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Julio Llamazares - Nadie escucha

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Julio Llamazares Nadie escucha

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Bajo la arena

Bajo la arena

Bajo la arena del desierto de Kuwait, entre el polvo de la historia y el petróleo, yacen los cuerpos de miles de soldados iraquíes que quedaron enterrados vivos dentro de sus trincheras bajo el avance de los carros de combate americanos en el transcurso de la última guerra. La noticia apareció hace pocos días en la prensa, procedente de fuentes militares de la propia Norteamérica —y confirmada luego por testigos presenciales de los hechos—, pero enseguida quedó enterrada, como los propios soldados iraquíes, bajo la arena de las noticias que se suceden todos los días y que realmente interesan. En España, últimamente, por ejemplo, los amores del príncipe Felipe, que parece que ha roto con Isabel Sartorius, las declaraciones de Jesús Gil, que no calla ni durmiendo, las reivindicaciones de los nacionalistas catalanes, que al final se arreglan siempre con dinero, y los desvergonzados tocamientos de Michel a Valderrama sobre el césped del Santiago Bernabéu. Cuestiones todas, como se puede ver, de mucho más interés que el destino de unos cuantos millares de iraquíes enterrados vivos en el desierto.

Parece ser que los carros de combate norteamericanos que iniciaron el avance el primer día de la guerra estaban, además, expresamente preparados para ello: iban provistos de grandes aspas para remover la arena y acompañados de excavadoras que se encargaban detrás de ellos de completar la faena. Ello explica, entre otras cosas, el hecho para muchos sorprendente de que los fieros soldados iraquíes que hasta entonces nos había dibujado la propaganda bélica de los nuestros salieran como conejos de sus refugios y se entregaran en masa a sus enemigos sin ofrecer resistencia. Al fin y al cabo, a nadie, ni siquiera a un iraquí, le apetece morir de esa manera. Yo he conocido a un hombre que se pasó diez años enterrado en una fosa al acabar la guerra (no la de Irak, la nuestra) y recuerdo que me decía que debajo de la tierra, aparte de pasarse mucho calor, los días se hacen eternos.

Por lo demás, desde el punto de vista estrictamente militar, la estrategia parece ser perfecta. No hace falta siquiera disparar, ni detener el avance para enterrar a los muertos. Y, lo que es más importante, a poco que uno se esmere, ni siquiera se entera nadie de que en efecto ha habido muertos, por más que las televisiones retransmitan el desarrollo de las operaciones en directo. Y, si por casualidad o por la indiscreción de algún militar arrepentido o simplemente ebrio (me refiero, claro está, a un militar amigo, que al enemigo se le desarma fácilmente: basta con enterrarlo vivo silenciando sus palabras o acusándole a su vez de estar mintiendo) la verdad llega a saberse, lo que hay que hacer es encogerse de hombros y decir lo que ha dicho el presidente del Senado norteamericano al conocerse la noticia de lo que realmente había ocurrido en el desierto: «Es la guerra». Que es lo mismo que decía Groucho Marx cuando andaba con sus hermanos conduciendo un tren por el Oeste.

La noticia, ya digo, ha aparecido hace unos días en la prensa, pero enseguida se ha diluido como una barra de hielo al calor de otras noticias mucho más interesantes, tales como la pastoral de tres obispos catalanes que aún siguen sin comprender cómo Dios eligió para nacer una cuadra de Belén, pudiendo haberlo hecho en Barcelona, o como los resultados de la liga de baloncesto. Es lógico. A unos, Kuwait les pilla muy lejos (sobre todo, desde que la victoria de los buenos les ha vuelto a asegurar el suministro del petróleo necesario para sus calefacciones y sus coches durante bastante tiempo) y a otros les pilló siempre: con comer todos los días y encontrar tiempo después para dormir la siesta, tenían suficiente. Y los que desde el primer instante se dieron cuenta del peligro que corríamos y, para defendernos de las iras de Sadam, enviaron al Golfo a patrullar a unos cuantos marineros (por supuesto, con los buenos), han leído la noticia y la han visto oscurecerse al día siguiente como si no fuera con ellos. Al fin y al cabo, ya se sabe, una guerra es una guerra.

Pero esconder la cabeza bajo la arena, como los avestruces ante el peligro, no es buena táctica, sobre todo cuando aquélla está llena de esqueletos. Le ha pasado a Pinochet y les acabará pasando a los norteamericanos y a quienes les ayudaron en la guerra de Kuwait militar o moralmente con el tiempo. En los pólderes de Holanda, los terrenos que poco a poco los holandeses han ido ganando al mar, aparecen de cuando en cuando, tropezados por la reja de un arado o sacados a la superficie por la erosión de la tierra, restos de barcos hundidos y de esqueletos de náufragos o de personas que fueron asesinadas y arrojadas al mar con una piedra atada al cuello. Alguna vez, incluso se ha llegado a descubrir a un asesino, merced a esos hallazgos, al cabo de mucho tiempo, y lo mismo sucede en las excavaciones arqueológicas a veces. Del mismo modo, un día, cuando los años hayan pasado, un grupo de arqueólogos o de trabajadores del petróleo encontrará, al remover la arena del desierto, montones de esqueletos y de huesos esparcidos y alguien, seguramente, se encargará de recordarnos que esos huesos pertenecieron un día a los soldados iraquíes que murieron enterrados en la arena por el único delito de haber ido a nacer en un país regido por un loco que un buen día decidió enfrentarse al mundo. Pero nos recordará también, para desgracia de muchos, que quienes los enterraron vivos no fueron sus generales (que, al fin y al cabo, lo único que hicieron fue aplicar el viejo dogma militar de que en la guerra o te entierras o te entierran), sino los de unos ejércitos que habían llegado allí para instaurar un nuevo orden internacional y devolver a Kuwait su tierra.

Aunque, quizá, ese día, cuando la noticia del hallazgo aparezca en los periódicos, la gente estará ocupada con la noticia de la boda de algún famoso o con la lectura de una nueva pastoral (ecuménica, por supuesto) de los obispos de Cataluña.

(1991)

Bernardo Gonzalo, mendigo

Bernardo Gonzalo, mendigo

Bernardo Gonzalo, asturiano (de Arenas de Cabrales, aunque no es fijo), es un vagabundo. De pasado brumoso y estoicas costumbres, vive desde hace años en la Plaza de la Villa de París, en Madrid, donde es ya una institución y un personaje querido: Bernardo no sólo alterna con todos los asiduos de la plaza (dueños de perros, amas de casa, jardineros, barrenderos, policías), sino que incluso recibe cartas mientras contempla el paso del tiempo sentado en cualquier banco de la plaza, solo o con otros mendigos. Conforme con su conformidad, como él mismo se define, Bernardo es un filósofo sin escuela y un observador anónimo de lo que ocurre en el mundo.

Bernardo, ¿para ti, qué significa el dinero?

Para mí, el dinero significa un cero a la izquierda. Yo lo que quiero es vivir la vida.

Entonces, según tú, ¿el dinero es incompatible con la vida?

Es compatible, pero no siempre.

Y tú, ¿cómo lo haces compatible?

Yo lo hago compatible siempre y cuando «compata» el dinero con el amor. Si no tienes amor, no tienes ganas de levantarte.

¿Y por dinero no te levantarías?

No, no. Yo por dinero nada. Es que ni me muevo, vamos. Además, has de saber que el dinero viene del maná. El dinero mana, como las fuentes.

Y tú, cuando ves en la televisión o lees en los periódicos que todo el mundo habla del dinero, de la economía, de la Bolsa, ¿qué piensas?

Yo cuando voy a la Bolsa me río de mí mismo. Porque pienso que, de todos los que están allí, hay sólo uno o dos que sí tienen dinero y los demás van sólo a mirar lo que tienen los otros.

¿Y tú a qué vas a la Bolsa?

Pues simplemente por pasar el mero hecho de un ratito viendo lo que hacen los idiotas que van a ver a los que no son idiotas para ver qué es lo que tienen. Y resulta que no se entera ninguno de ellos de quién es el que lo tiene ni quién es el que no lo tiene porque el que lo tiene no lo dice y el que no lo tiene tampoco.

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