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Julio Llamazares - Las rosas de piedra

Aquí puedes leer online Julio Llamazares - Las rosas de piedra texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2008, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Julio Llamazares Las rosas de piedra
  • Libro:
    Las rosas de piedra
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2008
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Las rosas de piedra: resumen, descripción y anotación

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Un inolvidable viaje por España a través de sus catedrales. «Éste es un viaje en el tiempo y en la geografía. En el tiempo, hacia la época en la que se construyeron esos maravillosos edificios que conocemos como catedrales; y, en la geografía, a través de un país que es un mosaico de regiones tan diferentes como sus paisajes. Lo emprendí cuando empezaba el tercer milenio y lo acabaré algún día, después de haber recorrido todas las catedrales de ese país. La razón de que haya elegido las catedrales para este viaje es muy transparente: la atracción que me han producido siempre esos fantásticos edificios que constituyen las cajas negras de nuestra historia. Conocerlas de verdad y no de paso, vivir dentro de ellas un día para sentir toda su belleza, al tiempo que se descubren sus secretos y leyendas, es lo que he hecho desde hace años para contárselo a mis lectores. A deshojarlas como si fueran rosas de piedra, enormes rosas arquitectónicas surgidas hace cientos de años, he dedicado este libro. Y todo ello sin otra voluntad que la viajera y sin otra intención que la literaria. Esa que sigue la estela de los antiguos viajeros, aquellos que iban buscando la magia que el mundo ofrece a los que lo andan».

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A los pies del señor Santiago

A los pies del señor Santiago

Dicen los santiagueses que en Compostela la lluvia es arte y debe de ser verdad. Basta mirar los tejados, las galerías, los soportales, hasta los canalones y los desagües por los que esta ciudad recibe y se libera de la lluvia que cae sobre sus tejados trescientos veinte de los trescientos sesenta y cinco días del año, según datos oficiales, para imaginar la melancolía que tiene que impregnarla en ese tiempo y aun la música que debe de brotar de sus tejados y sus calles.

Pero, para sorpresa del viajero, la mañana en la que éste empieza en ella su viaje (a los pies del señor Santiago, como no podía ser de otro modo, tratándose aquél de las catedrales de España) amanece esplendorosa, como si fuera un día de fiesta. No lo es (al contrario: es primer lunes de septiembre, el día en que mucha gente regresa a la actividad después de sus vacaciones), pero el sol, que ya ha salido, brilla con toda su fuerza, anunciando un día magnífico en la ciudad y en toda Galicia. Por la Compostela vieja, la gente se dirige a sus trabajos entre el olor a café que sale de las cafeterías y los saludos de los tenderos que abren de nuevo sus tiendas después del fin de semana. Entre ellos, confundido, con el sueño todavía agarrado de los ojos y el periódico del día bajo el brazo (lo termina de comprar, junto con una guía de la ciudad, en la papelería El Sol), va un viajero que llegó de la meseta con las primeras luces del alba y al que el amanecer sorprendió ya cerca de la ciudad.

Pero el viajero no es el único que ha madrugado este día. Ni siquiera es el más madrugador. Aparte de los tenderos y de los vendedores callejeros que ya ocupan sus lugares en los distintos caminos que llevan a la catedral, el viajero, mientras se aproxima a ésta, va encontrando a numerosos peregrinos que esta noche han debido de dormir cerca de ella para hacer su entrada en Santiago con las primeras luces del día, que es lo que manda la tradición. Los hay de todos los tipos: españoles, extranjeros, en grupos, en solitario, jóvenes, viejos, mujeres, niños, inválidos… Todos con los distintivos tradicionales del peregrino (el bordón y la concha, sobre todo) y todos muy felices por haber cumplido viaje. El viajero, a pesar de su indumentaria, podría pasar por uno de ellos, pero no quiere engañar a nadie. El viajero empieza su viaje donde los demás lo acaban y no le importa decirlo, aunque ello le suponga renunciar a los privilegios que aquí tiene el peregrino. Al viajero le gusta andar a contracorriente tanto por los caminos como en la vida y está ya acostumbrado a asumir las consecuencias:

—¿Cómo ha venido?

—En coche.

—¡¿En coche?!… Entonces, no le puedo dar la Compostelana —le comunica una de las chicas de la Oficina del Peregrino, que se encuentra en su camino, al lado ya de la catedral.

—Pero yo he venido a Santiago…

—Ya. Pero es que la Compostelana —le explica aquélla, un tanto molesta— sólo se da a quien demuestre que ha hecho andando los cien últimos kilómetros del camino o los doscientos últimos en bicicleta.

—¿Y cuatrocientos en coche no sirven?

—No sirven, no, señor.

—Bueno, pues nada. Qué se le va a hacer, mujer —se disculpa el viajero, volviendo afuera, con la sensación de haber molestado por preguntar.

La sensación de haber molestado, o de estar a punto de hacerlo, le perseguirá durante todo el día, tanto dentro como fuera de la catedral. El santiagués es amable y hospitalario con los turistas (no en vano vive de ellos), pero, como buen gallego, no le gustan demasiado las preguntas. Sobre todo si el que las hace no es peregrino ni se sabe bien qué busca en la ciudad.

—¿Peregrino?

—No.

—¿Turista?

—Tampoco.

—¿Viaje de negocios?

—Menos.

—¿Entonces?… —Le miró con desconfianza la recepcionista de la Hospedería Xelmírez, cuando llegó esta mañana.

—Digamos que estoy de viaje —dijo el viajero, sonriendo, recogiendo su maleta para subirla a la habitación.

Pero eso fue hace ya un rato. Ahora el viajero está en plena plaza del Obradoiro, confundido con el mar de peregrinos y turistas que desembocan en ella, como en un inmenso puerto de granito, desde todas las calles de alrededor. La imagen, por conocida, no deja de sorprender. Abierta al pie de la catedral, que alza sus torres sobre ella al tiempo que la domina con la gran escalinata de granito que le hicieron en el siglo XVIII para salvar el desnivel que había entre ambas, la plaza del Obradoiro está ya llena de gente, a pesar de que es muy temprano. La vieja plaza del Hospital, el lugar donde un día estuvo el obradoiro de los canteros que tallaron piedra a piedra la fachada principal y sus dos torres (la de la Carraca y la de las Campanas), sigue siendo el lugar cosmopolita que ya era en la Edad Media, cuando se generalizaron en toda Europa las peregrinaciones hacia Santiago. Hay gente por todas partes, peregrinos llegados de todos los países que deambulan por la plaza con sus conchas y bordones, saludándose unos a otros, haciéndose fotografías para el recuerdo y comprando todo lo que les ofrecen los mil y un vendedores que se disputan la plaza y las calles aledañas. Crucifijos, conchas, postales, grabaciones con canciones de la tuna, botafumeiros de alpaca, nada que tenga que ver con la ciudad y su catedral o que simplemente pueda ser vendido a los turistas está fuera del comercio en este inmenso Babel que es la gran plaza del Obradoiro en este bello día de septiembre que el viajero ha elegido para comenzar su viaje.

Y lo hace precisamente aquí, en el corazón del mundo, en el mítico lugar donde confluyen caminos y peregrinos procedentes de todos los países de la Tierra, siguiendo las pisadas de otros muchos anteriores que, a lo largo de los siglos, llegaron a esta ciudad atraídos por su estrella y su fama milagrosa, igual que hiciera años antes —en el 813— el obispo de Iria Flavia Teodomiro, que fue el primero en llegar y el que descubrió el sepulcro sobre el que hoy se levanta la catedral. Una catedral que es, como la mayoría de ellas, el resumen de muchas catedrales superpuestas, desde aquel templo inicial que ordenó construir el rey Alfonso II el Casto a raíz del descubrimiento de los restos del apóstol y en torno al que surgiría la ciudad de Compostela.

Por si faltara algo, además, el viajero accede a ella por la puerta más hermosa de la Tierra: el pórtico de la Gloria, la obra en piedra más fabulosa de todas las de su estilo posiblemente del mundo. Debida a la inspiración del Maestro Mateo, el artista más genial de cuantos intervinieron en este templo, y al impulso económico y político del monarca leonés Fernando II, que fue quien lo financió, el pórtico de la Gloria constituye, según la guía del viajero, «la representación en piedra más completa y más hermosa de la teología cristiana». No será él quien lo niegue. Al contrario, cuando por fin llega al pórtico, empujado por la gente que se agolpa en la escalera, se queda tan extasiado, tan impactado por su belleza, que, durante unos minutos, permanece ajeno a la gente y al ceremonial extraño que se desarrolla delante de él: tras admirar brevemente el pórtico, que merecería toda una vida, los peregrinos van pasando bajo él, poniendo la mano abierta en el parteluz central (el que sirve de soporte a la imagen del apóstol), y, después, al dorso de éste, se arrodillan o se inclinan para dar tres cabezazos sobre el misterioso busto que la tradición pretende sea el del Maestro Mateo, pese a que los compostelanos lo han bautizado hace tiempo con el más castizo nombre de Santo dos Croques, o de los Coscorrones en castellano. El viajero, a pesar de su agnosticismo, cuando le llega su turno, hace lo mismo que aquéllos, pero, una vez termina, se entera de que no lo ha hecho muy bien. La muchacha que vigila el buen orden de la fila le confiesa entre sonrisas que, al poner los dedos en la columna (que representa, según le dice, el árbol genealógico de Cristo, desde David a la Virgen María), hay que pedir tres deseos (el viajero, antes, pidió uno solo), y que los cabezazos al Maestro no se le dan por dárselos, sino para que éste trasmita al que se los da algo de su inteligencia. Obediente, el viajero vuelve a ponerse en la fila, llevando a cabo, ahora sí, el ritual como Dios manda. Al poner los dedos en la columna, solicita tres deseos: larga vida y feliz para su hijo, lo mismo para sí mismo y para quienes le acompañan en el viaje de la suya y suerte para este que empieza hoy, mientras que al Maestro Mateo le pide inteligencia y fuerzas para escribirlo. Las mismas al menos que él tuvo para hacer de este gran bloque de granito una de las filigranas más hermosas y perfectas de la Tierra.

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