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José María Rosa - La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas

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José María Rosa La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas
  • Libro:
    La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1985
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La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas: resumen, descripción y anotación

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JOSÉ MARÍA ROSA conocido como Pepe Rosa Buenos Aires 20 de agosto de 1906 - photo 1

JOSÉ MARÍA ROSA (conocido como Pepe Rosa), (Buenos Aires; 20 de agosto de 1906 - 2 de julio de 1991 ), fue un abogado, juez, profesor universitario, historiador y diplomático argentino. Fundó la Revista Línea («la voz de los que no tienen voz») que se opuso a la dictadura militar de 1976-1983 . Fue uno de los historiadores más representativos del revisionismo histórico en ese país.

Entre sus obras acerca de la historia Argentina e Hispanoamericana más destacadas se encuentran: «Interpretación religiosa de la Historia» (1936); «Defensa y pérdida de nuestra independencia económica» (1943); «La misión García de 1815 ante Lord Strangford» (1951); «El cóndor ciego» (1952); «Nos los Representantes del Pueblo» (1955); «La caída de Rosas» (1958); «Del municipio indiano a la provincia argentina» (1958); «La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas» (1954); «Rivadavia y el imperialismo financiero» (1964) y «Historia Argentina» (1964-1980) en 13 volúmenes.

CAPÍTULO 1
FRANCISCO SOLANO LÓPEZ
¡El Presidente ha muerto! ¡Viva el Presidente!
(10 de setiembre de 1862)

Noche del 9 al 10 de setiembre de 1862. Son las tres de la mañana y las calles de Asunción están desiertas. Apenas algunos madrugadores saborean sus mates en los grandes patios andaluces perfumados de diamelas de las casonas coloniales.

Rompen el silencio tropical cinco cañonazos, que no por esperados resultan menos insólitos en la paz de siglos asuncena. Acaba de morir el Excelentísimo Señor Presidente de la República don Carlos Antonio López. Poco después las vecindades de la Plaza de Armas son un hormigueo de gentes para confirmar la noticia; la bandera tricolor a media asta y la puerta entornada abriéndose a un zaguán apenas iluminado de la casa del Presidente, eran sobradamente expresivas. Sacerdotes, militares (con banda de tafetán negro ceñida al uniforme), familiares, entran en silencio a la Residencia del jefe de Estado a confirmar el óbito de Don Carlos tras veinte años de tranquilo gobierno que hicieron la prosperidad de la patria guaraní.

No era popular ese abogado, improvisado político en los azarosos días de 1840; no era querido, pero tampoco era temido como el doctor Francia. Eso sí, respetado, porque procuró el bien de todos, mantuvo el orden y progresó extraordinariamente la República bajo su paternalismo un tanto caprichoso. Era un hombre de la tierra y procuró que Paraguay fuera de los paraguayos: ningún extranjero podía adquirir propiedades ni especular con el comercio exterior, lo que jamás le perdonaría el cónsul de Inglaterra, Mr. Henderson.

En la mañana del 10 las ceremonias empiezan con el funeral solemne en la vecina catedral, desde cuya cátedra sagrada el elocuente padre Maíz diría el elogio del presidente muerto. Tras el féretro cruza la plaza su hijo mayor, el brigadier general Francisco Solano, que por pliego de mortaja ha asumido la presidencia interina de la República: tiene 36 años y luce con soltura el uniforme de su grado. Todos están pendientes del nuevo Supremo, pues no se duda de que el Congreso lo confirmará en el cargo efectivo: tiene gran prestigio, en Paraguay y en América, como estudioso del arte militar y como diplomático. La Argentina le debe la paz del 11 de noviembre de 1859, el Estado Oriental los prudentes consejos dados al presidente Berro; solamente con el Imperio de Brasil no ha podido entenderse, ni cuando la expedición de Morgenstein al Hormiguero en 1849 a través de las Misiones argentinas, ni cuando las intrigas de Bellegarde para llevar al Paraguay a una alianza efectiva contra Rosas en 1851, ni en las más recientes ocurrencias de la misión de Paranhos al Paraná. Francisco Solano recela de las intenciones imperiales y se ha cruzado obstinadamente en los propósitos brasileños. Por lo bajo se ha dicho que el emperador había planeado casarlo con su hija menor para atraérselo a la órbita brasileña; quizá un paso para una segunda monarquía en América. Pero López II no pareció emocionarse con el matrimonio regio ni con la corona inducida desde San Cristóbal, e hizo imposible el matrimonio político al desembarcar en Río de Janeiro, de regreso de Europa, acompañado por Elisa Lynch, joven divorciada de veinte años que había unido su destino con el suyo. No fueron posibles en esas condiciones tan poco protocolares las majestuosas recepciones planeadas en su honor por la familia Braganza. Pues si Francisco Solano no podía casarse con Elisa Lynch no quería hacerlo con otra, por más que llegase envuelta en la púrpura imperial.

El nuevo presidente de los paraguayos tiene arrogante la figura, fuerte la prestancia, amable el gesto, imperativa la mirada. Ha nacido para jefe y desde niño ha sido preparado en la tarea a la manera de los Kronprinzen de las monarquías europeas. Pero López II cuenta con algo más valioso que una estirpe de muchos reyes: corre por sus venas la sangre impetuosa del pueblo guaraní, y su despierta inteligencia le ha permitido comprender y amar a los suyos que se lo retribuyen con exceso. «Toda una raza se encarnó en él, raza joven, artista y bravia», dice con exactitud Natalicio González. El destino le reservaba la gloria de mostrar al mundo la capacidad heroica del pueblo paraguayo; de vivir y morir como debe hacerlo un paraguayo.

Francisco Solano había meditado esa mañana en el destino de su raza y el inexplicable divorcio de los cachorros del león español. Tal vez uno de ellos, el que lucía arrogante en el escudo de la República, fuera el designado por el destino para reunir a la manada dispersa, pensaría el nuevo presidente, mientras el padre Maíz hacía el elogio del difunto hablando de paz, de orden, de trabajo, de la gran riqueza que los años venturosos trajeron sobre la tierra guaraní. Inmensos bienes, sin duda, pero ¿acaso en acumularlos y gozar de ellos estaba la razón de ser de Paraguay?

En el catafalco, al pie del altar, don Carlos yacía inmóvil en su vistoso uniforme de capitán general, con la banda de la Orden del Mérito cruzada sobre el pecho. Mucho había querido a su Paraguay preservándolo de complicaciones internacionales. No obstante su hábito guerrero, había sido hombre de paz: abogado y profesor de filosofía en el Seminario, hasta que los acontecimientos lo llevaron al sillón del Supremo. Había sido hombre de paz y sin embargo amaba las cosas de la guerra: los ejércitos adiestrados, los armamentos, las fortificaciones, los navios blindados. Formó el mejor ejército de América del Sud con 18 000 hombres sobre las armas y una reserva de 40 000 ; impulsó la fundición de Ibicuy, dirigida por el inglés Whitehead contratado en 1855, que fabricaba cañones y armas largas; la joven oficialidad seguía en Europa cursos de adiestramiento especializados. Había elegido para sus hijos la carrera de las armas: Francisco Solano era brigadier general, Venancio velaba por el orden desde el Comando de la Plaza y Angel Benigno estudiaba en la Academia Naval de Río de Janeiro.

Sin embargo don Carlos rehuyó las batallas. Preparó al Paraguay para hacerlas y enseñó a sus hijos a conducirlas, pero personalmente rechazaba la efusión de sangre. Era hombre de letras y no de espada, pese a su uniforme. Esa misma noche, antes de fallecer, había aconsejado a Francisco Solano que emplease sólo la pluma para resolver las querellas pendientes con Brasil.

Tal vez su hijo lo comparaba, mientras oía la elegía del padre Maíz, con Federico Guillermo, el Rey Sargento, forjador de la grandeza prusiana. También Federico había formado el ejército más poderoso de su tiempo sin emplearlo nunca. Pero sería el instrumento de su hijo Federico el Grande para asentar sobre bases firmes la unidad alemana. La historia tenía sus ecos extraños y sus repeticiones asombrosas. ¿No sería

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