Oscar Ordoñez - Esa noche de verano. Parte 1
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- Libro:Esa noche de verano. Parte 1
- Autor:
- Editor:Óscar Ordóñez
- Genre:
- Año:2014
- Índice:5 / 5
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Esa noche de verano. Parte 1: resumen, descripción y anotación
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Esa noche de verano –primera parte
Copyright 2014 Óscar Ordóñez
Publicado por Óscar Ordóñez
Nota del autor
Acabas de descargar la primera parte de la novela Esa noche de verano.
Esta parte consta de los primeros 6 capítulos de la novela. La segunda y última parte de la novela ya está disponible en Amazon.
Muchas gracias.
Tabla de contenidos
Capítulo 1
Debajo de las escaleras que llevaban al parque de arena, había un pequeño hueco con una puerta metálica de color verde. Cuando jugaban al escondite, Alejandra y Lucas solían esconderse ahí. Siempre se escondían juntos, y casi todas las veces conseguían salvar a todos sus compañeros.
–Mira Lucas, ¿qué es eso? –señaló Alejandra.
Lucas miró hacia el suelo, hacia dónde apuntaba el dedo índice de Ale. Era un cohete. Lo sabía porque ya había visto alguno antes a los compañeros de colegio de un curso superior.
– Es un cohete –dijo Lucas–. Trae, dámelo.
Lucas nunca había usado uno de esos y, aunque éste era diferente –tenía una mecha más larga de lo común y un palo que salía de la parte posterior de lo que parecía ser una casita–, sabía de sobra cómo funcionaba.
– ¿Por qué no nos lo llevamos y lo hacemos estallar? –preguntó Lucas, emocionado.
–Pero, ¿no será peligroso? –preguntó Ale.
–No. Pero hay que tirarlo muy alto y en un sitio en el que no haya gente.
En ese momento una cabecita se asomó por encima de la barandilla de la escalera.
–¡Os he visto! –gritó el chico al que le tocaba encontrar a la gente.
Lucas y Alejandra miraron hacia arriba, sorprendidos.
– ¡Mierda! –murmuró Lucas–, nos han visto.
Los dos se dirigieron hacia el banco de madera donde el chico que los acababa de descubrir, esperaba con cara de orgulloso. Por primera vez en mucho tiempo eran los primeros a los que habían visto.
Mientras esperaban aburridos a que acabara el juego, Lucas preguntó a Alejandra qué le parecería subir al cerro que estaba al lado del puente y tirar el cohete desde la cima. A Ale le pareció una buena idea, pero sugirió hacerlo al día siguiente. Eran ya casi las nueve y no tendrían tiempo para ir y volver. A pesar de que era verano y estaban de vacaciones, en media hora tendrían que estar en sus casas, ya que sus padres no les permitían estar en la calle más allá de las nueve y media de la noche.
–Ale, hija –se oyó viniendo desde atrás.
Era la madre de Ale, que la llamaba desde la puerta del portal. Junto a ella estaba también su padre, y el papá de Lucas.
–Lucas, hijo, venid aquí –dijo el padre Lucas, casi a la vez que la madre de Alejandra.
Lucas y Alejandra se miraron y comprendieron sin decirse ni una palabra qué era lo que estaba pasando. El tiempo se había agotado y tenían que irse a casa. Ya no podrían jugar más por ese día.
– Lucas, hijo, vamos a cenar todos juntos –dijo su madre–. Los padres de Ale y nosotros. Nos han invitado a cenar hoy a su casa así que... ¿qué se dice?
–Gracias –dijo Lucas, que primero miró a la madre de Ale, y después a su padre otra vez, buscando aprobación.
–Muy bien, pues vamos entonces –dijo su padre.
Cuando llegaron a casa de Alejandra tardaron treinta minutos en sentarse a la mesa. El tiempo justo para que la madre de Alejandra terminara de preparar algunas cosas, y fuera sacando los platos que tenía ya listos para servir.
Los padres de Lucas se sentaron en uno de los laterales de la mesa; en un extremo, presidiendo, estaba el padre de Ale, y en la otra punta, su madre. Lucas pensaba que era un poco raro que quisieran sentarse tan lejos uno del otro, pero ya lo había visto otras veces. Le recordaba a una de esas mesas que usaban los millonarios. Como el protagonista de Batman, en la película. Ese tipo de mesas enormes en las que en un lado se sienta uno, y en el lado opuesto el otro. Y después viene el mayordomo a servir. Solo que aquí, no había mayordomo –pensaba.
Lucas y Ale se sentaban siempre juntos.
La cena era una típica cena de verano. Un poco de picoteo: bocadillos, embutidos, aceitunas, patatas fritas, gazpacho, y melón con jamón. El melón con jamón era sin duda uno de los platos preferidos de Lucas. Le recordaba cuando era más pequeño y cenaba en el porche de la casa de su abuela. Disfrutaba de esas cenas después de haber estado todo el día en la piscina. Le recordaba, también, al sonido de los grillos que oía en esas noches de verano.
Mientras sus padres agotaban la segunda botella de vino, haciendo sobremesa, Ale y Lucas veían la televisión en el cuarto de estar.
Lucas se acordó del cohete. Pensó que sería genial si pudieran salir esa misma noche, subir al cerro, y hacer estallar el cohete. Aunque ellos nunca habían estado allí, la gente que había subido al cerro, decía que las vistas eran espectaculares. Que podías ver todos los edificios y rascacielos de la parte norte de Madrid; el tráfico, las luces de los coches y de las farolas que iluminaban la autopista, pero como si estuvieras en un mundo aparte. Como si estuvieras viéndolo desde fuera, en silencio.
–Ale, ¿por qué no le preguntas a nuestros padres si nos dejan salir a jugar otro rato?
Ale siempre conseguía lo que quería desde muy pequeña, y Lucas lo sabía. Se había dado cuenta, desde que eran más pequeños, que solía haber respuestas diferentes cuando ella preguntaba a cuando él lo hacía.
–Pero Lucas –susurró Ale–, no nos van a dejar. Son las diez y media.
–Tú pregunta, Ale. Que a ti siempre te hacen caso. Además, así podríamos hacer estallar el cohete por la noche.
–Pero, ¿no será peligroso ir por la noche al cerro, Lucas?
–No –contestó Lucas–. Además, seguro que así mola más. Podremos ver cómo estalla en el cielo, y de noche.
–Vale, voy a preguntar, pero seguro que no nos van a dejar –dijo Alejandra.
Ale y Lucas corrían por la cima del cerro. No se podía adivinar que distancia había de un lado al otro de ésta, pero lo cierto es que desde donde habían subido no alcanzaban a ver el otro lado.
Ale iba delante, corriendo con el cohete en la mano. Lucas iba detrás, un poco más despacio, persiguiéndola. Ale siempre decía que era más rápida pero lo cierto es que a él le gustaba que lo creyera, así que siempre iba más despacio.
Zigzagueaban, corriendo sin parar, mirando a un lado y al otro según iban avanzando hasta el borde, sin poder creer que estuvieran allí.
–No puedes alcanzarme, ¡lento! –gritó Ale dando media vuelta sobre sí misma.
–Ale, para de correr –gritó Lucas–. Trae, dame el cohete. Lo enciendo yo.
–Para eso tendrás que cogerme. Además, yo lo encontré. Así que... –replicó Ale.
Era una noche especial para ellos. Era su primera noche fuera de casa hasta las doce. Era la primera vez que subían a ese cerro, y la primera vez que iban a hacer estallar un cohete. Pero también porque olía a verano, por lo raso que estaba el cielo esa noche, y por las estrellas que podían ver en él.
Llegaron al lado opuesto de la cima. Ale paró en seco, y se quedó callada y quieta. Lucas llegó por su espalda.
– ¿Has visto? –dijo Ale, asombrada.
–Sí –contestó Lucas, casi sin abrir la boca.
Ninguno de los dos podía dejar de mirar al horizonte. Nunca habían visto algo similar. Aquello les pareció increíble. Desde la cima del cerro, podían ver una maraña de carreteras que conformaban una combinación de luces multicolores, formada por los faros y pilotos de los coches que circulaban en las carreteras más lejanas y en las más cercanas. Y las farolas; las luces amarillas de las farolas que marcaban el camino hacia donde se quisiera llegar. Podían dirigirse hacia donde quisieran, solo siguiendo el camino de las farolas con la vista.
Se sentían como en las películas que habían visto sobre los dioses griegos. Esas en las que ellos habían creado el mundo y lo observaban desde muy alto. Como colocando las piezas y viendo lo felices o infelices que eran los seres humanos.
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