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José María Gironella - Carta a mi padre muerto

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José María Gironella Carta a mi padre muerto

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Hijo mío, no te olvides de mis enseñanzas,

conserva mis preceptos en tu corazón.

Proverbios, 3,1.

Título original Carta a mi padre muerto José María Gironella 1978 Editor - photo 1

Título original: Carta a mi padre muerto

José María Gironella, 1978

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Desde su fecunda madurez Jose María Gironella sigue fiel a cuanto a lo largo - photo 2

Desde su fecunda madurez, Jose María Gironella sigue fiel a cuanto, a lo largo de más de treina años, le ha situado en cabeza de los escritores en lengua castellana: originalidad, espíritu de adivinación, rechazo de la sabiduría convencional, un lenguaje repleto de hallazgos al servicio de una idea… Buena prueba de ello es esta «Carta a mi padre muerto», un libro insólito en nuestra literatura, tan pródiga en aldeanismos alicortos como en falsos clisés cosmopolitas.

A través de esta obra, Gironella rehace todo un pasado —su pasado— que es, también nuestra historia personal y colectiva más reciente. España y los españoles estamos en todas y cada una de las páginas del libro: la España de la preguerra, vista a través del prisma de la Gerona natal, en la que ya se adivinaban en alto las espadas fratricidas; la España cainita, que el autor asume porque sabe que nunca es posible ganar una guerra contra nuestros compatriotas; la España en la que estalló la paz, pero que no supo, tal vez, superar generosamente una dicotomía de siglos.

Y todo ello —al margen de cualquier sensiblería en la que tan fácil hubiese sido incurrir— mediante una oración dirigida a su padre muerto en la que no se sabe qué admirar más: si las claves que Gironella nos ofrece para entender su propia personalidad humana y su obra literaria, o su capacidad para dar vida a un ser extraordinario dentro de su aparente cotidianeidad, al que el autor se dirige, al término de su carta, con esta bellísima esperanza: Cuando te decidas a enviarme la carta que te pido, ponle un sello con el «retrato», con la «efigie» de ese Padre en virtud del cual el parentesco que a ti me une un día se modificará y tú y yo pasaremos a ser, exactamente, y por los siglos de los siglos, hermanos.

José María Gironella Carta a mi padre muerto ePub r10 Titivillus 12102017 - photo 3

José María Gironella

Carta a mi padre muerto

ePub r1.0

Titivillus 12.10.2017

TE ESCRIBO ESTA CARTA, padre, porque tengo la seguridad de que estás en los cielos, sitio ideal para leer lo que la mano de un hijo escribe con temblor. Por lo demás, siempre te gustaron mis cartas, sobre todo las que te mandaba desde muy lejos. Lo lejano era para ti un misterio, acaso porque apenas si pudiste viajar. Muchas veces hiciste planes para ir a verme a Helsinki, a Roma, a Zurich, pero no tenías dinero y entonces yo tampoco podía ayudarte. Permaneciste en tu caserón, en tu feudo familiar, recorriendo mentalmente el universo y escuchando en tu chatarroso Telefunken emisoras distantes. «¡Moscú! ¡Eso es Moscú…!». Gran perplejidad. O Montecarlo o la BBC o, más próximamente, Radio Andorra. A menudo te detenías en la música árabe. Las melopeas morunas te hacían tilín. Era evidente que zarandeaban algo que llevabas escondido muy adentro (inclinada la cabeza, con la diestra marcabas su ritmo). Me contaron que cuando las ondas empezaron a traerte mi voz, pegabas materialmente la oreja al aparato y pronto te quitabas las gafas para llorar con libertad.

Por descontado, esta carta no va a ser como las anteriores, como las demás. Ni siquiera llevará sello, como no sea el de mi alma. Tampoco te contaré en ella ninguna novedad, puesto que ahí donde ahora estás al parecer se edita un periódico, titulado Eternidad, en cuyas páginas de «Sucesos» se publica en letra pequeña todo lo que hacemos minuto a minuto quienes tenemos todavía envoltura corporal y permanecemos en esa bola azul que tú habitaste durante setenta y un años. De suerte que cuanto atañe a nuestros actos te es conocido. Lo que acaso se te escape, por lo menos en parte, es lo que atañe a esa cosa húmeda e incierta que nosotros denominamos sentimientos y que fueron, sin la menor duda, los causantes de tu muerte. De ahí que de modo primordial me disponga a hablarte de ellos. Para que sepas a qué atenerte. Para que la básica superioridad del palco que ocupas no te haga perder pie —lo que en tu caso resultaría paradójico e injusto—, como les ocurrió a ciertos patriarcas bíblicos, los cuales, borrachos de su propia gloria, acabaron por hablar de «pueblos» y por olvidarse de las personas.

Tales sentimientos, huelga decirlo, serán de gratitud. Eso es. Te escribo, padre, porque te estoy agradecido. Tuviste cinco hijos —te acordarás, supongo; yo fui el segundo—, y a todos nos legaste, aparte de la vida, una herencia impagable: tu ejemplo de integridad, de hombre cabal y humilde hasta el tuétano. Humildad que se te notaba especialmente cuando llevabas sombrero (por lo común preferías la gorra), que desbordaba tu cabeza, que parecía ensancharse, sobre todo por las alas, como queriendo huir de su significado social. Integridad a prueba de cualquier circunstancia, incluida la del negocio a que en principio te dedicaste y que se prestaba a todo tipo de componendas. Eras lo contrario del cuervo y del pavo real, pese a que con frecuencia cruzaba por tu mirada algo ornitológico. Tu emblema podría ser una mixtura de torturado olivo y de sauce llorón. Los sauces te gustaban porque no dan nunca la impresión de ambicionar el dominio del campo y sí la dan, en cambio, de meditar en silencio refranes alusivos al cansancio de las cosas.

A lo primero, te agradezco lo que indiqué: que me dieras la vida. Yo era una nada que aspiraba a ser. Necesitaba del mediador fecundante, y tal mediador fuiste tú. Me engendraste en 1917, sin importarte que la I Guerra Mundial estuviera en auge, y lo hiciste entre marzo y abril, supongo que con el alba, aprovechando que la naturaleza estaba a punto de lanzar al ruedo el principio activo Yan y en consecuencia los prodigios y quimeras de la más verde estación del año.

Luego te agradezco que me dieras por cuna una aldea y una aldea sita en esa comarca de vientos encontrados denominada Ampurdán. No me hubiera gustado brotar en el asfalto, como un semáforo impersonal y enano. Las ciudades aturden el espíritu, tienen guiños excesivos para un pedazo de carne blanda. En la aldea, Darnius, apta para aprender los límites, al parecer, y según tú mismo me contaste, padre, poco después de medianoche, el sereno anunció con voz potente al vecindario la buena nueva de mi nacimiento, noticia que corrió de colchón en colchón y de boca en boca, derritiendo un poco la nieve recién caída sobre los tejados y las calles.

¡Darnius! Aldea de la provincia de Gerona, de apenas mil habitantes, rodeada de corcho por todas partes —¡cuánto amabas, padre, tu oficio de taponero!—, un tanto distanciada del río, de clima seco y mucha sobriedad. Sólo de tarde en tarde las campanas notificaban a las mujeres que se vendía pescado en la plaza, o naranjas, o llegaba un manubrio ambulante o ese silbido del aire llamado afilador. En el escudo del pueblo hay un nido, y en ese nido sentí el calor de lo inmediato, impensable en las urbes actuales y más aún en las megalópolis programadas para el futuro.

Muchos de los recuerdos del pueblo vividos a tu lado, padre, se me han ido para siempre. ¿Por qué permitimos semejante fugacidad? Sin embargo, con sólo cerrar los ojos algunos acuden a mi memoria y eso me basta para hacerme feliz. Por ejemplo, que tú presenciaras el encendido de la primera bombilla, la irrupción de la electricidad. Fue un momento glorioso, que precisamente tuvo lugar poco después de un eclipse y que grandes y chicos coronaron con aplausos casi histéricos. En cierta ocasión me dijiste: «Fui yo, hijo, quien le dio al interruptor». Durante un tiempo creí aquello a pie juntillas y me sentía orgulloso; hasta que te arrepentiste de la mentira y, después de rascarte un tanto avergonzado la ceja derecha, me confesaste que tu protagonismo no existió; que, asomado a la ventana, fuiste un espectador del montón.

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