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Jon Krakauer - Hacia rutas salvajes

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Jon Krakauer Hacia rutas salvajes
  • Libro:
    Hacia rutas salvajes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1996
  • Índice:
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Hacia rutas salvajes: resumen, descripción y anotación

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EL INTERIOR DE ALASKA (I)

27 de abril de 1992

¡Recuerdos desde Fairbanks! Esto es lo último que sabrás de mí, Wayne. Estoy aquí desde hace dos días. Viajar a dedo por el Territorio del Yukon ha sido difícil, pero al final he conseguido llegar.

Por favor, devuelve mi correo a los remitentes. Puede pasar mucho tiempo antes de que regrese al sur. Si esta aventura termina mal y nunca vuelves a tener noticias mías, quiero que sepas que te considero un gran hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.

ALEX

[Postal recibida por Wayne Westerberg en Carthage, Dakota del Sur.]

Jim Gallien se había alejado unos seis kilómetros de Fairbanks cuando divisó al autostopista junto a la carretera, de pie en la nieve y con el pulgar en alto, tiritando en el amanecer gris de Alaska. No daba la impresión de ser demasiado mayor; puede que 18 años, 19 como mucho. De la mochila sobresalía un rifle, pero su actitud parecía bastante amistosa; un autostopista con un Remington semiautomático no es algo que haga vacilar a un conductor del estado cuarenta y nueve. Gallien detuvo la camioneta en el arcén y le dijo al muchacho que subiera.

El autostopista arrojó la mochila a la plataforma trasera del Ford y se presentó como Alex.

—¿Alex…? —repitió Gallien intentando sonsacarle el apellido.

—Sólo Alex —respondió deliberadamente el joven, sin morder el anzuelo.

Medía cosa de metro setenta y su complexión era enjuta y nervuda. Aseguró que tenía 24 años y que era de Dakota del Sur. Le explicó que quería que lo llevaran hasta los lindes del Parque Nacional del Denali y que luego se internaría a pie por los bosques para «vivir durante unos meses de lo que encontrara en el monte».

Gallien era un electricista que se dirigía por la carretera de George Parks hacia Anchorage, 260 kilómetros más allá del parque del Denali, y Gallien le dijo a Alex que podía dejarlo donde él quisiera. La mochila del chico aparentaba pesar sólo unos 15 kilos, lo que sorprendió a Gallien, un consumado cazador y leñador, ya que era tan ligera que parecía improbable que pudiera pasar varios meses en el interior, sobre todo a comienzos de la primavera. «No llevaba consigo ni la cantidad de comida ni el equipo que se supone que debe llevar alguien para un viaje así», recuerda Gallien.

Salió el sol. Mientras bajaban desde las crestas arboladas que se recortan por encima del río Tanana, Alex contemplaba una vasta extensión de tremedal barrida por el viento que se prolongaba hacia el sur. Gallien se preguntaba si habría recogido a uno de esos chalados del estado cuarenta y ocho que viajan hacia el norte para vivir las enfermizas fantasías de Jack London. Desde hace mucho tiempo, Alaska ejerce una atracción magnética sobre los soñadores e inadaptados que creen que los enormes espacios inmaculados de la Ultima Frontera llenarán el vacío de su existencia. Sin embargo, la naturaleza es un lugar despiadado, al que le traen sin cuidado las esperanzas y anhelos de los viajeros.

«Los de fuera encuentran por casualidad la revista Alaska, la hojean y empiezan a pensar que estaría bien subir hasta aquí, vivir de lo que encuentren en el monte y apoderarse de su pequeño pedazo de paraíso… —hace constar Gallien arrastrando las palabras lenta y sonoramente—. Pero cuando llegan y se encuentran de verdad en medio de las montañas… ya sabe, es otra historia, no es como lo pintan las revistas. Los ríos son anchos y violentos. Los mosquitos te devoran y en la mayor parte de lugares casi no hay animales para cazar. La vida en el monte no tiene nada que ver con ir de picnic.»

El trayecto desde Fairbanks hasta las inmediaciones del parque del Denali duró dos horas. Cuanto más hablaban, más tenía Gallien la impresión de no encontrarse ante un chiflado. Era de trato agradable y parecía haber recibido una buena educación. El muchacho lo acribilló con preguntas inteligentes acerca de las especies de caza menor que existían en la región, las variedades comestibles de frutos silvestres; «cosas por el estilo», añade Gallien.

Aun así, Gallien se inquietó. Alex reconoció que todo el alimento que llevaba en la mochila era un saco de arroz de cinco kilos. Su ropa y su equipo parecían exiguos en grado sumo para las duras condiciones de las tierras interiores, que en abril seguían sepultadas bajo una gruesa capa de nieve invernal. Las baratas botas de excursionista que el chico calzaba no eran impermeables ni termoaislantes. Su rifle era sólo del calibre 22; no podía confiar en un calibre tan pequeño si pensaba cazar grandes animales como el caribú o el alce, que era lo que tendría que comer si esperaba quedarse una larga temporada en aquellas montañas agrestes. No llevaba hacha ni raquetas, brújula ni repelente para insectos. La única ayuda de que disponía para orientarse consistía en un maltrecho mapa de las carreteras del estado, que había gorreado en una gasolinera.

A unos 150 kilómetros de Fairbanks, la carretera empieza a subir por las estribaciones de la cordillera de Alaska. Cuando la camioneta traqueteó al atravesar un puente sobre el río Nenana, Alex posó la mirada en la rápida corriente y comentó que tenía miedo al agua.

—Hace un año estaba en México, iba en canoa por el océano y casi me ahogo a causa de una tormenta.

Poco después, Alex sacó su rudimentario mapa y señaló una línea roja discontinua que cruzaba la carretera en las cercanías del pueblo minero de Healy. Representaba una ruta conocida como la Senda de la Estampida, rara vez transitada, que ni siquiera está marcada en la mayor parte de mapas de carreteras de Alaska. No obstante, en el mapa de Alex la accidentada línea serpenteaba hacia el oeste desde la carretera de George Parks a lo largo de unos 75 kilómetros, antes de desvanecerse en medio de los inhóspitos parajes situados al norte del monte McKinley. Éste era el lugar hacía el que Alex se dirigía, según anunció a Gallien.

Gallien pensó que el proyecto de Alex era insensato e intentó disuadirlo repetidas veces: «Le conté que en aquella región era muy difícil cazar, que podían pasar días antes de que pudiera cobrar una pieza. Cuando vi que eso no servía, intenté atemorizarlo contándole historias de osos. Le dije que un rifle del 22 apenas haría un rasguño a un oso pardo, que todo lo que conseguiría sería volverlo loco de rabia. No pareció preocuparle demasiado y respondió que treparía a un árbol; así que le expliqué que los árboles de esa parte del estado no son muy altos, que un oso podía abatir uno de esos delgados abetos sin pretenderlo siquiera. Pero se mantuvo en sus trece. Tenía respuesta para cualquier problema que le planteara.»

Gallien se ofreció a llevarlo hasta Anchorage, comprarle algo de ropa y equipo, traerlo de vuelta y dejarlo donde quisiera.

—No. De todos modos, gracias —contestó Alex—. Lo que llevo será suficiente.

Gallien le preguntó si tenía licencia de caza.

—¡No, ni hablar! —contestó Alex con tono burlón—. Lo que como no es asunto del gobierno. ¡A la mierda con sus estúpidas reglas!

Cuando Gallien le preguntó si sus padres o algún amigo sabían lo que iba a hacer, si había alguien que pudiera dar la voz de alarma en caso de que tuviera algún problema y se retrasara, Alex respondió con tranquilidad que no, que nadie conocía sus planes y que, de hecho, hacía casi dos años que no hablaba con su familia.

—Estoy seguro de que no me tropezaré con nada que no pueda resolver a solas —afirmó Alex.

«No había manera de convencerlo de que no lo hiciera —recuerda Gallien—. Lo tenía todo muy claro. No atendía a razones. La única manera que se me ocurre de describirlo es que estaba ansioso. Se moría de ganas por llegar y emprender la marcha.»

Pasadas unas tres horas desde que había salido de Fairbanks, Gallien dobló a la izquierda y condujo su destartalada camioneta por un camino flanqueado de nieve apisonada. La Senda de la Estampida estaba bien nivelada durante los primeros kilómetros y pasaba junto a cabañas diseminadas por calveros cubiertos de maleza y bosquecillos de abetos y álamos temblones. Después del último refugio, un cobertizo más que una cabaña, el camino se deterioraba con rapidez. Iba difuminándose y estrechándose entre alisos hasta convertirse en una pista forestal abandonada y llena de baches.

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