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Blanca Riestra - Anatol y dos más

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Blanca Riestra Anatol y dos más

Anatol y dos más: resumen, descripción y anotación

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Riestra retrata con ternura, buen gusto y diálogos inteligentes el paso hacia la edad adulta, la pérdida de la arrogancia y la aceptación de los propios límites ante los delirios de grandeza de Paula, Gustavo y Anatol, compañeros de piso, familia advenediza, amigos y rivales al mismo tiempo. Los protagonistas de este exquisito retrato juvenil se enredan en discusiones bizantinas, filosofan sobre el amor y el sexo, mezclan grandes dosis de alcohol con citas de Werther, Rimbaud o Henry Miller. Intentan encontrar su sitio en la vida compartiéndola en una ciudad de musgo y charcos llena de promesas y expectativas.

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Riestra retrata con ternura, buen gusto y diálogos inteligentes el paso hacia la edad adulta, la pérdida de la arrogancia y la aceptación de los propios límites ante los delirios de grandeza de Paula, Gustavo y Anatol, compañeros de piso, familia advenediza, amigos y rivales al mismo tiempo. Los protagonistas de este exquisito retrato juvenil se enredan en discusiones bizantinas, filosofan sobre el amor y el sexo, mezclan grandes dosis de alcohol con citas de Werther, Rimbaud o Henry Miller. Intentan encontrar su sitio en la vida compartiéndola en una ciudad de musgo y charcos llena de promesas y expectativas.

Blanca Riestra
Anatol y dos más
Portada:
Julio Vivas
Ilustración: «Cigarette», © Bill Stone, 1993
© Blanca Riestra, 1996
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1996
Pedro de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 84-339-1041-8
Depósito Legal: B. 38652-1996
A Jota Rodaballo, que hablaba tan poco.
A Redouane, que habla por los codos.
A Inés.
A Blanca Andreu.
A mi Santiago ya perdido.
El cielo ya no es tan amarillo ni el sol tan azul. Se anuncia la estrella furtiva de la lluvia.
RENÉ CHAR
¿Qué es lo que hace que un hombre desee con tanta fuerza?
FRIEDRICH HÖLDERLIN
De cómo el mundo era frágil.
PRIMERO
Considerablemente despeinada, aporrea el portón número siete de la cuesta de la Conga. Después introduce en la inmensa cerradura una llave también inmensa. El portón se abre con parsimonia. Recoge las bolsas del súper y emprende trabajosamente la subida hasta el tercero. Paula lleva deshechas las trenzas y sucios los ojos de khol.
Cuando llega al descansillo, después de bregar por tramos orinosos y mal iluminados, la escena se repite. Nadie responde a las embestidas. Paula contempla furiosa el Sagrado Corazón sobre la puerta y se decide a empuñar otra vez llavero y paciencia. A lo lejos, en el interior de la vivienda, se ha acostumbrado a adivinar un cuplé desafinado. Y Paula entra exhausta, cejijunta, dispuesta a que corra la sangre.
Ésta es una de esas casas antiquísimas, con enormes ventanas llenas de rendijas. En invierno, la humedad se cuela como un estado de ánimo. Con la primavera, si la primavera es clemente y este año lo está siendo, aparece el calorcillo. Nunca nada ostentoso. Santiago no se permite excesos climáticos. Hasta mayo encendemos la estufa de gas. Pero el verano, que es insoportable en los barrios nuevos, resulta delicioso en estas neveras de cantería con techos altos y patronas nonagenarias.
Paula entra y escucha ajetreo en la cocina. Una voz varonil versionea «Suspiros de España» o material semejante. Y allí, apoyado en la pileta, con un gorrito que pretende ser funcional y sólo es pintoresco, está el propietario de la mejor dentadura que conozco. Canta con tanta pasión que las cacerolas tiemblan en el techo como xilófonos. Paula se apoya en el marco desconchado y observa con cierta incredulidad las maniobras de su amigo: parece empeñarse en sumergir cuanto cacharro o accesorio gastronómico asome por los rincones en agua jabonosa. Las ventanas, aquellas ventanas enormes llenas de rendijas, están abiertas de par en par dejando paso al luminoso aire de abril.
Al fin, Gustavo se ha dado la vuelta y sonríe francamente. Sabe que hay ciertas miradas reprobatorias que es mejor no tener en cuenta.
—Estoy harta —se rinde Paula, derrumbándose sobre la única banqueta disponible. Parece haber olvidado su rencor gigantesco hacia el cantante del gorro—. Estoy harta, estoy harta. Pero no sé de qué.
—¿Te acordaste de los corn flakes?
—Ay, Gustavo. Me voy a morir. No sé explicarlo. Hace un día tan revuelto. Es como si estuviese todo inflamado de polen. Es como si las cajeras del súper hubiesen enloquecido de repente. Y los árboles de la Alameda están obscenamente olorosos.
—Y tú te sientes alérgica. Si no fuese por mi gran conocimiento del sistema inmunológico, te mandaría a ver al párroco.
Y Paula, cuya sensibilidad está fuera de toda duda, se deshace de risa y llena la cocina con gestos de colegiala antigua.
—No, no, no, Paula, oculta esos ojos de Josefina. Carajo con la niña. Nadie diría que eres la esperanza de la generación equis.
—Tú y tus amiguitos sí que sois gregarios y cerriles. A mí no me asocies. Yo soy una mujer de mundo. No pertenezco a grupos sociológicos.
Cualquiera lo diría. Paula lanza uno de esos suspiros antediluvianos más propios de una damisela decimonónica que de una mujer de mundo. Uno de esos suspiros decimonónicos que arremolinan el aire y desconciertan a los pájaros.
—Tú a tu bola, artista —se ríe nuestro cantante patilludo.
Decide emprenderla con la fregona y evitar discusiones bizantinas. Paula se levanta. Tiene ojos enormemente cansados en un rostro de virgen. Desempaca los comestibles con lentitud, como si estuviese enferma o ausente. Gustavo la contempla con cariño compasivo pero cuando ella se vuelve continúa el recital:
—Déjame que te cuente, limeña, déjame que te diga la gloria del recuerdo que evoca mi memoria, del viejo puente, del río y la alamedaaa...
Gustavo hace tanto ruido que la cocina se convierte en un infierno de golpetazos, notas desafinadas y grifos enfurecidos. Como si el ruido fuese un ungüento indispensable para la melancolía.
Pasa una hora y Paula sigue en su rincón, sentada en la banqueta de aglomerado. Sigue allí, sentada en silencio, con ojos dormidos. El afilador grita su pregón desde el mercado de abastos. Gustavo cierra la ventana. Todo está limpio. Paula sigue sentada cuando Gustavo apaga la luz y el calentador, cuando se quita el gorro y el delantal de flores, cuando echa un último y satisfecho vistazo a las baldosas, cuando cierra apresuradamente la puerta para irse. Paula no reacciona. Sigue sentada en su banqueta cuando Gustavo, lleno de ternura, vuelve a buscarla y la encuentra tan ausente como antes, en su banqueta de aglomerado y con aquellos ojos tan sucios.
Yo vivo en la habitación que hay al fondo. Es una buena habitación. Tengo vistas a Fonte Sequelo y una jaula con un canario bastante amarillo. Salgo poco. A veces, Paula llama a la puerta y entra sin esperar respuesta. Se me aposenta en el diván: un diván entre comillas, improvisado por el anterior inquilino con un colchón lleno de bollos. Y allí se queda contemplando extasiada mi lucha silenciosa con el ordenador. Casi nunca me interrumpe, aunque cuando lo hace, lo hace a conciencia. Se instala en el diván y me bombardea:
—Supongo que sabes lo que haces, Anatol —remarca lúgubremente.
Después espera unos minutos. Si no llega la réplica deseada, se incomoda y sigue:
—Tú sabrás, Anatol. Muchos, antes que tú, erraron. —Y suspira con un efectismo del todo impecable—. Muchos otros erraron antes que tú, Anatol.
Y no es que yo dude de que otros muchos antes que yo hayan errado. Pero es que hoy es martes y tengo la cabeza dolorida y he jurado no levantarme de mi mesa hasta acabar este demoníaco balance sobre el sector lácteo gallego y los perjuicios del mercado único. Podría, incluso, jurar que casi todos erramos, que es humano errar, que somos muchos los que erramos y que soy uno más, y no el primero, que ha errado en este mundo cruel. Pero no tengo tiempo para alzar la cabeza y hacer acto de contrición, quizá después de la cena consienta en explorar morosamente los auspicios del error.
—Pero ahora, Paula, sal del diván, dime qué te pasa y, por favor, no vuelvas a llamarme Anatol.
—¿Quieres que haga café? —pregunta ella, rascándose el cogote—. Yo, ahora que lo pienso, voy a hacerme un bocadillo de mortadela. Son ya las siete. No me explico cómo puedes estar tanto tiempo metido en esta casa. Y Gustavo es lo mismo. Todo el día leyendo esos malditos libros sobre herpes. ¿Te traigo café, Anatol?
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