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José Ortega y Gasset - Tomo VIII (1958-1959)

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José Ortega y Gasset Tomo VIII (1958-1959)

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ADVERTENCIA

L AS obras inéditas de José Ortega y Gasset se editan simultáneamente, en su lengua original, en América y España, conforme a los manuscritos y originales dejados a su muerte por el gran filósofo. Incluirán extensos trabajos recientes que «la malaventura —según él escribió— parece complacerse en no dejarme darles esa última mano, esa postrer soba que no es nada y es tanto, ese ligero pase de piedra pómez que tersifica y pulimenta», y, en algunos casos, también escritos antiguos que el autor no coleccionó en ninguno de sus libros. Dado el rango eminente de su obra intelectual, creemos obligado editar sucesivamente la totalidad de su labor inédita, inclusive aquellos estudios que aparezcan inacabados y las notas o apuntes que puedan servir para orientar el trabajo de sus numerosos discípulos. Los escritos se publicarán tal y como se han encontrado; la compilación de los textos se ha encomendado a próximos y fieles discípulos, a quienes queremos manifestar nuestro agradecimiento por la devoción y el rigor que ponen en su tarea, y cuya intervención será en todo caso explícita e irá intercalada entre corchetes.

La editorial Revista de Occidente.

PRÓLOGO PARA ALEMANES

I §

E STO es ya demasiado… Lo demasiado a que me refiero es que mis libros alcancen en Alemania nuevas y nuevas ediciones. Esto no puede seguir así, por lo menos sin complementos, sin correcciones, sin advertencias. Por eso, cuando hace aproximadamente un año uno de los cómplices de ese hecho, el amable director de la Deutssche Verlags-Anstalt me comunicó que se había agotado El tema de nuestro tiempo y le urgía publicar la tercera edición, yo le rogué que suspendiera la publicación por lo menos hasta que le enviase un texto revisado y un prólogo dirigido a mis lectores alemanes. Yo no había encontrado tiempo ni humor para leer ese libro desde que lo escribí, hace unos doce años, y tenía la vaga impresión de que para lectores no españoles, que desconocen el resto de mi obra y mis cursos universitarios, expresaba muy defectuosamente la idea fundamental en él insinuada. Ahora bien, esto es lo que me parece demasiado. Bien está que yo no haya pretendido nunca —ya veremos por qué razones— que mis libros se traduzcan al alemán, bien está que, no obstante, una persona habitante a la sazón en Suiza decidiese hace unos años publicar esta obra para darla a conocer a un pequeño grupo de amigos suyos desconocedores del español, pero lo que no está ya tan bien es que la broma afectuosa de un grupo entusiasta se convierta, sin más, en plena seriedad pública, en ediciones y ediciones. Porque, si bien no estimo el libro como tal libro, algunas de sus ideas me importan mucho y tengo obligación de oponerme a que aparezcan informes e indefensas ante el gran público, ante los no íntimos. Esto revela ya al lector una cosa que ignoraba; a saber: que yo no soy hasta esta fecha responsable de que estos volúmenes anden por los escaparates de las librerías alemanas. La culpable —hagamos la delación— es Helia Weyl, mi traductora, y el cómplice, el doctor Kilper, de la Deutsche Verlags-Anstalt. Así lo hice constar a este último al enviarle en una carta la autorización que el formalismo jurídico impone: descargaba sobre la traductora y sobre él, íntegra, la responsabilidad de la aventura. Después, aun corriendo el riesgo de parecer descortés, no he vuelto a escribir al editor para no hacerme, a mi vez, cómplice en la reiteración del delito. Solo el año pasado me dirigí a él rogándole que suspendiese la nueva edición y prometiéndole en fecha próxima las correcciones al texto y un pequeño mascarón de proa como prólogo. Pero la bohemia de mi vida, que procede de lo más contrario a la bohemia, de un exceso de obligaciones y trabajo difícil de imaginar por los alemanes, que pertenecen a un pueblo en que el trabajo está más diferenciado… (¿Creen ustedes que trabajan más que nosotros los del Sur, por lo menos más que algunos de nosotros? ¡En qué error están ustedes! Yo tengo que ser, a la vez, profesor de la Universidad, periodista, literato, político, contertulio de café, torero, «hombre de mundo», algo así como párroco y no sé cuántas cosas más. Si esta polypragmosyne es cosa buena o mala, no es tan fácil de decidir). Pero la bohemia de mi vida —digo— me impidió cumplir la promesa en la hora fijada y el editor —cuyo comportamiento conmigo ha sido ejemplar— se lamenta con amable quejumbre de que perjudico sus intereses. Ahora bien, me aterra perjudicar a nadie. Claro es que me sorprende un poco que esta pobre pequeña cosa que yo soy, menuda excrecencia brotada en los pliegues graníticos de una de las montañas más viejas del mundo —la sierra de Guadarrama—, resulte nociva, a una distancia de miles de kilómetros, para una excelente persona que vive en una ciudad tan bonita como Stuttgart. Por otra parte, en la periferia de nuestro ser que todos conservamos —el cutis del alma, esto es, sus «primeros movimientos», es siempre de niño—, esa zona donde la vanidad actúa —la vanidad es un residuo de infantilismo en la madurez—, no deja de producirme este hecho alguna ridícula satisfacción y me da gana, cuando voy por la calle, de decir a los transeúntes: ¿Saben ustedes? Yo perjudico a un editor alemán, al impedir la nueva edición de mis libros. ¡Sí, señores! ¡Yo! ¡Así es el mundo!

De suerte que la necesidad de no dejar indefensas mis ideas, uniéndose al deseo de compensar al editor por el placer que me ha ocasionado perjudicarle, me fuerzan a escribir este prólogo.

Pero el lector, al llegar aquí, dirá que son demasiados escrúpulos y complicaciones en torno al hecho indiferente de que un libro se publique o no. ¡Pardon, lector! No estoy conforme. Una de las cosas que la experiencia vital me ha enseñado es que, ante una visión medianamente perspicaz de la realidad, nada puede parecer indiferente: todo, aun lo que se juzgaría mínimo, produce efectos favorables o dañinos. La publicación en alemán de mis escritos, o es ventajosa, o es dañina para el lector alemán o para mí. Tertium non datur.

Y, por lo pronto, es dañoso para el autor que el lector no le conozca. Cuando Goethe decía que la palabra escrita es un subrogado de la palabra hablada decía una cosa mucho más profunda de lo que a primera vista parece. Esta: última, estricta y verdaderamente eso que solemos llamar «ideas», «pensamientos», no existe; es una abstracción, una mera aproximación. La realidad es la idea, el pensamiento de tal hombre. Solo en cuanto, emanando de él, de la integridad de su vida, solo vista sobre el paisaje entero de su concreta existencia como sobre un fondo, es la idea lo que propiamente es. Cuando la idea se refiere a un tema muy abstracto, como en la matemática, puede prácticamente prescindirse del hombre concreto que la ha pensado y ser referida al abstruso personaje que es el geómetra. Pero ideas referentes a auténticas realidades son inseparables del hombre que las ha pensado —no se entienden si no se entiende al hombre, si no nos consta quién las dice. El decir, el logos no es realmente sino reacción determinadísima de una vida individual. Por eso, en rigor, no hay más argumentos que los de hombre a hombre. Porque, viceversa, una idea es siempre un poco estúpida si el que la dice no cuenta al decirla con quién es aquel a quien se dice. El decir, el lógos es, en su estricta realidad, humanísima conversación, diálogos — διάλογος —, argumentum hominis ad hominem. El diálogo es el lógos desde el punto de vista del otro, del prójimo.

Esta ha sido la sencilla y evidente norma que ha regido mi escritura desde la primera juventud. Todo decir dice algo —esta perogrullada no la ignora nadie—, pero, además, todo decir dice ese algo a alguien —esto lo saben tan bien como yo los profesores, los «Gelehrte» alemanes, mas, crueles y despectivos, suelen olvidarlo.

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