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Sinopsis
El 24 de julio de 1984, Allen Lafferty, un mormón practicante, se encontró con una escena terrible: su mujer y su hija de quince meses habían sido brutalmente asesinadas. Allen no tenía ninguna duda de la identidad de los culpables: sus hermanos, Ron y Dan Lafferty, dos fanáticos convencidos de que su acto obedecía a un mandato divino.
Este clásico del true crime, escrito por uno de los maestros indiscutibles de la no ficción narrativa y que acaba de ser adaptada para la televisión, nos sitúa en un tiempo y unos personajes más propios del medievo que del corazón mismo de Estados Unidos. A la luz de la terrible historia de los fanáticos hermanos Lafferty y del relato del violento pasado del movimiento mormón, Krakauer ofrece un brillante y fascinante relato sobre las teocracias de la América profunda en los que la poligamia, el mesianismo y la violencia salvaje campan a sus anchas.
Si las historias que Krakauer narró en Mal de altura o Hacia rutas salvajes eran ejemplos de vidas llevadas a los límites más extremos de la aventura física, este libro es también un viaje hacia una interpretación muy extrema de la fe religiosa, así como un documento fundamental sobre uno de los aspectos más misteriosos de la naturaleza humana, el factor religioso y su interpretación.
Obedeceré a Dios
El crimen que puso la fe a prueba
Jon Krakauer
Traducción de José Manuel Álvarez Flórez
Para Linda
Creemos en la honradez, la moralidad y la pureza; pero cuando se promulgan leyes tiránicas que nos prohíben el libre ejercicio de nuestra religión, no podemos someternos. Dios es más grande que Estados Unidos, y si el Gobierno choca con el cielo, nos alinearemos bajo el estandarte del cielo y contra el Gobierno [...]. La poligamia es una institución divina. Ha sido transmitida directamente por Dios. Estados Unidos no puede abolirla. Ninguna nación de la Tierra puede impedirla, ni siquiera todas las naciones de la Tierra juntas [...]. No obedeceré a Estados Unidos. Obedeceré a Dios.
J OHN T AYLOR (4 de enero de 1880),
presidente, profeta, vidente y revelador,
Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días
Ningún país occidental está tan empapado de religión como el nuestro, en el que nueve de cada diez amamos a Dios y somos a cambio amados por él. Esta pasión mutua centra nuestra sociedad y exige alguna interpretación, si es que se quiere llegar a entender esta sociedad nuestra ávida de fatalismo.
H AROLD B LOOM,
La religión en los Estados Unidos
Prólogo
En el condado de Utah casi todo el mundo ha oído hablar de los hermanos Lafferty. Aunque es evidente que eso se debe sobre todo a los estremecedores asesinatos, ese apellido gozaba de una cierta prominencia en el condado antes incluso de que Brenda y Erica Lafferty fuesen asesinadas. Watson Lafferty, el patriarca del clan, era un quiropráctico que tenía un próspero consultorio en su propia casa del centro del barrio histórico de Provo. Él y su esposa Claudine tuvieron seis hijos y dos hijas, a quienes inculcaron una ética del trabajo excepcionalmente fuerte y una profunda devoción por la Iglesia mormona. Toda la familia era admirada por su laboriosidad y su probidad.
Allen (el más pequeño de los Lafferty, que tiene ahora cuarenta y tantos años) trabaja como soldador, oficio que lleva ejerciendo desde la adolescencia. En el verano de 1984 vivía con su esposa, de veinticuatro años, y su hijita en American Fork, una tranquila zona residencial de clase media blanca que se extiende junto a la autopista que va de Provo a Salt Lake City. Brenda, su esposa, fue en tiempos reina de la belleza, y toda la ciudad la conocía por el periodo en que fue presentadora de un programa de noticias del canal 11, que es la filial local del PBS. Aunque había abandonado su carrera en ciernes como presentadora para casarse con Allen y crear una familia, Brenda no había perdido la exuberancia que le había granjeado el cariño de los televidentes. Cordial y extravertida, causaba una profunda impresión.
El día 24 de julio de 1984 por la mañana, Allen abandonó su pequeño dúplex antes de que amaneciese y condujo 130 kilómetros por la interestatal para ir a trabajar a una obra situada al este de Ogdem. Durante el almuerzo llamó a Brenda, que charló un momento con él y luego puso al teléfono a su hijita Erica, de quince meses. Erica gorgoteó unas cuantas palabras de bebé. Luego Brenda explicó a su marido que todo iba bien y se despidió de él.
Allen llegó a casa aquella noche a las ocho, cansado de la larga jornada de trabajo. Subió hasta la puerta de entrada y se quedó sorprendido al ver que estaba cerrada con llave; ellos casi nunca cerraban las puertas con llave. Abrió con la suya. Luego, volvió a sorprenderse al ver el partido de béisbol parpadeando en la televisión de la sala. Ni a él ni a Brenda les gustaba el béisbol, nunca lo veían. Apagó la tele y el apartamento le pareció extrañamente silencioso, como si no hubiese nadie en casa. Allen pensó que Brenda habría salido a dar una vuelta con la niña. «Me volví para salir a ver si estaba con los vecinos —explicaría más tarde—, y vi que había sangre en un interruptor de la luz, junto a la puerta.» Luego encontró a Brenda en la cocina, tendida en el suelo en un charco de sangre.
Después de pronunciar su nombre sin obtener respuesta, se arrodilló a su lado y le puso una mano en el hombro. «La toqué —dijo— y el cuerpo estaba frío [...]. Tenía la cara manchada de sangre y había sangre por todas partes.» Allen cogió el teléfono de la cocina, que estaba en el suelo junto a Brenda, y marcó el 911 antes de darse cuenta de que el aparato no daba la señal. Habían arrancado el cable de la pared. Cuando se dirigió al dormitorio para llamar desde allí, miró en la habitación de la niña y vio a Erica en la cuna, en una posición extraña, inmóvil. Solo llevaba puesto un pañal, estaba empapado de sangre, lo mismo que las sábanas a su alrededor.
Allen corrió al dormitorio principal y descubrió que también allí habían inutilizado el teléfono, así que fue al apartamento de los vecinos, desde donde puedo llamar por fin y pedir ayuda. Describió la carnicería al 911; luego llamó a su madre.
Allen regresó a su apartamento a esperar que apareciera la policía. «Me acerqué a Brenda y recé —dijo—. Y entonces, cuando estaba allí, examiné un poco más la situación y me di cuenta de que había habido una fuerte lucha.» Se dio cuenta por primera vez en que no solo había sangre en la cocina: había manchas de sangre en las paredes del salón, en el suelo, en las puertas, en las cortinas. Estaba claro quién había sido el responsable. Se había dado cuenta de ello en el mismo momento en que había visto el cuerpo de Brenda en el suelo de la cocina.