Lorenzo Silva - Del Rif al Yebala
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- Libro:Del Rif al Yebala
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2001
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Del Rif al Yebala: resumen, descripción y anotación
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Título original: Del Rif al Yebala
Lorenzo Silva, 2001
Imagen de portada: Lorenzo Silva
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para Lorenzo Silva recorrer Marruecos es hacer realidad un sueño de infancia y, a la vez, adentrarse en el impresionante escenario de la aventura bélica de su abuelo, combatiente de a pie en la llamada guerra de África. A lo largo de ocho jornadas, y con la compañía de su hermano y un amigo, el escritor explora el interior del país para descubrir —y descubrirnos— la áspera región del Rif y la zona no menos agreste del Yebala, y de paso lugares como Melilla, Annual, Alhucemas, Xauen, Larache, Alcazarseguer, Tánger, Fez, la antigua ciudad romana de Volúbilis o Rabat. También el calor agobiante del verano africano —el mismo calor que sintieron los soldados que luchaban con su abuelo—, el color de la tierra roja, como de herrumbre, el sabor del té con hierbabuena, el sonido de la música andalusí o el silencio de los caminos pésimos y los mendigos inmóviles.
El viaje desvela el Marruecos presente y lo anuda a la historia de la guerra pasada, que acude a estas páginas con la enfebrecida claridad del espejismo: combates reducidos a cacerías, el heroísmo inútil, el desdén de los gobernantes, el horror. Y, frente a los españoles, sobresale Abd el-Krim, artífice de la resistencia rifeña, un hombre capaz de machacar al enemigo y de rendir al mismo tiempo honores militares al cadáver de su antiguo amigo el coronel Morales, antes de devolverlo en un ataúd de cinc a las autoridades españolas.
Para mi hermano Manuel y para Eduardo Gutiérrez,
imprescindibles compañeros de viaje.
Para mi familia marroquí, mis tíos
Isabel y Mohammed y mis primas Meryem y Mouna,
por ayudarme a mirar desde más cerca.
Todo viaje tiene sus limitaciones. El que refleja este libro lo realicé hace cuatro años, y antes de nada debo advertir que es hijo de su momento. Algunas cosas han cambiado desde entonces, aunque quizá no tantas como a mí me habría gustado. Los marroquíes siguen llevando, en general, una vida dura, y los españoles seguimos, en gran medida, dándoles la espalda.
La segunda limitación de este viaje literario son los conocimientos e impresiones de su autor. No pretendo ser un experto en Marruecos, ni tampoco en los acontecimientos históricos que asoman en más de una ocasión a estas páginas. Sólo soy un viajero más o menos atento y un lector curioso, y mi relato no pasa de reflejar mi experiencia y mis apreciaciones personales en esa doble condición.
Finalmente, debo constatar las muchas cosas que no pude o no tuve tiempo de ver y saber. Desde entonces, he subsanado alguna de esas omisiones. He conocido algo mejor la vida y a las gentes de Ceuta y Melilla, por ejemplo, y posiblemente mi visión de esta última ciudad no sería hoy igual a la estampa algo desolada y solitaria que muestra el principio del libro, deudora de la percepción que tuve de ella un particular fin de semana del verano de 1997. Escribo además estas líneas en tierras africanas con la luz de Ceuta entrando por la ventana y la imagen de un embriagado anochecer sobre la medina de Tetuán todavía reciente en la memoria. Mi viaje de entonces no alcanzó a ninguna de estas dos ciudades, cosa que lamento por lo que falta y podría haberse incluido.
Pese a todo, no he querido enmendar el texto, escrito en 1998, salvo allí donde advertí algún error. Pido disculpas por los que quedarán, a pesar de todas las precauciones. Los viajes son así, insuficientes e imperfectos, y probablemente así deban quedar contados.
Ceuta, 6 de mayo de 2001
Me despierto con el canto del gallo, una sensación casi olvidada en la lejanía de mi niñez. Alargo la estancia en la cama en un duermevela plácido, mientras veo aumentar la luz que se filtra entre las rendijas de los postigos. Cuando al fin me asomo a la ventana, descubro la presencia de la niebla que baja desde las montañas y que envuelve la ciudad. No se ve el Tissuka, y el morabo de la colina es una figura espectral cuya silueta se esboza apenas. Inundada por la niebla que acaricia sus fachadas de cal, Xauen es más blanca que nunca, y las rejas moriscas de las ventanas, más negras y precisas.
Hay algún problema con el agua caliente, lo que me obliga a darme una ducha fría. Otra sensación perdida en mi memoria, cuya contundencia reconozco al instante. He madrugado más que nadie, así que me toca aguardar a mis compañeros en el vestíbulo, lleno de luz: la niebla, que no puede con el resplandor del día, se va disipando rápidamente. Media hora después, casi se ha levantado por completo. Tras liquidar la cuenta del hotel (una suma por la que en España ya no debe de encontrarse ni la más inmunda y sospechosa pensión), devolvemos el equipaje al maletero y subimos al coche. Bajamos despacio por el paisaje matinal de Xauen, resistiéndonos a despedirnos. Todavía nos detenemos un momento para cambiar dinero en un banco, a la salida de la ciudad. La transacción la intento en francés, pero el español aseado y resuelto del empleado de banca me disuade de esforzarme. Está claro que el turismo español forma parte de la rutina de la ciudad. El empleado es por añadidura de una escrupulosidad y una corrección ejemplares, como ya quisiera uno encontrarlos en España.
Si nuestro viaje fuera en puridad un recorrido por el territorio del antiguo Protectorado, la ruta obligada conduciría a Tetuán, la que fue desde el principio la capital del Marruecos español. Sin embargo, cuando decidimos venir a Marruecos, no pudimos dejar del todo al margen la antigua zona francesa. En parte puede achacarse a una frívola veleidad de turistas; pero también en el Marruecos francés hay huellas de algunas cosas que nos importan. Nuestro viaje por él podrá resultar más somero, pero no casual. Ya hemos comprobado suficientemente que nada aquí resulta casual para nosotros.
Es por todo ello por lo que desde Xauen, en lugar de viajar hacia el norte, tomamos el camino del sur; hacia Uazzán y Fez, la vieja capital del imperio jerifiano.
Esta carretera atraviesa al principio zonas de montes de mediana altura, que me recuerdan por su aspecto y por el tipo de vegetación algunos parajes de Sierra Morena. Aunque por aquí no hay niebla, el día está levemente velado por una capa de nubes que impiden que el calor empiece a apretar en condiciones. Al cabo de unos veinte kilómetros llegamos al río Lucus, la antigua frontera entre las zonas francesa y española. Todavía sigue en pie el viejo puesto aduanero, con sus barreras inservibles a ambos extremos del puente que cruza sobre el río.
El Lucus es un río importante, de ancho cauce, aunque una buena parte de él sea hoy un pedregal. La corriente, poco profunda, baña una anchura de unos veinte o treinta metros. La carretera corre más o menos paralela al río durante unos veinte kilómetros, en dirección oeste. Este recorrido por el valle del Lucus, sin apenas tráfico, resulta una experiencia grata y relajante. Un poco antes de llegar a Zoco es-Sebt , la carretera tuerce hacia el sur y se separa del río. Según el mapa, a menos de diez kilómetros río abajo, en la ribera septentrional, se encuentra Muires. Éste es otro nombre familiar para mí. Entre el 20 y el 25 de septiembre de 1920, mi abuelo, en compañía de otros pobres diablos, cazadores todos ellos del batallón de Las Navas, hubo de asaltar el blocao llamado de Muires, que cayó tras enconada resistencia. La importancia estratégica de la escaramuza no fue mucha. Con ella sólo se aseguraba una cota más en la línea del Lucus. Pero para aquellos soldados bisoños debió de ser una gran cosa conquistar la altura y pasear la mirada sobre el valle, que era este mismo valle que ahora dejamos atrás.
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