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Silva Lorenzo - Musica Para Feos

Aquí puedes leer online Silva Lorenzo - Musica Para Feos texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2015, Editor: Grupo Planeta, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Silva Lorenzo Musica Para Feos
  • Libro:
    Musica Para Feos
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    Grupo Planeta
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    2015
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Para las mujeres de mi familia, de quienes tanto he aprendido

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We are ugly, but we have the music .

L EONARD C OHEN , Chelsea Hotel #2

Era un viernes por la noche, o lo que es lo mismo, el momento más temido por una mujer como yo: joven, pero ya no tanto como para tener el alma y la piel libres de rasguños, y con algún recorrido a las espaldas, pero todavía no tanto como para comprarme un gato y no esperar nada más de la vida. El temor se agrava cuando compruebas que en ese momento fatídico no tienes grabado en la agenda del móvil el número de nadie a quien puedas llamar sin que la perspectiva te inspire aburrimiento, asco o la mezcla de ambos. En esa situación, detestable y absurda, bien puede suceder que te prestes a probar alguna solución descabellada. Y eso fue, justamente, lo que yo hice.

Así fue como me dejé arrastrar por Alba, la más descerebrada, banal e imprudente de mis compañeras, a una de sus famosas correrías nocturnas, de las que, desde que yo la conocía, no había sacado nunca nada bueno y sí más de un disgusto. Supongo que en la rapidez con que esa noche me dejé liar para lo que Alba no había podido liarme nunca antes debió de pesar alguna clase de impulso autodestructivo. No pasaba por mi mejor momento, en ningún sentido: ni en lo laboral, ni en lo personal, ni en la correspondencia de mi mente y mi cuerpo con lo que prefería que una y otro fueran. Es curioso lo poco que gobernamos nuestra existencia. Porque esa noche, en vez de estrellarme, encontré lo único hermoso y limpio que de veras he tenido.

Dejé que Alba fuera marcándome la ruta: a ella le iba lo de hacer itinerarios y a mí me daba igual a dónde me condujeran. Para empezar me llevó a un deplorable restaurante libanés de Lavapiés, cuyo suelo, tuve la mala idea de mirarlo, debía desconocer el paso de una fregona desde hacía meses. En prevención decliné probar las salsas y me alimenté con la carne más magra y las verduras menos sospechosas que nos sirvieron. Alba no dejaba de hablar, es una de esas personas que temen al silencio más que a la muerte y que dan en sepultar los días bajo una cháchara incesante. He de confesar que no atendía a la mitad de las cosas que me decía y, lo que es más ominoso, sólo escuchaba en parte su parloteo cuando versaba sobre alguno de los sujetos, sobre todo guiris, y en su mayoría imberbes de Erasmus, que allí cenaban y daban en reparar en nosotras. Si no cabía suponer que les atrajeran nuestras almas, tampoco lo que Alba decía de ellos se situaba en un plano demasiado espiritual. Más que nada, se trataba de ponderar sus glúteos y sus antebrazos, por los que tiene verdadera fijación.

Ninguno de aquellos escarceos visuales acabó en nada, entre otras cosas porque los únicos que se nos acercaron a entablar conversación fueron dos mozalbetes demasiado crudos y creídos (y de glúteos demasiado fofos, a juicio de Alba). Una vez que pagamos la cuenta comenzó la parte que más le gustaba a mi compañera: el rodar y rodar en busca del plan. Según su teoría, refutada muchas veces por su desastrosa práctica, pero no por ello menos persistente, sólo había que crear las oportunidades suficientes para que la probabilidad de contacto satisfactorio fuera alta. Como yo no tenía ninguna teoría, ni tampoco esperaba nada que acertara a satisfacerme, la dejé hacer.

Creo que probamos en tres o cuatro antros, hasta que acabamos, a eso de las tres de la madrugada, en un discobar de la zona de Bilbao, lo bastante achispadas como para que yo considerase, y aceptase, la posibilidad de seguir a mi desnortada amiga a la pista mínima donde se agitaba una veintena de colgados, al ritmo de la música retro que atronaba y chirriaba desde unos altavoces ajenos a los avances de la tecnología de sonido en la última década. El lugar era bastante cutre, pero me dio en la nariz que por ese preciso motivo había debido de ser el escenario de alguna conquista anterior de Alba; el último cartucho que meter en el tambor del revólver cuando la noche empezaba ya a despeñarse. No es que no hubiéramos ligado en los tugurios anteriores, de hecho habíamos ligado en todos: siempre hay cuatro o cinco tíos lo bastante desesperados en cualquier lugar. Las que no estábamos tan desesperadas como para dejarnos engatusar por el personal que nos salió al paso éramos nosotras, por mal que soliera tratarnos la fortuna.

En la pista estaba, moviéndome con mi poca gracia habitual, cuando en los altavoces empezó a sonar una melodía que reconocí en seguida. Pese a no haber nacido yo aún cuando alcanzó el éxito, había perdurado luego los años suficientes para que llegara a formar parte de mi memoria. Además coincidía que me gustaba la canción, como me gustaba el cantante, uno de esos que desbordan las estrecheces de su tiempo y su lugar y que quizá por ese mismo motivo tienen propensión a malograrse prematuramente. Éste no había sido una excepción: se había matado en un accidente de tráfico cuando yo tenía apenas seis años y él poco más de cuarenta. Al intérprete lo reconocí en seguida, pero tardé unos segundos en recordar el título de la canción: Embrujada . Me gustaba de veras, incluso cuando no estaba bebida, pero noté que con dos gin-tonics me arrastraba de forma irresistible y me dejé llevar. Me olvidé de Alba, de la sordidez del antro, del fracaso de mi vida y de la fealdad de los días; el que había dejado atrás y el que me esperaba a la vuelta de unas pocas horas, en cuanto el sol volviera a asomar por el horizonte que nunca se veía en Madrid. Me abandoné al ritmo frenético, a aquella voz que en la grabación restallaba vibrante como un látigo y que desde hacía un par de décadas ya no sonaba sobre la tierra, a la música que la acompañaba y la envolvía. A ráfagas seguía viéndolo todo: a Alba, mientras coqueteaba con uno de esos noctámbulos manifiestamente mejorables que se agitaba frente a ella con modos de Travolta; a los moscones que probaban suerte conmigo, pese a mi mirada esquiva; las luces de colores, las paredes negras; los pies que me disputaban la pista y que trataba de no pisar. Sin embargo, a media canción mi mente estaba muy lejos, en una región beatífica sostenida por el alcohol y por la inconsciencia de mí misma. Y fue entonces, justo entonces, como si ese soltarme de todo lo demás fuera el requisito indispensable, cuando el tiempo se detuvo y le vi.

Estaba recostado en la barra, una nalga plantada en el taburete, un pie en el estribo metálico, un vaso en la mano y mirándome sin disimulo. Mirándome a mí , lo supe sin el menor género de dudas, sin que ninguna de las danzantes que a mi alrededor echaban el resto de su poderío me hiciera temer que podía ser mi competidora por su atención. Debía de ser sólo un poco más alto que yo, uno setenta y tantos, sin llegar al uno ochenta. Era moreno, de cabellos y tez, y conservaba el pelo, que llevaba muy corto. Vestía sin pretensiones de ninguna clase, unos vaqueros gastados y una camisa blanca remangada, desabrochada lo justo para no parecer un rufián. Le eché a bulto unos cuarenta y cinco, lo que me hizo sentir una punzada que en seguida ahogué: ni penurias ni errores pasados tenían ninguna cabida en aquella noche irresponsable. No diré que el hombre fuera guapo, pero resultaba, o al menos lo bastante para mí. El descubrimiento me espoleó, gracias a la desinhibición etílica, supongo, y en vez de cortarme, como habría sido lo normal, imprimí a mis cimbreos una fiereza suplementaria. Mirándole a veces, haciendo como que le ignoraba otras, bailé aquella canción como si me fuera la vida en ello, como si ninguna fuera más mía y nada me llamara más que la voz del cantante tragado antes de tiempo por la fatalidad, cuando pedía a quien quisiera escucharle:

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