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H. D. F. Kitto - Los griegos

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H. D. F. Kitto Los griegos
  • Libro:
    Los griegos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1951
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Cada cultura cada pueblo cada época y ello en términos tan perentorios que - photo 1

Cada cultura, cada pueblo, cada época, y ello en términos tan perentorios que cabria añadir, cada decenio, necesita expresar en alguna obra importante, extensa o condensada, su particular concepto de lo que ha dado en llamarse «el milagro griego».

Este libro resume los grandes rasgos de la personalidad y el carácter de ese pueblo maravilloso. Sabiamente breve, ofrece la doble virtud de reflejar el espíritu claro y sutil de un distinguido helenista y, al propio tiempo, la madurez que la Inglaterra de hoy ha alcanzado en el campo de los estudios clásicos.

H D F Kitto Los griegos ePub r13 RobCole 06062018 Título original The - photo 2

H. D. F. Kitto

Los griegos

ePub r1.3

Rob_Cole 06.06.2018

Título original: The Greeks

H. D. F. Kitto, 1951

Traducción: Delfín Leocadio Garasa

Editor digital: Rob_Cole

Primer editor: Dermus (r1.0 a 1.2)

ePub base r1.2

Capítulo II LA FORMACIÓN DEL PUEBLO GRIEGO Jenofonte cuenta una historia - photo 3

Capítulo II LA FORMACIÓN DEL PUEBLO GRIEGO Jenofonte cuenta una historia - photo 4

Capítulo II

LA FORMACIÓN DEL PUEBLO GRIEGO

Jenofonte cuenta una historia imperecedera que, precisamente por tener ese carácter, puede volver a contarse aquí. Se refiere a un incidente en la expedición de los Diez Mil a través de las terribles montañas de Armenia rumbo al Mar Negro. Estos hombres eran soldados mercenarios reclutados por Ciro el Joven para que lo ayudasen a echar a su hermanastro del trono de Persia. Ciro no les había dicho tal cosa, pues sabía muy bien que ningún ejército griego marcharía voluntariamente hacia un punto distante tres meses del mar. Sin embargo, con engaños y halagos consiguió llevarlos a la Mesopotamia. Los disciplinados y aguerridos griegos derrotaron fácilmente al ejército persa, pero Ciro fue muerto. Sobrevino entonces para todos una situación apremiante. De pronto los persas se encontraron en posesión de un ejército experimentado con el que nada podían hacer y los griegos se hallaban a tres meses de marcha de su hogar, sin conductor, sin paga y sin propósito, como un cuerpo no oficial, internacional, que no debía obediencia a nadie fuera de sí mismo. Bien pudo esta fuerza convertirse en un instrumento de locura y de muerte, impulsada por la desesperación; ya degenerar en bandas de ladrones, hasta verse aniquilada o también pudo incorporarse al ejército y al imperio persas.

Ninguna de estas presunciones se cumplió. Los expedicionarios deseaban regresar a sus hogares, mas no a través del Asia Menor, que a pesar de ser conocida ya no era una ruta conveniente. Resolvieron irrumpir hacia el norte, con la esperanza de alcanzar el Mar Negro. Eligieron general al propio Jenofonte, un caballero ateniense que resultó tanto presidente de la junta de gobierno como comandante de las fuerzas, pues el plan de acción se decidía en común acuerdo. Gracias a la autodisciplina que los turbulentos griegos solían a veces mostrar, lograron mantenerse unidos, semana tras semana, y prosiguieron su camino a través de aquellas montañas desconocidas, haciendo buenas migas con los naturales cuando podían y luchando con ellos cuando fallaban sus procedimientos conciliatorios.

Algunos perecieron, pero no muchos; pese a todo sobrevivieron como fuerza organizada. Un día, según leemos en la Anábasis de Jenofonte —un relato totalmente despojado de la tonalidad heroica—, éste se hallaba al frente de la retaguardia mientras las tropas de exploración trepaban hacia la cima de un desfiladero. Cuando los exploradores llegaron a la cumbre, empezaron de pronto a dar voces y a hacer gestos a los que venían detrás. Éstos se apresuraron, pensando que tenían ante sí alguna otra tribu hostil. Al llegar, a su vez, a la colina, empezaron también a gritar y lo mismo hicieron después las sucesivas compañías: todos gritaban y señalaban animadamente hacia el norte. Hasta que por fin la ansiosa retaguardia pudo oír lo que todos decían: «¡Thálassa!, ¡thálassa!». La prolongada pesadilla había terminado, pues thálassa significa en griego el «mar». A la distancia se divisaba el cabrilleo del agua salada y donde hubiese agua salada, el griego era comprendido. El camino al hogar se hallaba expedito. Como expresó uno de los Diez Mil: «Podemos terminar nuestro viaje como Odiseo, reposando sobre nuestras espaldas».

Refiero este relato, en parte por seguir el excelente principio de Heródoto según el cual una buena historia nunca está de más para el lector juicioso, en parte a causa de un hecho sorprendente: que esta palabra thálassa, «agua salada», tan eminentemente griega al parecer, no es en absoluto una palabra de este origen. Para ser más precisos: el griego es un miembro de la familia de las lenguas indoeuropeas, junto con el latín, el sánscrito y las lenguas célticas y germánicas. Estas lenguas fueron llevadas por migraciones desde algún lugar de Europa central hacia el sudeste, hacia Persia y la India, de suerte que el raj indio es pariente del rex latino y del roi francés; hacia el sur, a las penínsulas balcánicas e itálica, y hacia el oeste hasta Irlanda. Sin embargo, la voz empleada para designar una cosa tan griega como el mar no es indoeuropea. ¿Dónde la encontraron los helenos?

Un cuadro similar al de Jenofonte puede explicar el hecho, aunque la autoridad más primitiva para esta historia es el mencionado escritor. Unos diez o quizás quince siglos antes de la expedición de los Diez Mil, cierta partida de hombres que hablaban griego emprendía su camino rumbo al sur, más allá de los montes balcánicos, más allá del Struma o del valle del Vardar, en procura de una morada más confortable. De pronto divisaron frente a ellos una inmensa cantidad de agua. Nunca ellos ni sus antepasados habían visto tanta agua. Asombrados, se las arreglaron para preguntar a los naturales qué era eso. Los nativos, más bien confundidos, dijeron: «Bueno, thálassa por cierto». Así fue como quedó thálassa, después que perecieron casi todas las palabras de aquella lengua.

Sería demasiado imprudente basar sobre una sola palabra cualquier teoría sobre los orígenes de un pueblo. Los vocablos extranjeros son adoptados y pueden desalojar fácilmente a los nativos. Pero si esta civilización fuese heredera directa de otras dos anteriores, existen entonces muchos rasgos en la madura cultura griega del siglo V y los siguientes (antes de Cristo) que podrían explicarse muy fácilmente. Y no faltan indicios de que así es en realidad.

Examinemos otros pocos vocablos. Hay en griego dos clases de palabras que no reconocen ese origen: las terminadas (como thálassa) en -assos o -essos, por lo general nombre de lugar —Halicarnaso, donde nació Heródoto, es un ejemplo— y las terminadas en -inthos, tales como hyákinthos, Kórinthos, labýrinthos, todas conocidas por nosotros. ¿Son importaciones extranjeras? ¿Fue Corinto en su origen una colonia extranjera? Es posible. Pero hay algo aún más sorprendente que Corinto: «Atenas» no es un nombre griego y tampoco la diosa Atenea. El sentimiento se rebela contra la idea de que Atenas deba su nombre a extranjeros considerados intrusos entre los griegos. La tradición también, pues los atenienses eran uno de los dos pueblos griegos que pretendían ser autókhthones, o «nacidos en la región». El otro pueblo eran los arcadios, los cuales se habían establecido en Arcadia antes del nacimiento de la luna.

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