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Óscar Esquivias - Jerjes conquista el mar

Aquí puedes leer online Óscar Esquivias - Jerjes conquista el mar texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2010, Editor: Ediciones del Viento, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Óscar Esquivias Jerjes conquista el mar
  • Libro:
    Jerjes conquista el mar
  • Autor:
  • Editor:
    Ediciones del Viento
  • Genre:
  • Año:
    2010
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Jerjes conquista el mar: resumen, descripción y anotación

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El rey persa Jerjes fue derrotado por los griegos en la batalla naval de Salamina. El Jerjes de esta novela, que nada tiene que ver con el personaje histórico, intentará su particular conquista del mar con una única arma: su ingenuidad. “Jerjes conquista el mar”, la primera novela de Óscar Esquivias, es una obra luminosa en la que ya están presentes la agilidad, el humor y el encanto de sus libros posteriores. La novela ganó el Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid en el año 2001 y ha sido revisada por su autor para esta nueva edición. Óscar Esquivias ha publicado en Ediciones del Viento su trilogía «dantesca» (“Inquietud en el Paraíso”, Premio de la Crítica de Castilla y León; “La ciudad del Gran Rey” y “Viene la noche”) y su libro de cuentos “La marca de Creta” (Premio Setenil 2008). «Una novela magnífica, preciosa, plagada de aciertos y con una sensibilidad fuera de lo común; los personajes son entrañables y el lenguaje no puede ser más acertado.» Carlos Castán

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Óscar Esquivias

Jerjes conquista el mar

viento abierto / 14

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EDICIONES DEL VIENTO

© Óscar Esquivias, 2009
© Ediciones del Viento

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Para Alicia Santos

Para Rafael Eguílaz

Uno

Según se acercaban las dos de la tarde, la vieja se iba inquietando y el tono de su soliloquio se elevaba: «Va a haber que ir cerrando», decía con voz de amenaza, mientras andaba con paso y obsesión carcelario desde la caseta hasta la mesa de los libros, una y otra vez, poniéndose al lado de los clientes, mirando por encima del hombro los libros que hojeaban. «Va a haber que ir cerrando», dejaba escapar entre dientes con la intención de espantarles, consultaba a cada poco su reloj de pulsera y al final perdía del todo la paciencia, se arrancaba como un toro hacia el curioso más cercano o el que estuviera más desprevenido, le quitaba el libro de las manos y gritaba: «¡Aquí se viene a comprar y no a leer, sinvergüenza!». Esto pasaba casi todos los días, porque siempre había algún incauto que se acercaba por primera vez a la Cuesta de Claudio Moyano y descubría bajo sus acacias los tenderetes escalonados de las treinta librerías de madera que están en esa costanilla, pegadas a la valla del Jardín Botánico. Y siempre, siempre, había alguno que se demoraba más de lo conveniente en la pila de libros de la viuda de Infantes.

«Está loca.» Esa era la opinión de los clientes habituales y de los otros libreros. Pasaban semanas sin que vendiera un libro. Ponía precios imposibles a su mercancía de despojos, se encaraba con los clientes que se detenían más de cinco minutos a curiosear un volumen, les acusaba de querer robar, de hacerle perder el tiempo, de amargarle la vejez, de que le quitaban el sol, porque ella solía amodorrarse en una silla de tijera a la puerta de su caseta y, como Diógenes, no quería otra cosa que sentir los rayos en su cara revieja y almacenar calor para pasar luego mejor el invierno. Fermín Vidrieras, el librero que tenía el puesto a la izquierda, se divertía viendo las celadas y desplantes de la vieja a sus clientes, sobre todo cuando alguno protestaba por sus impertinencias y ella empezaba a rociarle de insultos y salivazos: «¡Feo, apunte, mamarracho!», respondía la vieja con una violencia inapelable. Así, siempre.

Aquella había sido una mañana de poco tránsito de gente y de ningún negocio y a tales horas sólo quedaba un muchacho de aspecto medroso en el puesto de la vieja, de esos que (según diagnosticaba Fermín Vidrieras) son tan tímidos que prefieren robar los libros antes que preguntar su precio. Sin embargo aquel chaval, Jerjes, después de rebuscar mucho en la montaña de saldos, rescató un volumen grande que más parecía un archivador que un libro y se acercó a la viuda de Infantes. Fermín Vidrieras hizo una seña de complicidad a su ayudante y ambos aguzaron el oído: el espectáculo de las dos de la tarde iba a comenzar.

—¿Me, me puede decir cuánto cuesta este álbum?

«Tartamudeo, temblor de voz, inseguridad ante un extraño, el cuadro típico del ladrón de libros, variante tontito patológico», se reafirmó Fermín Vidrieras, que se las daba de psicólogo (era la especialidad de su puesto) y se preciaba de calar a la gente con un solo golpe de vista. Así se lo sopló a su ayudante, pese a que era evidente que el chico quería comprar a la vieja aquel volumen de tapas nacaradas. Ella tardó en responder. Le miraba fijamente a la cara, entornando los ojos, como quien aprecia el detalle de un cuadro. Por fin, dijo con voz rasposa:

—No vale nada, no se vende.

Y le arrancó el álbum de las manos para volverlo a colocar con desidia entre el resto de su mercancía. En aquella montaña de libros, que tenía el aspecto de una escombrera, se mezclaban los atlas viejos de fronteras irreconocibles con anuarios de economía, memorias de políticos olvidados, recetarios de cocina, noveluchas policiacas y guías de viaje tan feas que sólo invitaban a quedarse en casa. La vieja volvió a pasar ante Jerjes y se sentó en su silla. Él estaba como paralizado. Volvió a oírse su voz temblona.

—¿Perdón? ¿Qué ha querido decir, señora?

La contestación de la vieja sonó un punto más aguda, fue bastante más desagradable y demostraba un enorme fastidio.

—Que no se vende. Que no es para ti.

Jerjes no se daba por vencido.

—Pero... ¿lo tiene reservado?

La vieja se levantó y empezó a hablar a gritos, señalándole con el dedo. El muchacho enrojeció.

—Mira, mocoso, ¿crees que puedes comprar cualquier cosa? ¿Eso crees? Pues no. A veces no sólo se necesita dinero, hace falta algo más.

—¿Qué más?

—Que a mí me dé la gana, por ejemplo. Y no me da. Aire. ¡Aire!

La vieja empezó a vocear «¡Aire, aire!» con el tono que se usa para mover a una vaca remolona, agitando los brazos imperativa. Jerjes le dio la espalda y empezó a bajar la cuesta un poco abochornado. Fermín Vidrieras tuvo lástima de él y le detuvo un momento, agarrándole del hombro. Pensaba en los efectos benéficos del consuelo para la higiene mental (era así de pedante) cuando le dijo en voz baja, en tono de confidencia:

—No te disgustes. La vieja está loca.

Jerjes casi no le miró y siguió su camino, más asustado todavía. La viuda de Infantes se había vuelto a sentar y cabeceaba en su silla, con los ojos cerrados, llenándose de sol. Pero no había relajado un solo músculo de su rostro y tenía un temblor continuo en la papada, como si fuera una iguana. Jerjes siguió cuesta abajo con paso ligero y Fermín Vidrieras pensó que el espectáculo del día ya había acabado y que era hora de echar el cierre e irse a comer. Eran las dos y cinco en su reloj.

Dos

Pese a llevar casi tres meses trabajando en la Telefónica, Jerjes todavía se perdía en aquel edificio gigantesco. El vestuario era el único lugar al que sabía llegar sin rodeos ni ayuda ajena. Tenía que coger uno de los ascensores de servicio de la zona trasera, pulsar el botón del último piso y después subir por las escaleras una planta más. Allí, en el último rincón del rascacielos, estaba aquella especie de trastero, junto a la sala de máquinas del propio ascensor y la puerta de las terrazas. Duque ya se había cambiado y tenía puesto el buzo azulón donde destacaban en amarillo el logotipo de la Venus de Milo y el lema "¡Todos Podemos!". Duque fumaba un cigarro sentado en su cubo.

—Llegas tarde.

—Lo siento.

—No pasa nada, Jerjes, no te estoy riñendo. Ya sabes que nosotros somos los putos amos de la Telefónica, pero no hace falta que se note de forma tan descarada, ¿me entiendes?

La cara de Duque era muy graciosa, siempre risueña, como si su rostro fuera el de una marioneta con una sonrisa brillante pintada. Sabía mil trucos que a Jerjes le encantaban: el cigarro rodaba deprisa entre sus labios, lo escupía al aire y lo atrapaba con la boca, hacía equilibrios con el pitillo sobre la punta de la nariz y otras piruetas más de ese estilo. En aquel momento lanzaba hebras de humo que parecían culebras nubosas que se iban deshaciendo en el aire.

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