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Mario Mendoza - El libro de las revelaciones

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Mario Mendoza El libro de las revelaciones
  • Libro:
    El libro de las revelaciones
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2017
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El libro de las revelaciones: resumen, descripción y anotación

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MARIO MENDOZA nació en Bogotá en 1964 Con el libro de cuentos La travesía del - photo 1

MARIO MENDOZA nació en Bogotá en 1964. Con el libro de cuentos La travesía del vidente, editado por Planeta, obtuvo en 1995 el Premio Nacional de Literatura del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá. En 2002, ganó el premio Biblioteca Breve de Seix Barral con la novela Satanás. En 2004, publicó el libro de cuentos Una escalera al cielo. Ha publicado las novelas La ciudad de los umbrales (1992), Scorpio City (1998), Relato de un asesino (2001), Cobro de sangre (2004), Los hombres invisibles (2007), Buda Blues (2009), Apocalipsis (2011), Lady Masacre (2013) y La melancolía de los feos (2016); y los ensayos La locura de nuestro tiempo (2010), La importancia de morir a tiempo (2012) y Paranormal Colombia (2014).

JESÚS EN LAS PLÉYADES
(A manera de introito)

Cuando salió mi libro Paranormal Colombia varios periodistas me preguntaban indignados si yo creía en esas historias que estaban en el libro. Incluso algunos comentaristas me atacaron diciendo que yo fomentaba la superchería y la superstición, cuando lo que necesitaba nuestro país era ciencia, racionalismo y tecnología. Nunca respondí a esos ataques porque si todavía hay gente que cree en el progreso, en la historia lineal y en que vamos avanzando gracias a nuestras máquinas y nuestros aparatos, allá ellos.

Lo cierto es que a mí me queda muy difícil, por no decir imposible, mirar a un chamán por encima del hombro y sugerirle que vaya a la universidad, estudie Matemáticas y lea a los autores de la escuela de Frankfurt para salir de la ignorancia. O pararme en medio de Benarés, a orillas del Ganges, a gritarles a los peregrinos que están todos equivocados, que sus creencias son puro pensamiento atávico y que mejor se compren un computador y estudien programación. Hay algo banal en esa pretendida apología de la razón.

Los griegos escuchaban a Sócrates y al oráculo de Delfos con la misma atención.

Lo que a mí me sucede es difícil de explicar. He sido un escéptico y un ateo desde mis ya lejanos años escolares en el Colegio Refous. Alejarme de fanáticos religiosos y cruzados me pareció fundamental para poder asimilar la democracia, es decir, para poder respetar al otro en su diferencia. Sin embargo, siempre he sentido una fascinación extraña y muy respetuosa por el misticismo y las religiones. No siento superioridad intelectual porque me haya liberado del pensamiento religioso. Es lo contrario: me siento más débil, más frágil, más solo. Sé que cuando han llegado las pruebas duras de la vida mi falta de fe me ha dejado a la deriva, extraviado, sin norte, y que ese dolor y esa confusión me han hecho mucho daño. En cambio, veo a los que sí tienen fe y hay algo poderoso y poético en ellos, en sus oraciones, en sus rezos, en sus retirados diálogos con sus dioses. Yo carezco de esa fortaleza, voy por la vida sin esos escudos, y por eso, cuando han llegado la adversidad, la enfermedad y la muerte, levantarme ha sido tan difícil.

Cuando leo a San Juan de la Cruz, o al poeta místico Rumi, siento nostalgia de algo muy grande que no conozco y que quizás no conoceré jamás. Como si me estuviera perdiendo de visitar un continente paradisíaco lleno de ríos multicolores, playas desiertas y campos atiborrados de frutas jugosas. Creo que cuando Borges dijo que la religión era una rama de la literatura fantástica no lo decía peyorativamente, como si estuviera afirmando que los textos sagrados fuesen mentira. No. Él, que era escritor de literatura fantástica, lo decía porque hay una fuerza poética muy grande en la fe, una estética, una belleza especial que nos puede iluminar la vida de manera reveladora.

Del mismo modo que jamás se me ocurriría decirle a Don Quijote que no hay gigantes, sino solo molinos de viento, nunca le diría a un creyente que se olvide de su Dios para abrazar el materialismo. Me pasa exactamente al revés: sospecho que soy yo el que ha olvidado algo importante en el camino, el que está abandonado y huérfano, ciego, a tientas en la oscuridad. Por eso escribo, porque tal vez la escritura, como un hilo de Ariadna, me ayude a salir del laberinto.

Así que cada vez que alguien me habla de una suprarrealidad en la que cree fervorosamente, yo escucho con humildad. Porque siento que me está dando una lección, que me está susurrando al oído: amplía tu imaginación, ensancha tu percepción.

Hay algo maravilloso y de una belleza conmovedora en esa visita que le hizo el escritor de ciencia ficción Ray Bradbury a un pastor en su iglesia. Le preguntó si la experiencia de Cristo era válida solo para nuestro planeta, o si era un mensaje cósmico, universal. Es decir, si la crucifixión y el dolor de Cristo eran legítimos aquí en la Tierra, y en Marte, o en Sirio, o en Alfa del Centauro, o en las Pléyades. ¿Por qué necesitaba precisar eso? Porque no sabía si la fe de sus personajes terrícolas era válida cuando viajaran en un cohete y llegaran a otras galaxias.

Eso soy yo: un ateo cósmico al que se le llenan los ojos de lágrimas cuando los personajes de Bradbury extraen de sus equipajes una Biblia y se arrodillan a orar en otros mundos.

* * *

Pocos meses después de publicar Paranormal Colombia supe que uno de sus protagonistas, Manuel, el hombre que llevaba ocho años como un ermitaño viviendo en una casa en un árbol, acababa de enfermar. Un tumor había empezado a crecer en su garganta y él había decidido no hacerse ningún tratamiento. Estaba preparado para la muerte, la venía, incluso, invocando. Para él no era nada trágico, sino una salida, una solución a una vida que consideraba ya agotada.

Durante años se había encerrado en su propiedad en las afueras de Saravena, muy cerca de la frontera con Venezuela, y había renegado de la vida superflua de las grandes ciudades. La sociedad de consumo le fastidiaba y la consideraba la plaga del hombre contemporáneo, el origen de su ruina moral. Sin embargo, Manuel no pudo solucionar una trampa que poco a poco lo hizo pedazos: descubrió que la soledad era el comienzo de una depresión cuya única cura era, precisamente, la presencia del otro.

A mediados de los años noventa, el escritor norteamericano Jon Krakauer publicó una novela inquietante, Into the Wild (Hacia rutas salvajes), que narra la historia real de un joven de clase media que decide liberarse de tanta atadura capitalista y se convierte en un aventurero nómada que consigue trabajos a salto de mata mientras cruza el país en busca de sí mismo. Al final, decide internarse en Alaska, territorio inhóspito con el que ha soñado durante años. Pero el poder de la naturaleza, que al principio le parece deslumbrante y sobrecogedor, poco a poco se transforma en un horror del que no sabe cómo escapar. En sus últimos instantes, enfermo, famélico, escribe una frase inolvidable: «No hay felicidad completa sin compañía».

La historia de Manuel transcurre de un modo paralelo a la de este doble norteamericano. Al comienzo la soledad le parece la cura a tanta contaminación publicitaria, a tanta tele-basura, a tanto afán monetario. Lee, medita, se dedica a la vida contemplativa. Pero con el paso de los años se da cuenta de que necesita del otro, reconoce dentro de sí un vacío que lo devora, que le hace daño, que lo hunde en estados de ánimo deplorables. Descubre dentro de sí mismo que está diseñado para interrelacionarse con sus congéneres.

Una noche cruzamos unas breves palabras por celular. Estaba ya internado en la clínica y el tumor lo mataría días después. Ambos sabíamos que no volveríamos a hablar, que era nuestra última conversación.

—¿Crees que aún hay una esperanza para la humanidad? —le digo escuchando al fondo un ruido que se parece al de una televisión encendida en una habitación comunitaria.

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