Jaume Xiol - Descartes
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- Libro:Descartes
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
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Descartes: resumen, descripción y anotación
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«Pienso, luego existo» («cogito, ergo sum»), celebradas palabras que todos habremos escuchado o leído alguna vez, es la sentencia más conocida del filósofo francés por excelencia, Rene Descartes, y una de las más populares de la historia del pensamiento. Es preciso reconocer que en un primer momento tales palabras pueden parecer un tanto oscuras, cuando no directamente triviales, por obvias. «Pienso, existo», nos repetimos; muy bien, pero ¿qué más?, ¿dónde está el meollo?, ¿ocultan algún misterio accesible solo a los iniciados o son una solemne futilidad?
Este tipo de interrogantes no son privativos de Descartes; seguramente ocurra lo mismo con otros muchos filósofos de igual fama. Nuestra tradición nos los ha legado y se supone que es bueno que los podamos conocer, aunque sus palabras no sean del todo claras. Simplemente, nos decimos, forman parte del canon y así los hemos de considerar. Aunque la aceptación de tales afirmaciones porque sí, porque es lo que está prescrito, sea en cierto modo lo más antifilosófico que exista, es preciso comenzar por algún punto. No queda otro remedio. Esta es, pues, nuestra particular «petición de principio», la asunción de entrada, basándonos en la tradición, de lo que solo sería posible concluir al final y de modo racional: mostrar que Descartes es uno de los grandes del pensamiento filosófico. Quedará a juicio del lector considerar si el enunciado «pienso, soy» (o simplemente el cogito, como normalmente se le conoce) es un buen emblema de la filosofía cartesiana o no.
La tradición filosófica ha considerado a Descartes el «padre de la modernidad», título sin duda relevante y acaso algo pomposo, pero en todo caso, motivo más que suficiente para que le prestemos atención. En efecto, como señalan los manuales de historia de la filosofía, con él pereció la imagen del mundo creada en la Antigüedad, la que forjaron Platón y Aristóteles (y que el cristianismo medieval conservó y alimentó), y con él se alumbró un mundo nuevo —el nuestro— que surgió con el establecimiento de la ciencia moderna. Sí, la ciencia de carácter empírico-experimental que hoy todos conocemos. Estas son las coordenadas desde las que hemos de leer a Descartes.
Nuestro protagonista perteneció a la generación de filósofos que fundaron la nueva ciencia responsable de finiquitar el paradigma antiguo del saber. Una revolución en el conocimiento que tuvo hondísimas repercusiones culturales de las que actualmente apenas podemos hacernos una idea cabal. Descartes desempeñó un rol fundamental en este movimiento, no solo por su contribución como científico, en el sentido usual, sino también por su esfuerzo en proporcionar las bases filosóficas del nuevo saber, tanto en sus dimensiones metafísicas (qué es la realidad, cuáles son sus propiedades básicas) como en las epistemológicas (qué criterios definen la verdad, qué y cómo podemos conocer). Además de colaborar en la gestación del nuevo conocimiento, al igual que hicieron otros hombres de ciencia contemporáneos, Descartes determinó de manera explícita, a partir de un programa filosófico muy consciente, las nuevas ideas del ser y del conocimiento que iban imponiéndose. Semejante empresa fue lo que realmente elevó su obra por encima de las demás, lo que le otorgó una fama imperecedera y un lugar en la historia de la filosofía y la razón por la que hoy en día sigue valiendo la pena que nos ocupemos de él.
Ciertamente, con Descartes y la nueva interpretación de la realidad y del conocimiento que necesitaba la ciencia moderna, comenzó un nuevo camino en el mundo de las ideas, hasta el punto de representar una auténtica fractura con relación a toda la filosofía anterior. A partir de sus tesis y planteamientos, y también confrontándolos, todos los filósofos posteriores tuvieron que posicionarse. Se sucedieron las problemáticas y las discusiones, cuyas evoluciones dieron lugar a las distintas familias filosóficas con las que, convencionalmente, las historias del pensamiento han intentado ordenar su desbordante historia. En diálogo con su obra, prosiguiendo sus motivos fundamentales u oponiéndose a ellos, entraron en escena los otros filósofos que la tradición ha considerado como canónicos de la modernidad filosófica. Pascal (1623-1662), Malebranche (1638-1715), Spinoza (1632-1677) o Leibniz (1646-1716) en la Europa continental; Hobbes (1588-1679), Locke (1632-1704), Berkeley (1685-1753) y Hume (1711-1776) en el mundo anglosajón; ninguno de ellos ni de sus discusiones compartidas podrían entenderse sin remitir a Descartes y a los problemas por él planteados.
El alcance de todos estos cambios en la ontología (modo de entender el ser) o la epistemología (teoría del conocimiento) lo iremos viendo en este volumen, mientras exponemos sistemáticamente la filosofía de Descartes.
La vida de Descartes transcurre en un período de transición histórica en el que desaparecen paulatinamente los elementos definitorios del antiguo mundo medieval para ser reemplazados por el nuevo orden de la modernidad. Este largo y profundo proceso de cambio social, cultural, económico y político se caracterizaría, entre otras cosas, por la progresiva extensión de la racionalidad a los más diversos ámbitos de la vida. Tal fue la importancia del proceso, que hay quien incluso ha interpretado el pensamiento de Descartes en función del nuevo espíritu que lo definió. Desde esta perspectiva, su filosofía expresó el despertar cultural que en general supuso la modernidad, que llegó con el resurgimiento de las ciudades y la difusión del mundo burgués. Descartes representó —como pocos antes y después de él— la manifestación de la fuerza creciente de una racionalidad que empezaba a exigirse autónoma y libre de las servidumbres de la religión, o que quiso asegurarse por sus propios medios de aquello que heredó como saber de la tradición. El poder del sujeto y de su razón, en conformidad con el avance de la modernidad, es lo que habría enseñado Descartes, según esta interpretación.
En el plano político, la vida del filósofo coincide con la progresiva sustitución del antiguo particularismo feudal, que descansaba en una maraña de obligaciones personales, por el nuevo estado-nación, y que tiene en la Francia del siglo XVII precisamente una de sus más acabadas expresiones. Otro tanto sucede en el ámbito económico; la burguesía empieza a construir el mundo que hoy conocemos, centrado en las ciudades, con una economía mercantilizada y abierta al comercio regional e interregional, y unos modos de vida que giran cada vez más en torno al trabajo. Un mundo, en definitiva, donde la racionalidad económica propia de la nueva clase emergente sustituye los vínculos acostumbrados de la economía feudal, para acabar penetrando en todas las dimensiones de la existencia cotidiana.
Tanto o más importantes fueron los cambios que se produjeron en el ámbito de la cultura y las ideas. En 1517, el monje alemán Martín Lutero clavaba sus famosas 95 tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg, con las que se daba el pistoletazo de salida a la Reforma. Una nueva religiosidad que, además de fracturar la unidad del catolicismo e inaugurar un largo período de sangrientas guerras de religión, propugnaba la relación directa entre el fiel y Dios y las Escrituras, eliminando así la mediación y el recurso a la autoridad de la Iglesia.
A la difusión de las nuevas ideas religiosas, en particular, y del conocimiento, en general, contribuyó de forma decisiva la aparición de la imprenta de tipos móviles, inventada por Johannes Gutenberg a mediados del siglo XV; una herramienta revolucionaria que dio un enorme empuje a la difusión y el intercambio del conocimiento, al facilitar y abaratar los costes de reproducción de los manuscritos.
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