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Isaac Asimov - El cercano Oriente

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Isaac Asimov El cercano Oriente
  • Libro:
    El cercano Oriente
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1968
  • Índice:
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El cercano Oriente: resumen, descripción y anotación

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1. Los sumerios
Los primeros granjeros

Hace unos nueve mil años, comenzó a producirse un gran cambio en la humanidad.

Hasta entonces, y durante muchos miles de años, los hombres recolectaban frutos o cazaban animales para alimentarse, allí donde podían; perseguían animales salvajes y recogían frutas y bayas. Habían roído raíces y buscado nueces. Los hombres debían contentarse con sobrevivir, y los inviernos eran épocas de hambre.

Una franja de tierra no podía sustentar a muchas familias, y los seres humanos se dispersaban sobre la superficie del planeta. Hacia el 8000 a. C. tal vez no había más de ocho millones de seres humanos en total, tantos como los que tiene hoy la ciudad de Nueva York.

Más tarde, por un proceso gradual, los hombres aprendieron a almacenar alimentos para usarlos en el futuro. En vez de cazar animales y matarlos en el lugar, mantenían algunos vivos y los cuidaban. Los dejaban crecer y multiplicarse, y solamente mataban unos pocos de vez en cuando. De este modo, no sólo tenían carne, sino también leche o lana o huevos. Hasta podían hacer trabajar a algunos para ellos.

De igual manera, en vez de recolectar los alimentos vegetales, aprendieron a plantarlos y cuidarlos, para asegurarse de que dispondrían de ellos cuando los necesitaran. Además, podían plantar mucha mayor cantidad de plantas útiles que las que tenían probabilidad de encontrar en estado natural.

De cazadores y recolectores de alimentos, los grupos humanos se convirtieron en pastores y agricultores. Los que se dedicaron a la crianza de animales se hallaron con que debían estar en movimiento constantemente. Los animales tenían que ser alimentados, lo cual suponía que era menester buscar pastos verdes de tanto en tanto. Estos pastores tendieron a convertirse en «nómadas» (de una palabra griega que significa «pasto»).

La horticultura era más complicada. La siembra debía realizarse en el momento apropiado del año y de la manera correcta. Las plantas en crecimiento debían ser cuidadas; era menester quitar la maleza y mantener alejados a los animales merodeadores. Era un trabajo tedioso y agotador, sin la despreocupada comodidad y los escenarios cambiantes de que disfrutaban los nómadas. Debían trabajar en cooperación muchas personas y permanecer en el mismo lugar durante toda la estación del crecimiento, pues tenían que estar junto a las plantas inmóviles.

Los agricultores se agruparon y construyeron viviendas permanentes cerca de sus campos. Las viviendas se apiñaron, pues los agricultores debían estar cerca unos de otros para defenderse contra los animales salvajes y las incursiones de los nómadas. Así surgieron los poblados.

El cultivo de las plantas, o «agricultura», permitió que una franja de tierra sustentase más personas que las que podía sustentar cuando los hombres eran recolectores de alimentos, cazadores o hasta pastores. La cantidad de alimentos que podía acumularse no sólo bastaba para alimentar a los agricultores, sino que permitía el almacenamiento para el invierno. En verdad, pudo producirse tanto alimento que los agricultores y sus familias tenían más de lo que necesitaban para ellos. Alcanzaba para alimentar a personas que no eran agricultores pero proporcionaban a los agricultores cosas que ellos deseaban o necesitaban.

Algunas personas podían dedicarse a la alfarería o a fabricar herramientas o a hacer adornos de piedra o metal. Algunos podían ser sacerdotes; otros, soldados; y todos eran alimentados por el agricultor. Los poblados se convirtieron en ciudades, y la sociedad alcanzó una complejidad tal en esas ciudades que podemos hablar de «civilización». (Esta voz proviene de una palabra latina que significa «ciudad»).

La población empezó a aumentar. A medida que la agricultura se difundió, a medida que grupo tras grupo aprendió a cultivar la tierra, la población aumentó cada vez más y ha seguido aumentando desde entonces. En el 1800 d. C., había cien veces más gente sobre la Tierra que la que había antes de inventarse la agricultura.

Es difícil saber ahora dónde, exactamente, surgió la agricultura, en tiempos tan distantes, o cómo se efectuó exactamente el descubrimiento. Pero los arqueólogos están totalmente seguros de que la región donde se hizo el trascendental descubrimiento estaba en lo que ahora llamamos el Oriente Próximo, muy probablemente en la zona limítrofe de las modernas naciones de Irak e Irán.

En primer lugar, la cebada y el trigo crecían en estado silvestre en esa región, y éstas eran precisamente las plantas que mejor se prestaban al cultivo. Eran fáciles de cuidar y crecían tupidamente. Las espigas de cereal que producían podían ser molidas y convertidas en harina, que podía almacenarse durante meses sin que se echase a perder, para luego hacer con ella un sabroso y nutritivo pan. En el Irak Septentrional hay un lugar llamado Jarmo. Es un montículo bajo que, desde 1948, fue excavado cuidadosamente por el arqueólogo norteamericano Robert J. Braidwood. Halló los restos de un antiquísimo poblado, en el que se veían los cimientos de casas de delgadas paredes de barro apisonado y divididas en pequeñas habitaciones. Solamente puede haber albergado de 100 a 300 personas.

Allí se descubrieron indicios de una agricultura muy primitiva. En la más baja y primitiva de las capas, que data del 8000 a. C., se usaron herramientas de piedra para cortar el trigo y la cebada, y ollas de piedra para almacenar agua. Sólo en niveles superiores se halló una alfarería de barro cocido. (La alfarería representa un avance considerable, pues el barro es más común que la roca en muchas regiones y, ciertamente, es más fácil de trabajar). También había animales domesticados. Los primitivos granjeros de Jarmo tenían cabras, y también perros, quizá.

Jarmo está al borde de una cadena montañosa, donde el aire de la atmósfera se enfría y el vapor que contiene este aire se condensa en forma de lluvia. Los agricultores primitivos debían sembrar en zonas de lluvias seguras. Sólo de este modo podían obtener las ricas cosechas que necesitaban para alimentar a su población en crecimiento.

Los ríos dadores de vida

Pero en las estribaciones de las montañas, donde la lluvia es abundante, el suelo es poco profundo y no muy fértil. Al oeste y al sur de Jarmo había buenos terrenos, profundos y llanos, excelentes para la siembra; se trata de una región realmente fértil.

Esa ancha franja de buenas tierras se curvaba hacia el Norte y el Oeste desde lo que ahora llamamos el golfo Pérsico y llegaba hasta el Mediterráneo. Bordeaba el desierto de Arabia (demasiado seco, arenoso y rocoso para la agricultura), que estaba al sur, y formaba una inmensa media luna de 1.500 kilómetros de largo. Habitualmente se la llama «la Media Luna Fértil».

Lo que la Media Luna Fértil hubiera necesitado para convertirse en uno de los más ricos y populosos centros de civilización humana (lo que llegó a ser, con el tiempo) eran lluvias seguras, pero no las tenía en cantidad suficiente. La tierra era llana, y los vientos cálidos pasaban por encima de ella sin arrojar su carga de humedad hasta llegar a las montañas que la bordeaban por el Este. Las lluvias caían en invierno; los veranos eran secos.

Pero había agua en la tierra, si no del aire, al menos del suelo.

En las montañas situadas al norte de la Media Luna Fértil había abundantes nieves que eran una fuente infalible de agua que descendía por las montañas hasta las llanuras del Sur. En particular, esas corrientes se fundían en dos ríos que fluían a lo largo de más de 1.900 kilómetros hacia el Sur, hasta desembocar en el golfo Pérsico.

Conocemos esos ríos por los nombres que les dieron los griegos, miles de años después de la época de Jarmo. El río oriental es el Tigris, y el occidental, el Éufrates. La tierra comprendida entre los ríos era llamada «Entre-los-Ríos», pero en lengua griega, claro está, de modo que Entre-los-Ríos era Mesopotamia.

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