Una educación
Tara Westover
Traducido del inglés por
Antonia Martín
Tara Westover nació en Idaho en 1986. Empezó los estudios en la Brigham Young University y se graduó en Arte en 2008. Gracias a varias becas pudo seguir estudiando y obtuvo un postgrado por el Trinity College, en Cambridge, en 2009. Consiguió una maestría en Filosofía y se graduó en Historia en 2014, después de una estancia en la universidad de Harvard. Actualmente reside en Londres. Una educación es su primer libro, que se ha traducido en veintidós países y ha sido aclamado por los lectores y la crítica. Fue considerado uno de los libros más importantes del año según The New York Times, la BBC, el Daily Express, el Library Journal y Entertainment Weekly, y figuró desde su publicación en las listas de más vendidos.
A excepción de mi hermana Audrey, que se rompió un brazo y una pierna cuando era niña, y tuvieron que llevarla a que se los escayolaran.
Aunque todos coincidimos en que durante muchos años no hubo teléfono en casa, no nos ponemos de acuerdo sobre en qué años fue. He preguntado a mis hermanos, tías, tíos y primos, pero no he logrado establecer unas fechas concretas, por lo que he tenido que confiar en mis recuerdos.
Desde que escribí esta historia, he hablado con Luke sobre el incidente. Su versión es distinta de la mía y de la de Richard. Por lo que él recuerda, papá lo llevó a casa, le dio un medicamento homeopático contra las conmociones y luego lo metió en la bañera llena de agua fría, tras lo cual se fue para apagar el fuego. Esto no se ajusta para nada a mis recuerdos, ni a los de Richard. Aun así, quizá nuestra memoria nos engañe. Quizá encontré a Luke en la bañera, solo, y no en la hierba. Curiosamente, todo el mundo coincide en que Luke acabó en el césped delante de casa y con la pierna metida en un cubo de la basura.
Mi relato de la caída de Shawn se basa en la historia que me contaron por entonces. A Tyler le contaron la misma historia; de hecho, muchos de los detalles del relato proceden de sus recuerdos. Al preguntarles al cabo de quince años, otros tienen recuerdos distintos. Mi madre dice que Shawn no se encontraba sobre un palé, sino sobre las horquillas de la carretilla elevadora. Luke recuerda el palé, pero habla de un desagüe metálico, sin la rejilla, en lugar de barras de acero. Dice que la caída fue de tres metros y medio y que Shawn empezó a comportarse de forma extraña en cuanto recuperó el conocimiento. Luke no recuerda quién llamó a urgencias, pero dice que había varios hombres trabajando en un molino cercano y supone que uno de ellos realizó la llamada inmediatamente después de la caída de Shawn.
Al preguntarle a Dwain quince años después, no recordaba haber estado allí. Pero en mi memoria lo veo claramente.
Es posible que me equivoque de uno o dos días en mi cronología. Según alguien que estuvo allí, a pesar de que mi padre había sufrido quemaduras horribles, no parecía que corriese verdadero peligro hasta el tercer día, cuando se empezaron a formar costras, lo cual hizo que le costara respirar. La deshidratación agravó su estado. Según este relato, fue entonces cuando temieron por su vida y mi hermana decidió llamarme. Lo entendí mal y di por supuesto que la explosión se había producido el día anterior.
Las comillas usadas en esta página indican que el mensaje citado no se reproduce literalmente, sino que se parafrasea manteniendo su sentido.
Las frases entrecomilladas en la descripción del intercambio de mensajes no son citas literales, sino paráfrasis. El sentido se ha mantenido.
En mi recuerdo, esta cicatriz fue resultado de trabajar con la Cizalla; sin embargo, tal vez se debiera a un accidente mientras techaba.
Las frases entrecomilladas en la descripción del intercambio de correos electrónicos no son citas literales, sino paráfrasis. El sentido se ha mantenido.
Las frases entrecomilladas no son citas literales del mensaje, sino paráfrasis. El sentido se ha mantenido.
Para Tyler
El pasado es hermoso porque nunca comprendemos una emoción en el momento. Se expande más tarde, y por eso no tenemos emociones completas sobre el presente, tan solo sobre el pasado.
V IRGINIA W OOLF
Creo, finalmente, que la educación debe ser concebida como una continua reconstrucción de la experiencia; que el proceso y la meta de la educación son una y la misma cosa.
J OHN D EWEY
Nota de la autora
Esta historia no trata sobre el mormonismo ni sobre ninguna otra creencia religiosa. En ella hay tipos de personas, unas creyentes, otras no; unas buenas, otras no. La autora duda que exista alguna relación, positiva o negativa, entre ambas circunstancias.
Los siguientes nombres, citados en orden alfabético, son seudónimos: Aaron, Audrey, Benjamin, Emily, Erin, Faye, Gene, Judy, Peter, Robert, Robin, Sadie, Shannon, Shawn, Susan y Vanessa.
Prólogo
Estoy encima del vagón rojo abandonado, al lado del establo. Cuando el viento arrecia, el pelo me azota la cara y el frío se me cuela por el cuello abierto de la camisa. Los vendavales son fuertes cerca de la montaña, como si la cumbre misma exhalara. El valle está tranquilo, sin que nada lo perturbe. Entretanto, nuestra granja baila: las rotundas coníferas se balancean despacio mientras tiemblan la artemisa y los cardos, que se inclinan ante las ráfagas y las corrientes. Detrás de mí, una colina suave asciende para unirse a la base de la montaña. Si miro hacia arriba, veo la forma oscura de la Princesa India.
La colina está revestida de trigo almidonero. Si las coníferas y la artemisa son solistas, el trigal es un cuerpo de baile en el que cada tallo sigue a los demás en arranques de movimiento y un millón de bailarinas se comban, una tras otra, cuando el ventarrón les abolla la dorada cabeza. La forma de la abolladura se mantiene solo un instante, y es lo más cerca que estamos de ver el viento.
Al volverme hacia nuestra casa, situada en la ladera, percibo movimientos de un género distinto, sombras alargadas que se abren paso con rigidez entre las corrientes. Mis hermanos varones se han levantado y miran qué tiempo hace. Imagino a mi madre frente a los fogones, donde prepara tortitas de harina y salvado. Visualizo a mi padre encorvado junto a la puerta trasera, atándose los cordones de las botas de seguridad para luego enfundarse los guantes de soldador en las manos encallecidas. El autobús escolar pasa por la carretera sin detenerse.
Aunque solo tengo siete años, sé que ese hecho, más que ningún otro, diferencia a mi familia: nosotros no vamos a la escuela.
A papá le preocupa que el Gobierno nos obligue a ir, pese a que no puede obligarnos porque no sabe de nuestra existencia. De los siete hijos de mis padres, cuatro no tenemos partida de nacimiento. No tenemos historia clínica porque nacimos en casa y nunca hemos ido a una consulta médica o de enfermería. No tenemos expediente escolar porque jamás hemos pisado un aula. Cuando cumpla nueve años, inscribirán mi nacimiento en el registro civil, pero ahora, según el estado de Idaho y el gobierno federal, no existo.
Sí existía, desde luego. Había crecido preparándome para los Días de Abominación, esperando a que el sol se oscureciera y la luna rezumara sangre. En verano elaboraba conservas de melocotón y en invierno reordenaba las provisiones según su caducidad. Cuando el Mundo de los Humanos se viniera abajo, mi familia seguiría adelante, incólume.