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Peter Biskind - Moteros tranquilos, toros salvajes

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Peter Biskind Moteros tranquilos, toros salvajes
  • Libro:
    Moteros tranquilos, toros salvajes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1998
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El espectacular éxito de Easy Rider en 1969 una película de moteros de escaso - photo 1

El espectacular éxito de Easy Rider en 1969, una película de moteros de escaso presupuesto, marcó el inicio de una nueva era en Hollywood. Una generación de jóvenes directores, Scorsese, Coppola y Spielberg entre otros, comenzaron a filmar con actores aún poco conocidos, como Robert De Niro, Al Pacino y Jack Nicholson, y en pocos años se convirtieron en los nuevos y poderosos señores de Hollywood. Basado en cientos de entrevistas con los propios directores, pero también con productores, estrellas, agentes, guionistas, esposas y ex esposas, el libro de Peter Biskind narra día a día la epopeya de los jóvenes lobos de Hollywood, la génesis de sus películas y sus luchas contra el establishment. Es la crónica de Hollywood en los años setenta, la historia de la última gran edad de oro del cine americano, una celebración de la creatividad y la experimentación, pero también del sexo, las drogas y el rock and roll.

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Peter Biskind

Moteros tranquilos, toros salvajes

La generación que cambió Hollywood

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17ramsor04.03.14

AGRADECIMIENTOS

Hollywood es una ciudad de fabuladores. La gente que habita aquí se gana la vida creando ficciones, fábulas que se niegan sistemáticamente a quedarse limitadas a la pantalla y que se extienden a la vida cotidiana de los hombres y mujeres que se consideran protagonistas de la película de su propia vida. Aunque es posible que este libro cuente más de lo que los lectores quieran saber acerca del Hollywood de los años setenta, no me jacto de haber encontrado «la verdad». Al final del largo y sinuoso camino recorrido, vuelve a sorprenderme la fuerza de ese viejo dicho, aquel que dice que cuanto más sabemos, más sabemos lo que no sabemos. Lo cual es particularmente cierto en el caso de Hollywood, donde, a pesar de los cientos de páginas de notas y contratos que hoy acumulan polvo en los estantes de las bibliotecas universitarias, muy poco de lo que realmente importa queda consignado por escrito, de tal modo que un empeño de las características de este libro depende casi exclusivamente de la memoria, sobre todo por tratarse de una época que terminó hace veinte o treinta años. No sólo es distante el terreno que queremos pisar; la memoria de aquellos años ha quedado debilitada por el alcohol y las drogas.

En una ciudad donde figurar a cualquier precio en los títulos de crédito es una forma de arte, decir que la memoria es interesada es algo tan obvio como que el sol sale por el este y se pone por el oeste. Además, una memoria deficiente es un escudo que permite ir a trabajar por la mañana y protege a la gente contra comportamientos incalificables que allí se dan por descontados. En palabras del director Paul Schrader: «En este oficio, hay que tener una memoria selectiva. De lo contrario, es muy doloroso». Rashomon, de Kurosawa, sigue siendo una de las películas más verdaderas sobre el cine y sobre la gente que hace cine.

En este laberinto de espejos, afortunado es el cronista que no se pierde entre los infinitos reflejos. Por eso, pese a la profusión de detalles —extraños unos, escabrosos otros—, los lectores pueden estar seguros de que este libro no hace más que arañar la superficie. La escurridiza verdad es aún más extraña.

En Hollywood eran muchos, muchísimos, los que esperaban ansiosos que se contara la historia de la década de los setenta. Como ha dicho el productor Harry Gittes: «Quiero que mis hijos sepan lo que hice». Esos años fueron los mejores de la vida de muchos, años en los que hicieron sus mejores obras, y, por ello, todos fueron más que generosos a la hora de brindarme su tiempo y su apoyo, y se mostraron siempre dispuestos a hacer la llamada telefónica necesaria que allanaba el terreno para poder hacer más entrevistas. No necesito nombrarlos; cuando lean las páginas de mi libro, sabrán a quiénes me refiero. Mi gratitud para con todos ellos es infinita.

Además, quisiera agradecer la generosa ayuda que me brindó todo el personal de la revista Premiere, donde trabajé muy a gusto mientras investigaba y escribía este libro; gracias sobre todo a Susan Lyne, fundadora y jefa de redacción, que me dio toda la libertad que necesitaba, y también a Chris Connelly, que me descubrió la importancia del National Enquirer; a Corie Brown, Nancy Griffin, Cyndi Stivers, Rachel Abramowitz, Terri Minsky, Deborah Pines, Kristen O’Neil, Bruce Bibby, John Clark, Marc Malkin, Sean Smith, y al actual editor, Jim Meigs. Fueron muchos más los que me ayudaron con la investigación y la transcripción, y quiero dar las gracias especialmente a John Housley, Josh Rottenberg y Susanna Sonnenberg.

Michael Giltz comprobó a fondo todos los datos, y Natalie Goldstein reunió las fotografías. Sara Bershtel, Ron Yerxa, John Richardson, Howard Karren y Susan Lyne leyeron el largo manuscrito y me brindaron valiosos consejos en lo que atañe a su estructura y redacción, y en este aspecto quiero también dar las gracias a Lisa Chase y Susie Linfield. Fue George Hodgman quien hizo posible este libro, cuando estaba en Simón & Schuster; Alice Mayhew le dio su bendición, y Bob Bender, junto con su secretaria, Johanna Li, contribuyeron a que finalmente viera la luz. Kris Dahl, mi agente, me guio por el oscuro camino de la escritura y la edición.

Por último, quiero también dar las gracias a Elizabeth Hess, mi esposa, y a Kate, mi hija, por su paciencia y su apoyo.

Título original: Easy Riders, Raging Bulls

Peter Biskind, 1998

Traducción: Daniel Najmías

Diseño de portada: 17ramsor

Editor digital: 17ramsor

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Para Betsy y Kate INTRODUCCIÓN GOLPEANDO EN LA PUERTA DEL CIELO Algunos de - photo 3

Para Betsy y Kate

INTRODUCCIÓN: GOLPEANDO EN LA PUERTA DEL CIELO

Algunos de mis amigos decían que los setenta fueron la última Edad de Oro. Y yo les decía: «¿Cómo podéis afirmar eso?» Me contestaban: «Bueno, teníamos a todos esos grandes directores haciendo una película tras otra: Altman, Coppola, Spielberg, Lucas…»

MARTIN SCORSESE

9 de febrero de 1971, las seis y un minuto de la mañana. Unos coches desperdigados, los faros apenas visibles en la oscuridad que precede al amanecer, acababan de lanzarse a las autopistas mientras los primeros trabajadores de la periferia se tomaban, con cara de sueño, un café en vasos de Styrofoam y escuchaban las primeras noticias del día. Se esperaba una máxima de veintiún grados centígrados. El juicio de los Manson, ya visto para sentencia, aún despertaba el interés de la ciudad de Los Ángeles. De repente, la tierra empezó a temblar con violencia, un temblor que no se parecía en nada al de los terremotos anteriores, que, en comparación, habían sido un balanceo casi relajante. Este fue un abrupto levantarse del suelo que enseguida volvía a caer, aterrador en su intensidad y duración; además amenazaba con prolongarse eternamente. A muchos, ese temblor de 6,5 de intensidad les recordaba el Big One, el «grande». Las chicas de Manson dirían más tarde que el mismo Charlie lo había provocado, como castigo para los pecadores que lo atormentaban.

En Burbank, Martin Scorsese se vio obligado a saltar de la cama. Acababa de presentársele una gran oportunidad, un trabajo de montaje en Warner Bross., y había llegado de Nueva York pocas semanas antes. Marty se alojaba en el Toluca, un motel situado frente a los estudios. Estaba soñando con libros raros cuando oyó un ruido sordo; se imaginó que estaba en el metro. «Salté de la cama, miré por la ventana», recuerda. «Todo temblaba. Unos relámpagos parecían acuchillar el cielo…, pero eran los cables eléctricos de los postes de teléfono. Era espeluznante. Tengo que salir de aquí, pensé. Cuando terminé de ponerme las botas de vaquero, cogí el dinero y la llave de la habitación. Cuando llegué a la puerta, ya había terminado. Me fui al Copper Penny y, mientras tomaba un café, hubo una réplica importante. Me levanté dispuesto a salir corriendo pero un tipo me miró y me dijo: “¿Pero adónde vas a ir?” Yo le dije: “Tienes razón. No tengo salida”».

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