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William Finnegan - Años salvajes

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William Finnegan Años salvajes

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PREMIO PULITZER 2016 Años salvajes nos habla de una obsesión la de William - photo 1

PREMIO PULITZER 2016

Años salvajes nos habla de una obsesión, la de William Finnegan con el surf. Finnegan comenzó a hacer surf de pequeño en Hawái y California. En los años setenta, tras finalizar sus estudios universitarios, su pasión le llevó a dejarlo todo y emprender un viaje iniciático por Samoa, Indonesia, Fiyi, Java, Australia y Sudáfrica.

Este precario y singular viaje, por tierras cada vez más salvajes, y en el que varias veces estuvo al borde de la muerte, terminó llevándolo de vuelta a su país, donde se convertiría en un reconocido escritor y corresponsal de guerra. En Estados Unidos, pese a su nuevo trabajo, su pasión por las olas se mantiene intacta: continúa su búsqueda de la ola perfecta —la más grande, la más rápida, la más peligrosa— en San Francisco, la Costa Este o Madeira. Una búsqueda incesante que es, también, la del sentido de su existencia.

Galardonado con el premio Pulitzer 2016, Años salvajes es una fascinante historia de aventuras y una autobiografía literaria de primerísimo nivel. Es, además, y sin ningún género de dudas, el mejor libro sobre surf que se haya escrito nunca.

William Finnegan Años salvajes Mi vida y el surf ePub r12 Titivillus 050118 - photo 2

William Finnegan

Años salvajes

Mi vida y el surf

ePub r1.2

Titivillus 05.01.18

Título original: Barbarian Days: A Surfing Life

William Finnegan, 2015

Traducción: Eduardo Jordá

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Para Mollie William Finnegan Nueva York 1952 es escritor y periodista - photo 3

Para Mollie

William Finnegan Nueva York 1952 es escritor y periodista Staff writer de - photo 4

William Finnegan (Nueva York, 1952) es escritor y periodista. Staff writer de la revista The New Yorker desde 1987, ha escrito sobre temas tan diversos como el apartheid, la guerra de los Balcanes, política latinoamericana, la pobreza en EE. UU. o el surf. Sus artículos y reportajes han recibido diversos premios y distinciones. Es autor de cinco libros: Crossing the Line (1986), Dateline Soweto (1988), A Complicated War (1992), Cold New World: Growing Up in a Harder Country (1998) y Años salvajes (2015, galardonado con el Premio Pulitzer de biografía 2016).

[1] En español en el original. (N. del T.).

[2] Acróstico de Rothman’s, imposible de traducir respetando las iniciales que le dan su sentido original: «Right on, Tom, hold my ass, now shoot!». (N. del T.).

[3] Somos el ejército de la canción protesta, / todos nos preocupamos mucho, / todos odiamos la pobreza, la guerra, la injusticia, / cosa que no hacéis vosotros, cabezas cuadradas. (N. del T.).

[4] El juego de palabras es intraducible: «tight pussy» significa a la vez «gatita borracha» y «coño de primera». (N. del T.).

[5] En castellano en el original. (N. del T.).

Grajagan Java 1979 Mike Cordesius Uno Frente a Diamond Head Honolulu - photo 5
Grajagan Java 1979 Mike Cordesius Uno Frente a Diamond Head Honolulu - photo 6

Grajagan, Java, 1979.

Mike Cordesius Uno Frente a Diamond Head Honolulu 1966-1967 Nunca se me - photo 7

© Mike Cordesius

Uno. Frente a Diamond Head

Honolulu, 1966-1967

Nunca se me había ocurrido considerarme un niño mimado, pero la escuela secundaria de Kaimuki fue una sorpresa terrible para mí. Acabábamos de llegar a Honolulu, yo estaba en octavo grado y la mayoría de mis nuevos compañeros de clase eran «drogadictos, esnifadores de pegamento y matones», o eso le escribí a un amigo que se había quedado en Los Ángeles. No era verdad. Sí lo era que los haoles (los blancos: yo formaba parte de ellos) eran una minoría diminuta y muy poco popular en Kaimuki. Los «nativos», como yo los llamaba, parecían tenernos una manía especial. Y eso era lo preocupante, porque muchos de los hawaianos eran inquietantemente grandotes para ser chicos de secundaria, y encima corría el rumor de que les gustaba pelearse. Los «orientales» —vuelvo a usar mi propia terminología— eran el grupo étnico más numeroso en la escuela. En aquellos primeros días yo no era capaz de diferenciar a los japoneses de los chinos o los coreanos: para mí todos eran orientales. Tampoco sabía nada de la existencia de otras tribus importantes, como los filipinos, los samoanos o los portugueses, que no entraban en la categoría de haole, ni mucho menos de los chicos que tenían orígenes étnicos mestizos. Incluso es probable que llegase a pensar que era hawaiano el grandullón del taller de carpintería que desde el primer momento empezó a desarrollar un sádico interés en mí.

Llevaba unos lustrosos zapatos negros con la puntera afilada, pantalones pitillo y alegres camisas de flores. Un gran tupé de pelo muy rizado coronaba su cabeza y daba la impresión de haber estado afeitándose desde el mismo día en que nació. Casi nunca hablaba, y cuando lo hacía, usaba el pidgin local que yo no entendía. Era una especie de gánster juvenil que llevaba años repitiendo curso y que solo esperaba el momento de poder abandonar la escuela. Se llamaba Freitas —nunca llegué a saber su nombre de pila—, pero no parecía estar emparentado con el clan de los Freitas, una extensa familia que tenía muchos vástagos pendencieros y bravucones entre el alumnado de la escuela secundaria de Kaimuki. El Freitas de las punteras afiladas me estuvo estudiando sin ningún disimulo durante unos días, cosa que me fue poniendo cada vez más nervioso, y luego inició una serie de asaltos contra mi autocontrol, chocándose contra mi hombro, por ejemplo, cuando estaba concentrado cortando con la sierra mi caja de limpiabotas a medio terminar.

Yo estaba demasiado asustado para decir nada y él nunca me dirigía la palabra. Eso parecía formar parte de la diversión. Después adoptó un pasatiempo rudimentario pero ingenioso para entretenerse durante los largos periodos que pasábamos sentados en el aula donde dábamos las clases de carpintería. Se sentaba detrás de mí y, cada vez que el profesor se daba la vuelta, me golpeaba en la cabeza con un listón de madera. Bonk… bonk… bonk… Era un ritmo regular que siempre incluía una pausa lo bastante larga como para dejarme albergar la tenue esperanza de que no se repitieran los golpes. Yo no lograba entender que el profesor no oyera aquellos estruendosos golpes no autorizados. Eran lo suficientemente potentes como para llamar la atención de nuestros compañeros de clase, que parecían fascinados por el pequeño ritual de Freitas. Dentro de mi cabeza, por supuesto, los golpes sonaban como explosiones que me sacudían los huesos. Freitas usaba un listón muy largo —de casi un metro y medio— y procuraba no golpear demasiado fuerte, lo que le permitía regocijarse con unos golpes que no me dejaban señal alguna, y que propinaba desde una distancia incomprensible, casi meditabunda, que le procuraba, imagino, mucho más morbo a su actuación.

Me pregunto si mi reacción hubiera sido igual de pasiva que la de mis compañeros de haber elegido Freitas a algún otro alumno como objetivo. Probablemente sí. El profesor estaba absorto en su propio mundo, y su única preocupación eran las sierras de mesa. No hice nada por defenderme. Cuando acabé averiguando que Freitas no era hawaiano, debí de asumir que me merecía el acoso que sufría. Al fin y al cabo yo era flacucho,

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