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Esther Bendahan - La cara de Marte

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Esther Bendahan La cara de Marte

La cara de Marte: resumen, descripción y anotación

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Elías siempre recordará 1975 —una fecha en la que todo empezó a cambiar en España— como el año en que se enamoró de Raquel.

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Elías siempre recordará 1975 una fecha en la que todo empezó a cambiar en - photo 1

Elías siempre recordará 1975 —una fecha en la que todo empezó a cambiar en España— como el año en que se enamoró de Raquel. También fue el año en que un hijastro de Blas de Otero irrumpió en sus vidas para dejarles una huella indeleble, renovada con el paso del tiempo a través de unas inquietantes casualidades y el hallazgo de un inédito del poeta. Tres décadas después, cuando su vida ha dado tantas vueltas que a duras penas consigue reconocerse, Elías decide reencontrarse con Raquel en el bar que por entonces solían frecuentar. Esperándola sin saber si ella acudirá a esa cita que fijaron casi treinta años antes, en su memoria se mezclarán presente y pasado, retazos de una época en la que se creyeron capaces de hacer realidad sus más ardientes anhelos.

Esther Bendahan La cara de Marte XXIX PREMIO DE NOVELA TIGRE JUAN ePub r12 - photo 2

Esther Bendahan

La cara de Marte

XXIX PREMIO DE NOVELA «TIGRE JUAN»

ePub r1.2

Bellmason 27.12.19

Título original: Esther Bendahan.

La cara de Marte, 2007

Editor digital: Bellmason

ePub base r1.2

Con agradecimiento al escritor Moshe Benarroch El hombre podrá caminar erguido - photo 3

Con agradecimiento al escritor

Moshe Benarroch

El hombre podrá caminar erguido si es capaz de escuchar los gritos del sufrimiento, los derechos de los derrotados, las preguntas de las víctimas.

REYES MATE

A quienes únicamente pudieron

ser adultos en su infancia.

Para Andrés.

Para Jokin.

Especialmente para

Ruth Eva Benmergui Greiver

No soy un escritor profesional. Tampoco un escritor aficionado. Soy escritor furtivo.

CÉSAR ANTONIO MOLINA

Las cosas cuando se mira

atrás ya no están,

se perdieron y nadie

sabe el estribillo de las canciones melancólicas.

ADOLFO GARCÍA ORTEGA


1. Una cita de ayer

UNA CITA DE AYER

«H AY QUE ELEGIR A QUIÉN SE LE CUENTA UN SUEÑO». Era el año en que al fin murió el dictador, y recuerdo que Raquel, uno de los primeros días de aquel curso escolar en el que ella estaba tan incrustada en mi conciencia que pareciera que yo hubiera creído que cada mujer que veía fuera Raquel reencarnada, dijo con extrema sencillez que lo sueños, si son interpretados equivocadamente, pueden traer terribles consecuencias. ¿A quién contar hoy mis sueños con Raquel? ¿Qué sentido puedo darles hoy, en este café donde la espero, incluso sin la certeza de que vaya a venir, de que recuerde nuestra cita, de que mi mujer recuerde una fecha, este 16 de enero, acordada de jóvenes? Y además, lo cierto es que no sé si realmente maté a Raquel.

Crear momentos especiales, frases para el futuro, le parecía a Raquel esencial porque poseía un profundo sentido metafórico de la vida, y por eso mismo ya hace muchos años, cuando coincidimos en el colegio, el último año del bachiller, durante el curso escolar en el que murió Franco, escribió una carta para leerla en el futuro. Se la entregó al camarero del establecimiento frente a su casa donde solíamos pasar muchas de esas tardes. He recordado recientemente la fecha y he venido y la espero, pero me inquieta que ella esté muerta, que pueda haberlo olvidado, o peor, ignorarlo.

Quiero hablar de las coincidencias con ella, de cómo la figura de Andrés —quien durante ese curso alteró el colegio y nos convirtió casi en héroes, aunque nos separó a ella y a mí— ha aparecido periódicamente en mi vida; del planeta Marte, que tanto tiene que ver con Andrés, con ella, conmigo y con esos días, y de cómo justo ahora está mas cerca de la Tierra que nunca, ¿tiene eso algo que ver las predicciones de Andrés? Marte también formaba parte de esa fracción de ficción que hacía la realidad más soportable.

¿Cómo puede un sueño volverla tan real como si la hubiera visto ayer? El propio Einstein, tras un apasionado debate epistolar con Michel Besso acerca del tiempo, su irreversibilidad y sus relaciones con la física —en el que afirmaba acaloradamente, frente a su amigo, que la irreversibilidad es una ficción—, escribió poco después de la muerte de Besso en una carta a su viuda que «para nosotros, físicos convencidos, la distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión por persistente que sea». Y tal vez también sea una ilusión persistente nuestra separación, y tal vez sí recuerde nuestra cita de hace años y venga como entonces, avivando el fuego de mis entrañas.

«Volveremos a recoger esta carta y, si no nos reconoce, se la pediremos. Si no está usted, haga responsable a quien le sustituya y, si el bar desapareciera, que alguien se encargue de enviarla a la dirección del remite», le pidió al camarero, en este mismo lugar, en una mesa situada justo aquí, al hacer entrega solemne de la carta que voy a leer dentro de muy poco tiempo y de la que ignoro su contenido.

Flota en este café un aire detenido. El humo del tabaco no es como el de entonces. Y la calle está más llena de gente. El camarero también ha envejecido, y al llegar advertí en sus ojos un discreto reconocimiento, más bien leve, es verdad, como si me hubiera visto ayer.

No quise preguntar por los demás, aquellos que solían venir con nosotros al salir del colegio, los habituales del café de las cinco, las señoras que les seguían con la mirada disgustada. No pregunté: me lo impidió el miedo.

Ella vivía en la casa de enfrente. Y seguramente ha olvidado una cita de hace muchos años. Pero yo nunca he olvidado la fecha, es hoy, este 16 de enero.

Quiero que ella lea lo que he escrito, mis encuentros casuales con la figura de Blas de Otero, lo que sé de Andrés, que tanto le admiró. Blas de Otero, durante un tiempo breve, amó, y tal vez sea cierto que incluso se casó con la madre de Andrés, Yolanda Pina, durante su estancia en Cuba; años después se casó en España con una mujer que trabajaba intensamente en su obra. Se casara o no en Cuba —unos dicen que sí, otros que no—, Andrés vino a España, estudió en mi colegio y, sin querer, a lo largo de mi vida me encontré con las noticias, a veces gratas y otras no tanto, de su vida. ¿Qué ley de coincidencias, de azar, hace que por ejemplo veamos en una calle a una persona más frecuentemente que al resto de vecinos y transeúntes casuales, o sepamos, sin buscarlo, algo que nos va persiguiendo durante toda la vida? Pareciera que son indicios, señales de lo que tal vez, algún día, un tiempo después, encontrará su lugar, como si en la propia vida también funcionaran esas leyes del relato por las que todo lo que aparece debe encontrar su sentido o indicara lo que más tarde con la ecuación adecuada se podría despejar. Y es que en la vida, como en la Física, el sentido es tan importante como la velocidad y la aceleración. Raquel y yo conocimos a Andrés, y a través de sus ojos rasgados y negros conocimos a Blas. Pero en toda historia hay muchos silencios, por eso escribo: para entender, para ti.

2. Infidelidad

INFIDELIDAD

C ONOCÍ A RAQUEL EL MISMO AÑO EN QUE MURIÓ FRANCO. Yo entonces tenía quince años, y esencialmente recuerdo que desaparecieron las sombras, y que mi brumoso colegio se llenó de su presencia, de Raquel. Raquel separó la luz de la oscuridad.

Estoy seguro de que si sueño ahora con Raquel es porque quiero huir de mi propia realidad, lo sé, pero aun así sigo soñando con ella. El cambio se inició aquella tarde en que encontré la carta que cayó de la agenda de mi mujer. En esa carta descubrí su infidelidad.

Esa noche, después de sentir el vacío del pensamiento caótico, soñé con ella por primera vez en muchos años. Soñé y recordé después como si acabara de vivir ese curso escolar. Recordé las transgresiones que cometimos y cómo fuimos lo suficientemente valientes como para enfrentamos a los que nos rodeaban, especialmente uno de los primeros días de ese curso, en el que la luz se expandía descompuesta en pequeñas partículas que daban al aula un aire irreal, justo cuando ese esplendor iluminaba un espacio cercano al mío y al mirar hacia allí descubrí a una chica de ojos melancólicos que a su vez me observaba. Recuerdo que ocupaba una zona del aula apacible y discreta. Su pupitre, situado precisamente en el medio de la clase, como un punto estratégico, un refugio en calma, permitía asistir a la clase sin esconderse, pero sin enfrentarse abiertamente al profesor, porque ocupaba un lugar intermedio, próximo, desde donde sobrevivir a las clases, a los compañeros, a veces incluso a uno mismo.

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