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Miguel Morey - Foucault y Derrida

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Miguel Morey Foucault y Derrida
  • Libro:
    Foucault y Derrida
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2015
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Foucault y Derrida: resumen, descripción y anotación

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Introducción

El pensamiento francés de la segunda mitad del siglo XX ha sido muy probablemente la última gran corriente especulativa capaz de renovar enteramente el lugar en el que plantear los problemas y el modo de hacerlo, hasta el punto de que podría decirse que, por lo que respecta a nuestro utillaje conceptual, vivimos en sus postrimerías. Su influencia ha sido enorme, cubre toda la geografía intelectual y abarca todos los ámbitos, desde la reflexión política a la crítica y la experimentación artística. Los pensadores que llevaron adelante esta renovación fueron numerosos y de una rara calidad, y entre ellos destacan especialmente Michel Foucault y Jacques Derrida.

Desde principios de siglo la filosofía francesa había quedado fuertemente marcada por dos direcciones divergentes: el vitalismo y el formalismo. En 1907, Henri Bergson publica La evolución creadora; cinco años más tarde, Léon Brunschwig publicará Las etapas de la filosofía matemática —textos emblemáticos al respecto—. Durante medio siglo ambas tendencias se disputaron la hegemonía, y los filósofos se vieron llevados a posicionarse en consecuencia. A finales de los años 50 sin embargo, la extrapolación de los métodos de la lingüística estructural a la etnología sacudió por entero el panorama de la filosofía y las ciencias humanas. El descubrimiento de los mecanismos inconscientes que permiten la existencia de la significación y el sentido, hasta entonces patrimonio sustancial de la conciencia, acarreó una conmoción de gran alcance. Los filósofos que trataron de pensar a partir de ahí acabaron por llegar a un punto de conciliación entre formalismo y vitalismo que resultó explosivo. Por un lado, interrogaron el formalismo estructural hasta llevarlo más allá de sí mismo; pero por el otro, su inquietud por el ser del lenguaje les llevó al encuentro del vitalismo nietzscheano, con todas sus consecuencias.

Cada uno a su modo. Foucault y Derrida brindan un ejemplo eminente de ese esfuerzo. Como se verá, son muchas las diferencias que les separan. Se han tratado de desplegar en lo que sigue los gestos filosóficos que se les reconocen como propios: a lo largo de sus sucesivas rupturas y reformulaciones, en el caso de Foucault, de la arqueología a la genealogía y más allá; a lo ancho de la crecida de las prácticas deconstructivas, en el caso de Derrida. El propósito no era tanto ofrecer una interpretación cuanto exponer su pensamiento del modo más ceñido y simple posible, con el mínimo de interferencias, acudiendo a sus propias declaraciones cuando se hacía necesario un esclarecimiento.

A pesar de sus diferencias, su punto de partida es común: la denuncia de los presupuestos habituales de un determinado dominio discursivo, y su consiguiente suspensión o puesta entre paréntesis. Podría decirse que lo que decididamente ambos denuncian en primer lugar es el etnocentrismo, aunque no lo hagan de la misma manera. Y tal vez sea ahí donde comienzan a manifestarse sus discrepancias: mientras Foucault practica el análisis histórico como si de una etnología interna a nuestra cultura se tratara, con el mismo coeficiente de extrañeza, Derrida se aplica a la deconstrucción del logocentrismo y el falocentrismo, que se suponen enquistados desde siempre en la metafísica occidental. En las páginas que siguen veremos adónde les conducen sus respectivas aperturas. Comenzaremos con una panorámica general de la tradición de pensamiento de la que surgen.

El pensamiento francés, de la Segunda Guerra Mundial en adelante

«Podemos resumir los principales puntos del programa que inspiró la filosofía francesa de posguerra del modo siguiente:

  1. Acabar con la separación entre concepto y existencia, dejar de contraponerlos; demostrar que el concepto es una cosa viviente, una creación, un proceso, un acontecimiento y, en cuanto tal, que no está divorciado de la existencia;
  2. Inscribir la filosofía dentro de la modernidad, lo que asimismo significa arrebatársela a la academia y ponerla en circulación en la vida cotidiana. La modernidad sexual, la modernidad artística, la modernidad social: la filosofía debe comprometerse con todas ellas;
  3. Abandonar la oposición entre filosofía del conocimiento y filosofía de la acción, la división kantiana entre la razón teórica y la práctica y demostrar que el conocimiento mismo, incluido el conocimiento científico, es en realidad una práctica;
  4. Situar la filosofía directamente dentro de la arena política, sin pasar por el desvío de la filosofía política; inventar lo que podríamos llamar el “militante filosófico”, y hacer de la filosofía una práctica militante en su presencia y en su modo de ser: no solo una reflexión sobre la política, sino una verdadera intervención política;
  5. Recuperar la cuestión del sujeto, abandonar el modelo reflexivo, y de tal suerte discutir con el psicoanálisis, en rivalidad con el mismo y, de ser posible, mejorándolo;
  6. Crear un nuevo estilo de exposición filosófica y, por lo tanto, competir con la literatura; en el fondo, reinventar en términos contemporáneos la figura del filósofo-escritor del siglo XVIII».

La Segunda Guerra Mundial no acabó con la vida cultural en la Francia ocupada de 1940 a 1945. Bien que mal, a pesar del miedo, el racionamiento y las restricciones, siguió adelante. Un par de factores sin duda tuvieron que ver con ello: en primer lugar, el gobierno de Vichy del mariscal Petain, surgido con el Armisticio, que camufló en parte la ocupación nazi bajo una apariencia más o menos patriótica. Y en segundo lugar, la decisión alemana de no repetir el error de Varsovia y convertir una ciudad tan viva como París en un desierto: la fascinación de los mandos de las fuerzas ocupantes por París era del todo evidente, lo que favoreció que fuera mantenida como una suerte de oasis de descanso en la retaguardia de la guerra. Que la resistencia a la Ocupación fuera durante los primeros tiempos poco menos que anecdótica, resultó decisivo en este sentido.

Aunque por motivos diferentes, la necesidad de evadirse de la situación reinante fue para unos y otros una constante del momento. Así, los medios de entretenimiento de masas como la radio o el cine recibieron un fuerte impulso, entrando incluso en funcionamiento, entre setiembre de 1942 y agosto de 1944, una cadena de televisión: Ternsehsender Paris/Paris-Télévision. Durante el tiempo de la Ocupación se producirán 220 películas en Francia, una buena parte patrocinadas por Continental-Films, la productora fundada por los ocupantes. Y por lo general —aunque las negativas fueron sonadas, como en el caso de Jean Gabin o Josephine Baker—, puede decirse que la gente del cine antepuso la necesidad de seguir trabajando a cualquier otra consideración.

Básicamente, la política cultural impuesta por los ocupantes se abría en dos frentes: por un lado, se impone la censura previa, por el otro, se promociona la mitología nazi, principalmente a través de traducciones de la literatura alemana, la música y las grandes exposiciones, entre las cuales «Los judíos y Francia» o «El bolchevismo contra Europa» lograrán un gran éxito de público. En el trasfondo, eran dos ideas de cultura lo que se contraponía frontalmente: de un lado la cultura entendida en continuidad con los ideales ilustrados, republicanos, como triunfo de la razón y los valores universales: del otro, la reivindicación de unos valores particulares, presuntamente aristocráticos, vinculados a la tierra, la sangre y la raza. En este contexto, para los escritores, la alternativa se vuelve apremiante: ¿hay que publicar o no, bajo la Ocupación? En el teatro, el dilema se hace especialmente agudo. Una película como El último metro (1980) de François Truffaut describe con notable fidelidad las difíciles condiciones de supervivencia de la vida teatral en el París ocupado. Para algunos sectores no hay problema: Sacha Guitry o Marcel Achard continuarán estrenando sus obras, al igual como seguirá en funcionamiento la

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