Antonio Damasio - El Error de Descartes
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- Libro:El Error de Descartes
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1994
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El Error de Descartes: resumen, descripción y anotación
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¿Cuál es el error de Descartes? Para Antonio Damasio, uno de los más prestigiosos investigadores en neurofisiología, el de separar el cuerpo de la mente, con su tesis de que pensar es igual a ser, cuando se trata justamente de lo contrario: en el principio fue el ser, posteriormente el pensar; somos, luego pensamos. Creer que las operaciones más refinadas de la mente están separadas de la estructura y del funcionamiento del organismo biológico es un error, porque el cerebro y el resto del cuerpo constituyen un organismo indisociable integrado por circuitos reguladores bioquímicos y neurales que se relacionan con el ambiente como un conjunto, y la actividad mental surge de esta interacción. Esta innovadora visión del hombre se desarrolla en un libro que es, a la vez, riguroso y accesible. Partiendo de casos reales y bien documentados, el autor nos lleva a comprender cómo se forman las imágenes que percibimos, cómo se depositan nuestros conocimientos, cómo opera la memoria, cómo actúan los mecanismos reguladores de nuestra vida, qué son las emociones y sentimientos y, en definitiva, nos proporciona los conocimientos esenciales sobre el funcionamiento del cerebro. Este libro que José Antonio Marina ha calificado de «relato intrigante» ofrece, en suma, la mejor síntesis disponible de los conocimientos neurológicos sobre un tema capital: la acción humana.
Antonio Damasio
ePub r1.3
Titivillus 18.08.17
Título original: Descartes’ Error
Antonio Damasio, 1994
Traducción: Pierre Jacomet
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para Hanna
ANTONIO DAMASIO (Lisboa, 1944). Doctor en Medicina por la Universidad de su ciudad natal (1974). Después de una estancia en el Aphasia Research Center de Boston, regresó al Departamento de Neurología del Hospital Universitario de Lisboa, donde años atrás había realizado la residencia. Es profesor distinguido y director del Departamento de Neurología de la Universidad de Iowa, donde ocupa la cátedra M. W. Van Allen, y profesor del Instituto Salk de La Jolla (California). Su trabajo se ha centrado en la investigación de problemas decisivos en la neurociencia básica de la mente y el comportamiento, y también sobre enfermedades como el Parkinson y el Alzheimer. Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2005.
Aunque no puedo asegurar qué fue lo que despertó mi interés por los soportes neurales de la razón, recuerdo cuando me convencí de que tradicionalmente su naturaleza se enfocaba mal. Desde niño había oído que las decisiones sensatas son el fruto de una mente serena, que emociones y razón no se mezclan mejor que el agua y el aceite. Crecí acostumbrado a pensar que los mecanismos racionales existían en una provincia mental separada, a la que no debían tener acceso las emociones, y cuando pensaba en el cerebro como parte de la mente, imaginaba sistemas neurales distintos para emoción y razón. Esa manera de concebir las relaciones entre razón y emociones, en términos mentales y neurales, estaba ampliamente difundida.
Pero ahora tenía ante mis ojos a un ser humano inteligente, el más calmado y menos emotivo que uno pueda imaginar, y sin embargo su razón práctica estaba tan disminuida que cometía —en las distintas circunstancias de la vida diaria— errores sucesivos, violaciones perpetuas de lo que se considera apropiado en la sociedad y ventajoso en el plano personal. Tuvo una mente por completo sana hasta que una dolencia neurológica estragó un sector específico de su cerebro y, de un día para otro, le provocó ese defecto profundo en su capacidad para tomar decisiones. Los dispositivos que habitualmente se consideran necesarios y suficientes para una conducta racional estaban intactos. Tenía amplios conocimientos, capacidad de atención, memoria; su lenguaje era impecable; su habilidad aritmética, buena; podía resolver lógicamente un problema abstracto. Sólo una característica significativa acompañaba a sus decisiones erradas: una marcada alteración de la habilidad para experimentar sentimientos. Como consecuencia de una lesión cerebral específica su razón estaba deteriorada, y sus sentimientos apagados; esa correlación me sugirió que sentir era un componente integral de la maquinaria racional. Dos décadas de trabajo clínico y experimental con una gran variedad de pacientes afectados por problemas neurológicos, me han permitido repetir esa observación infinidad de veces, y transformar esa pista en una hipótesis de trabajo .
Empecé a escribir este libro para proponer que la razón puede no ser tan pura como muchos suponemos (o deseamos); que emociones y sentimientos quizás no son para nada intrusos en el bastión racional: que acaso estén enmarañados en sus redes para mal y para bien. Las estrategias racionales del ser humano, maduradas a lo largo de la evolución (y plasmadas en el individuo), no se habrían desarrollado sin los mecanismos de regulación biológica, de los que son destacada expresión las emociones y los sentimientos. Además, aún después que la facultad de razonamiento llega a su madurez, pasados los años de desarrollo, es conjeturable que su pleno despliegue dependa significativamente de la capacidad de experimentar sentimientos.
No se puede negar que en ciertas circunstancias emociones y sentimientos puedan causar estragos en los procesos de razonamiento. Es lo que nos dice la sabiduría tradicional, y las investigaciones recientes del proceso racional normal también revelan el influjo potencialmente dañino de los sesgos emocionales. Así, resulta aún más sorprendente y novedoso que la ausencia de emoción y sentimiento sea igualmente perjudicial, pueda comprometer la racionalidad que nos hace distintivamente humanos, esa que nos deja optar por decisiones acordes con un sentido de futuro personal, convención social y principio moral.
Tampoco trato de decir que no seamos seres racionales, o que la influencia positiva de ciertos sentimientos decida en lugar nuestro. Sólo sugiero que ciertos aspectos del procesamiento de emociones y sentimientos son indispensables para la racionalidad. En su versión afirmativa, los sentimientos nos encaminan en la dirección adecuada, nos llevan a un lugar apropiado en un espacio decisorio en que podemos poner en acción, convenientemente, los instrumentos de la lógica. Enfrentamos la incertidumbre cada vez que tenemos que hacer un juicio moral, decidir el curso de una relación personal, elegir medios que impidan la miseria en la ancianidad, planear la vida que tenemos por delante. Emociones y sentimientos, junto con la encubierta maquinaria fisiológica subyacente, nos asisten en la amedrentadora tarea de predecir un futuro incierto y planear consecuentemente nuestros actos.
A partir del análisis de un célebre caso del siglo pasado, el de Phineas Gage, cuya conducta reveló por vez primera una conexión entre la racionalidad y un daño específico en el cerebro, examino las investigaciones más recientes en enfermos que en nuestro tiempo se ven afectados de manera similar y reviso los descubrimientos pertinentes de la investigación neuropsicológica en humanos y animales. Además, sugiero que la razón humana no depende de un centro único, sino de distintos sistemas cerebrales que operan en concierto, en múltiples planos de organización neuronal. Desde las capas corticales prefrontales hasta el hipotálamo y el tallo cerebral, diversos centros cerebrales, de «alto nivel» y de «bajo nivel», cooperan en la fábrica de la razón.
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