Esther Tusquets - Confesiones de una vieja dama indigna
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- Libro:Confesiones de una vieja dama indigna
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2009
- Índice:4 / 5
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Confesiones de una vieja dama indigna: resumen, descripción y anotación
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Esther Tusquets, a lo largo de muchos años, decía en privado: “Acabaré siendo una vieja dama indigna, haré lo que quiera y diré todo lo que pienso”. Y así es: “la vieja dama indigna” en la que voluntariamente se ha convertido dice lo que piensa de todo y de todas las personas (famosas y no famosas) a las que da cabida en estas memorias, segunda parte de su exitoso Habíamos ganado la guerra.
Desde la época en que termina los estudios universitarios y crea Editorial Lumen, hasta ahora mismo, cuando la autora tiene 73 años y acaba de perder a su último amor, Tusquets narra la vida cultural de los protagonistas de la llamada gauche divine barcelonesa, que quedan magníficamente retratados. Pero, sobre todo, rememora su vida privada, sensual y amorosa con una sinceridad, un descaro y una osadía verdaderamente insólitos.
Esther Tusquets
Habíamos ganado la guerra - 2
ePub r1.2
Titivillus 29.06.16
Título original: Confesiones de una vieja dama indigna
Esther Tusquets, 2009
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
ESTHER TUSQUETS (Barcelona, 1936-2012) fue una editora, escritora y ensayista española. Estudió en el Colegio Alemán y, en las Universidades de Barcelona y Madrid, Filosofía y letras, especialidad Historia. Dio clases de literatura e historia durante varios años en la Academia Carillo. Es conocida por fundar y dirigir durante cuarenta años la editorial Lumen.
En 1978 publica su primera novela, El mismo mar de todos los veranos, que acaba conformando una trilogía junto con El amor es un juego solitario (ganadora del Premio Ciudad de Barcelona 1979) y Varada tras el último naufragio, en el año 1980.
La narrativa de Tusquets se mueve en un sutil equilibrio entre una temática supuestamente femenina y un estilo netamente innovador.
Fallece el 23 de julio de 2012 en Barcelona a causa de una pulmonía a los 75 años.
Las viejas damas indignas no se confiesan
Tal vez sería más exacto decir que las viejas damas indignas no debieran confesarse, ni explicarse, ni justificarse, ni dar testimonio ni dejar memoria de nada. Sin embargo, aquí estoy yo, empezando mi tercer libro de memorias. Seguramente no he alcanzado todavía el grado de insumisión suficiente para sentirme liberada de un tipo de compromisos contraídos mediante tramposas coacciones, ni para ingresar, como a veces me gustaría, en la cofradía de viejas damas indignas. Porque a mí no me ha atraído nunca especialmente el género memorialista. No me interesa demasiado la realidad en sí, narrada tal cual fue o tal como el autor la recuerda; prefiero la realidad metamorfoseada en historias, elaborada. No me interesan demasiado los paisajes —salvo el mar, siempre cambiante y vivo—, antes de que haya intervenido en ellos de algún modo la mano del hombre. Jorge Herralde quedó estupefacto cuando afirmé, muy seria, que Correspondencia privada —una novela desarrollada en cuatro cartas y un epílogo, que él iba a editar en Anagrama— no era propiamente un texto autobiográfico. Sí lo era en gran parte, claro, pero mantenía vivo el juego entre la realidad y la ficción, permitía los equívocos, las insinuaciones, la ambigüedad, la duda, incluso la mentira…
Mi primera inmersión en el género tuvo lugar hace cuatro años, cuando escribí Confesiones de una editora poco mentirosa.
«No estoy segura —digo en el prólogo— de quién es el responsable de que yo esté escribiendo ahora las líneas iniciales de un libro que siempre creí no iba a escribir jamás. En primer lugar, porque temía careciera de suficiente interés para quienes no pertenecían al mundo de la edición, y, en segundo lugar, y era la razón concluyente y definitiva, porque no me apetecía. Y, sin embargo, aquí me tenéis, pese a mi fama de mujer dura, que hace siempre lo que se le antoja —¡ya me gustaría que fuera siquiera a medias cierto!—, tecleando el comienzo de un libro que siempre dije, y me dije, que no iba a escribir, un libro sobre mis experiencias profesionales». Pero, en aquel caso, era fácil localizar al responsable. Milena, mi hija mayor. Los hijos —tengo dos—, esos seres peculiares por los que una piensa que ha hecho mucho —teniendo en cuenta el grado de egoísmo que en sí misma reconoce—, auténticos gestos heroicos y otros de una delicadeza y sensibilidad infinitas, y que lo han aceptado con absoluta naturalidad, convencidos de que se les debe esto y mucho más, de que se les debe todo, y de que no hay motivo alguno para la reciprocidad, no es un camino de ida y vuelta, es un camino de dirección única. Los padres debiéramos tenerlo muy pronto aprendido y aceptado, pero no es así. Y le sorprende a una durante bastante tiempo descubrirse ante ellos rendida casi de antemano, aunque intente inútiles gestos de protesta, pues los hijos son, al menos para mí, y eso sí lo descubres pronto, irrenunciables. Puedes romper con tus padres, con tus maridos, con tus amantes, incluso con tus mejores amigos, pero no puedes romper con tus cachorros, y eso te deja inerme entre sus manos, y causa cierta molesta irritación. Afirman que hay familias donde los hijos se desviven por sus padres, en que éstos se enorgullecen de lo bien que han ejercido sus funciones, y en que todos se aman de manera entrañable, en que nunca han surgido conflictos graves, ni se han dicho esas frases terribles que he cruzado con mis padres y con mis hijos, de una crueldad tan refinada como sólo puede darse entre aquellos que se aman mucho y dependen sin remedio unos de otros. Hay casos distintos al mío… y esas madres admirables no se convertirán nunca, como yo, en viejas damas indignas o irrespetuosas, sino en ancianas venerables y mimadas.
Decía que la responsable de que escribiera Confesiones de una editora poco mentirosa fue Milena. Una noche, en una cena de cuatro o cinco amigos, cuando, para animar una sobremesa que languidecía, naufragando en silencios insoportables, meciéndose ya junto al terrible abismo del hastío —ni que decir tiene que el aburrimiento es el peor castigo para las viejas damas, conscientes de que les queda poco tiempo y en absoluto dispuestas a desperdiciarlo con nadie—, me lancé desesperada a contar historias, centradas, aquella noche, en mi vida profesional. Los invitados rieron mucho y escapamos, al menos por un rato, al letal abismo del hastío.
—Mira —me dijo Milena (que había debutado hacía poco como editora, dirigiendo una pequeña empresa en la que participaban mi hermano Oscar y un par de amigos, que pretendía repetir otra vez el milagro de Lumen, y que Ana María Moix había bautizado RqueR, lo cual implicaba para mi hija, gajes del oficio, vivir como editora todas las horas del día y soñar con libros la mayor parte de la noche)—, quiero que escribas esto para mí. No unas memorias solemnes, donde hables de los grandes problemas de la edición, sino esas pequeñas anécdotas que constituyen la vida cotidiana de una editorial y que, si las cuentas tú, resultan tan divertidas, incluso para personas que nada tienen que ver con los libros.
—Confesiones de un pequeño editor —apostillé, pensando en Azorín—, y tal vez podríamos añadir «poco mentiroso».
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