida de una navegación oceánica eran quizá tantas como las de perecer en ella, habida cuenta de los temporales, los enfrentamientos con los nativos y enfermedades como el escorbuto. Pero la permanencia en la patria no era por entonces menos dura y precaria: abundaban las plagas, y la vida media no rebasaba los treinta años. El riesgo, pues, era similar, y la paga un poco más alta que la de los viajes ordinarios en aguas conocidas.

Las

capitulaciones

Los soberanos concedían licencias o cartas de merced para exploraciones, conquistas y fundaciones. Entre la Corona o algún organismo indiano delegado —audiencias, virreyes— y los marinos, conquistadores y colonos se firmaba una capitulación. Dicha capitulación estipulaba los deberes del capitán, que era quien se responsabilizaba de reclutar la gente, armar y avituallar los navíos y fundar poblaciones. A cambio, el rey les otorgaba la facultad de hacer nombramientos y repartir tierras, indios y botines. En cada expedición iban los representantes de la Hacienda real —tesoreros, contadores y factores—, que separaban para el rey la quinta parte del botín, antes de que se procediese al reparto. Como todo lo prometido por el rey dependía de la conducta del capitán, no era infrecuente que, al quedar insatisfecho, el Estado anulara las capitulaciones y aquel se arruinase y quedara en entredicho. Únicamente algunos conquistadores y los grandes administradores que gobernaron las Indias amasaron fortunas personales. El premio para quienes abrían el camino había de medirse, si sobrevivían, en honores y fama. Ese doble deseo de riquezas y gloria individual constituyó otra de las fuerzas impulsoras del movimiento de exploración.

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