Isaac Asimov - Introducción a la ciencia - I. Ciencias Físicas
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- Libro:Introducción a la ciencia - I. Ciencias Físicas
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- Año:1984
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Introducción a la ciencia - I. Ciencias Físicas: resumen, descripción y anotación
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ISAAC ASIMOV (Petróvichi, República Socialista Federativa Soviética de Rusia, 2 de enero de 1920 – Nueva York, Estados Unidos, 6 de abril de 1992). Fue un escritor y bioquímico ruso, nacionalizado estadounidense, conocido por ser un exitoso y excepcionalmente prolífico autor de obras de ciencia ficción, historia y divulgación científica.
La obra de ficción más famosa de Asimov es la Saga de la Fundación, también conocida como Trilogía o Ciclo de Trántor, que forma parte de la serie del Imperio Galáctico y que más tarde combinó con su otra gran serie sobre los robots. También escribió obras de misterio y fantasía, así como una gran cantidad de textos de no ficción. En total, firmó más de 500 volúmenes y unas 9000 cartas o postales. Sus trabajos han sido publicados en 9 de las 10 categorías del Sistema Dewey de clasificación.
Asimov, junto con Robert A. Heinlein y Arthur C. Clarke, fue considerado en vida como uno de los «tres grandes» escritores de ciencia ficción.
Casi en su principio fue la curiosidad.
Curiosidad, el abrumador deseo de saber, algo que no es característico de la materia muerta. Ni tampoco parece formar parte de algunas formas de organismos vivientes, que, por toda clase de razones, podemos escasamente decidirnos a considerar vivas.
Un árbol no despliega curiosidad acerca de su medio ambiente en cualquier forma que podamos reconocer, ni tampoco lo hace una esponja o una ostra. El viento, la lluvia, las corrientes oceánicas le brindan lo que es necesario, y a partir de esto toman lo que pueden. Si la posibilidad de los acontecimientos es tal que les aporta fuego, veneno, depredadores o parásitos, mueren tan estoica y tan poco demostrativamente como han vivido.
Sin embargo, ya muy pronto en el esquema de la vida algunos organismos desarrollaron un movimiento independiente. Significó un tremendo avance en su control del entorno. Un organismo que se mueve ya no tiene que aguardar con estólida rigidez a que la comida vaya a su encuentro, sino que va tras los alimentos.
De este modo, entró en el mundo la aventura…, y la curiosidad. El individuo que titubeó en la caza competitiva por los alimentos, que fue abiertamente conservador en su investigación, se murió de hambre. Desde el principio, la curiosidad referente al medio ambiente fue reforzada por el premio de la supervivencia.
El paramecio unicelular, que se mueve de forma investigadora, no poseía voliciones y deseos conscientes, en el sentido en que nosotros los tenemos, pero constituyó un impulso, incluso uno «simplemente» fisicoquímico, que tuvo como consecuencia que se comportara como si investigase su medio ambiente en busca de comida o de seguridad, o bien ambas cosas. Y este «acto de seguridad» es el que más fácilmente reconocemos como inseparable de la clase de vida más afín a la nuestra.
A medida que los organismos se fueron haciendo más complicados, sus órganos sensoriales se multiplicaron y se convirtieron a un tiempo en más complejos y en más delicados. Más mensajes de una mayor variedad se recibieron de y acerca del medio ambiente externo. Al mismo tiempo, se desarrolló (no podemos decir si como causa o efecto) una creciente complejidad del sistema nervioso, ese instrumento viviente que interpreta y almacena los datos recogidos por los órganos sensoriales.
Y con esto llegamos al punto en que la capacidad para recibir, almacenar e interpretar los mensajes del mundo externo puede rebasar la pura necesidad. Un organismo puede haber saciado momentáneamente su hambre y no tener tampoco, por el momento, ningún peligro a la vista. ¿Qué hace entonces?
Tal vez dejarse caer en una especie de sopor, como la ostra. Sin embargo, al menos los organismos superiores, siguen mostrando un claro instinto para explorar el medio ambiente. Estéril curiosidad, podríamos decir. No obstante, aunque podamos burlarnos de ella, también juzgamos la inteligencia en función de esta cualidad. El perro, en sus momentos de ocio, olfatea acá y allá, elevando sus orejas al captar sonidos que nosotros no somos capaces de percibir; y precisamente por esto es por lo que lo consideramos más inteligente que el gato, el cual, en las mismas circunstancias, se entrega a su aseo, o bien se relaja, se estira a su talante y dormita. Cuanto más evolucionado es el cerebro, mayor es el impulso a explorar, mayor la «curiosidad excedente». El mono es sinónimo de curiosidad. El pequeño e inquieto cerebro de este animal debe interesarse, y se interesa en realidad, por cualquier cosa que caiga en sus manos. En este sentido, como en muchos otros, el hombre no es más que un supermono.
El cerebro humano es la más estupenda masa de materia organizada del Universo conocido, y su capacidad de recibir, organizar y almacenar datos supera ampliamente los requerimientos ordinarios de la vida. Se ha calculado que, durante el transcurso de su existencia, un ser humano puede llegar a recibir más de cien millones de datos de información. Algunos creen que este total es mucho más elevado aún.
Precisamente este exceso de capacidad es causa de que nos ataque una enfermedad sumamente dolorosa: el aburrimiento. Un ser humano colocado en una situación en la que tiene oportunidad de utilizar su cerebro sólo para una mínima supervivencia, experimentará gradualmente una diversidad de síntomas desagradables, y puede llegar incluso hasta una grave desorganización mental.
Por tanto, lo que realmente importa es que el ser humano sienta una intensa y dominante curiosidad. Si carece de la oportunidad de satisfacerla en formas inmediatamente útiles para él, lo hará por otros conductos, incluso en formas censurables, para las cuales reservamos admoniciones tales como: «La curiosidad mató el gato», o «Métase usted en sus asuntos».
La abrumadora fuerza de la curiosidad, incluso con el dolor como castigo, viene reflejada en los mitos y leyendas. Entre los griegos corría la fábula de Pandora y su caja. Pandora, la primera mujer, había recibido una caja, que tenía prohibido abrir. Naturalmente, se apresuró a abrirla, y entonces vio en ella toda clase de espíritus de la enfermedad, el hambre, el odio y otros obsequios del Maligno, los cuales, al escapar, asolaron el mundo desde entonces.
En la historia bíblica de la tentación de Eva, no cabe duda de que la serpiente tuvo la tarea más fácil del mundo. En realidad podía haberse ahorrado sus palabras tentadoras: la curiosidad de Eva la habría conducido a probar el fruto prohibido, incluso sin tentación alguna. Si deseáramos interpretar alegóricamente este pasaje de la Biblia, podríamos representar a Eva de pie bajo el árbol, con el fruto prohibido en la mano, y la serpiente enrollada en torno a la rama podría llevar este letrero: «Curiosidad». Aunque la curiosidad, como cualquier otro impulso humano, ha sido utilizada de forma innoble —la invasión en la vida privada, que ha dado a la palabra su absorbente y peyorativo sentido—, sigue siendo una de las más nobles propiedades de la mente humana. En su definición más simple y pura es «el deseo de conocer».
Este deseo encuentra su primera expresión en respuestas a las necesidades prácticas de la vida humana: cómo plantar y cultivar mejor las cosechas; cómo fabricar mejores arcos y flechas; cómo tejer mejor el vestido, o sea, las «Artes Aplicadas». Pero ¿qué ocurre una vez dominadas estas tareas, comparativamente limitadas, o satisfechas las necesidades prácticas? Inevitablemente, el deseo de conocer impulsa a realizar actividades menos limitadas y más complejas.
Parece evidente que las «Bellas Artes» (destinadas sólo a satisfacer unas necesidades de tipo espiritual) nacieron en la agonía del aburrimiento. Si nos lo proponemos, tal vez podamos hallar fácilmente unos usos más pragmáticos y más nuevas excusas para las Bellas Artes. Las pinturas y estatuillas fueron utilizadas, por ejemplo, como amuletos de fertilidad y como símbolos religiosos. Pero no se puede evitar la sospecha de que primero existieron estos objetos, y de que luego se les dio esta aplicación.
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