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Isaac Asimov - La receta del tiranosaurio III

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Isaac Asimov La receta del tiranosaurio III
  • Libro:
    La receta del tiranosaurio III
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1992
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La receta del tiranosaurio III: resumen, descripción y anotación

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La revolución de un hombre

Si Albert Einstein hubiera estado vivo el 14 de marzo de 1979, hubiera estado celebrando su centésimo cumpleaños. También hubiera estado observando un mundo de la ciencia que había revolucionado gracias a su trabajo.

Nació en Alemania, en 1879, y en sus años de formación no hubo ninguna señal de que iba a ser una revolución intelectual provocada por un sólo hombre. En sus primeros años no mostró ninguna promesa en particular. De hecho, tardó tanto en aprender a hablar que había cierto sentimiento de que podría ser retrasado. En la preparatoria fue tan malo para el griego y latín que un maestro lo invitó a que abandonara el plantel diciéndole: «Einstein, nunca podrás hacer nada».

Consiguió ingresar a una universidad suiza… con mucha dificultad. Logró graduarse… también con mucha dificultad. No podía encontrar trabajo como maestro hasta que, en 1901 y gracias a la influencia del padre de un amigo, logró obtener un puesto de funcionario menor en la Oficina de Patentes en Berna, Suiza.

Ahí comenzó su trabajo para el que, afortunadamente, sólo necesitaba lápiz, papel y su profunda comprensión de las matemáticas.

En 1905, cuando tenía 26 años, irrumpió en la conciencia del mundo científico con importantes documentos sobre tres temas diferentes.

Una de las disertaciones trataba del efecto fotoeléctrico, por medio del cual la luz que cae sobre ciertos metales estimula la emisión de electrones. En 1902 se había descubierto que la energía de los electrones emitidos no dependía de la intensidad de la luz. Una luz brillante de cierto tipo particular podía causar la emisión de números mayores de electrones que una luz de menor intensidad del mismo tipo, pero no de otras más energéticas. Fue el asombro de los físicos de la época.

Einstein aplicó el problema de la teoría de los cuantos que cinco años antes había elaborado Max Planck. Para explicar la forma en que las radiaciones eran despedidas por cuerpos a temperaturas diferentes. Planck había postulado que la energía salía en porciones discontinuas que él llamó «cuántos». Mientras mayor sea la frecuencia de la luz (y menor su longitud de onda), mayor energía había en los cuantos.

Generalmente, en la época la teoría de los cuantos no persuadía a nadie ya que Planck parecía estar tan sólo jugando con los números para realizar un trabajo de ecuaciones. El mismo Planck dudaba que los cuantos existieran en la realidad, hasta que Einstein valoró al concepto.

Einstein mostró que se necesitaba un cuanto con cierta cantidad de energía para expulsar un electrón de un metal dado. Por lo tanto, la luz con una frecuencia superior a cierto valor expulsaría electrones, y la luz con una frecuencia menor a ese valor no. Mientras mayor sea la frecuencia de la luz y los cuantos, más energía tendrán los electrones expulsados.

Tan pronto como se descubrió que la teoría de los cuantos funcionaba en una dirección absolutamente inesperada, los científicos tuvieron que aceptarla. La teoría de los cuantos revolucionó todos los aspectos de la física y la química. Su aceptación indica el límite entre la «física clásica» y la «física moderna»; Einstein tuvo —por lo menos— tanto que ver como Planck en el establecimiento de este límite.

Por la hazaña, finalmente Einstein recibió el Premio Nobel de Física en 1921. Aún así, el efecto fotoeléctrico no fue la dirección en la que Einstein consiguió sus mayores efectos.

En una segunda disertación en 1905, Einstein elaboró un análisis matemático del movimiento browniano, observado por primera vez tres cuartos de siglo antes. Entonces se había descubierto que objetos muy pequeños suspendidos en el agua, como granos de polen o partes de tinte, zangolotean por todas partes sin razón conocida.

Einstein sugirió que las moléculas de agua hacían movimientos al azar, y que momento a momento unas cuantas moléculas más golpeaban al pequeño objeto desde una sola dirección que desde otra. Por lo tanto, el objeto suspendido primero era conducido en una dirección y después en otra. Einstein calculó una ecuación que gobernaba tal movimiento en la que, entre otras cosas, figuraba el tamaño de las moléculas de agua.

En esa época, átomos y moléculas habían sido parte del pensamiento químico tan sólo durante un siglo, pero no había ninguna prueba directa de que tales cosas existieran. Respecto a todo lo que cualquier químico pudiera decir, era tan sólo invenciones convenientes que facilitaban la comprensión de las reacciones químicas… y nada más. Algunos científicos, como F. W. Ostwald, insistieron en considerar a los átomos como invenciones y trató de interpretar a la química sin ellos.

Sin embargo, una vez que se publicó la ecuación de Einstein, ofreció una oportunidad de tomar una medida directa de las propiedades atómicas. Si se determinaban todos los valores de una ecuación, a excepción del tamaño de la molécula de agua, entonces podría calcularse este último.

Fue lo que hizo J. B. Perrin en 1913. Calculó el tamaño de la molécula de agua. A partir de este cálculo se llegó a conocer el tamaño de los átomos. Ostwald abandonó sus objeciones y, por primera vez, universalmente se reconoció a los átomos como objetos reales cuya existencia no debería aceptarse nada más por medio de la fe.

Al haber establecido tanto los cuantos como los átomos, Einstein muy bien podía haber considerado que ya había hecho su labor, pero todavía estaban por llegar sus más grandes logros.

Todavía en 1905, Einstein publicó un trabajo que estableció un nuevo enfoque del universo, enfoque que reemplazó al viejo punto de vista de Isaac Newton, que había reinado durante dos siglos y cuarto.

Según el viejo enfoque newtoniano, las velocidades eran estrictamente aditivas. Si usted se encuentra en un tren que se desplaza a 20 kilómetros por hora en relación al suelo y, de pie sobre su techo, lanza una pelota hacia donde se desplaza el tren, con la pelota viajando a veinte kilómetros por hora relativas al tren, entonces la pelota viajaba a veinte más veinte, o cuarenta kilómetros por hora en relación al suelo. Se creía que este enfoque era tan cierto y exacto como el hecho de que veinte manzanas más veinte manzanas suman cuarenta manzanas.

Einstein comenzó con la suposición de que la velocidad medida de la luz siempre es constante, sin considerar ningún movimiento de su origen relativo a la medida individual de la luz.

Por lo tanto, la luz que proviniera de una linterna sobre un tren estacionado se movería hacia adelante a una velocidad de 300 000 kilómetros por segundo en relación al suelo. Si la linterna estuviera en un tren que se desplaza al frente a una velocidad promedio de veinte kilómetros por hora, la luz de dicha linterna todavía viajaría a 300 000 kilómetros por segundo en relación al suelo. Si la linterna estuviera en un tren que se desplazara a 100 000 kilómetros por segundo, la luz de la linterna viajaría hacia el frente a 300 000 kilómetros por segundo en relación al suelo.

Parece que esta afirmación va en contra del sentido común, pero lo que llamamos «sentido común» se basa en nuestra experiencia con velocidades bastante menores a la de la luz, en donde las velocidades son, así es, aditivas… o casi. Einstein, al comenzar con su suposición, calculó una fórmula para añadir velocidades que mostró que hasta a velocidades ordinarias la suma no era precisamente aritmética, y que veinte más veinte no eran exactamente cuarenta.

Mientras mayores eran las velocidades, menos se ajustaban a sencillas sumas matemáticas hasta que, a la velocidad de la luz, ya no había ninguna suma.

A esta suposición siguió todo tipo de consecuencias peculiares. Resultó que nada que tuviera una masa podría desplazarse más rápido que la velocidad de la luz en el vacío. Resultó que la longitud en la dirección del movimiento disminuía con la velocidad, que la masa aumentaba, que la rapidez del tiempo disminuía. También resultó que la luz no necesariamente era una vibración de una sustancia misteriosa llamada «éter». A diferencia, la luz podía viajar a través del vacío en la forma de partículas discontinuas o cuantos, que comenzaron a llamarse «fotones».

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