Alice Miller - La llave perdida
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- Libro:La llave perdida
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- Año:1988
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Título original: Der gemiedene Schlüssel
Alice Miller, 1988
Traducción: Joan Parra Contreras
Editor digital: antbae
ePub base r2.1
[1] En 1982. (N. del E.)
[2] Para todas las referencias a lo largo del texto, véase el apartado «Referencia de las obras citadas», en las últimas págs. de este volumen. En el texto citamos en primer lugar el año de la edición alemana, y a continuación, en cursiva, el de la edición española, cuando la hay. (N. del E.)
[3] Hoy Kaliningrad (URSS). (N. del T.)
[4] Traducción de «El traje nuevo del emperador», de Alberto Adell, en H. C Andersen, Cuentos, Madrid: Alianza Editorial, 1973. (N. del E.)
Toda la obra de Alice Miller es en realidad un largo camino hacia el conocimiento de las zonas olvidadas del alma humana. En La llave perdida, tal vez más que en cualquier otra obra suya, Miller intenta disolver las cortinas de humo con las que envolvemos nuestras verdades más dolorosas. Para ello, y a modo de ejemplo, señala algunas claves básicas de nuestras angustias localizando en la obra de personajes como Nietzsche, Picasso o Buster Keaton aquellas puertas de su propias moradas interiores que habían permanecido cerradas desde la infancia. Y así, en el intento de recuperar las llaves perdidas, tal vez dejemos aflorar al fin estados de ánimo reveladores, sentimientos sobrecogedores y probablemente una vivencia del mundo totalmente distinta.
Alice Miller
ePub r1.0
antbae 19.11.2019
Todos tememos a la verdad
Ecce homo
Escribí el presente ensayo hace seis años, y a los escritos de Franz Kafka {véase A. Miller 1981, págs. 307-373), podía pasar a aplicarlo a otras carreras creadoras. Mi intención era compartir ese descubrimiento con los expertos, pero pronto hube de constatar que ni los biógrafos ni los psicoanalistas estaban interesados en mi demostración.
Aunque no llegué en ningún momento a dudar de la fuerza probatoria del material aportado por mí, por ejemplo acerca de Kafka, perdí sin embargo el interés por suministrar pruebas científicas. Pues me di cuenta de que era precisamente a los expertos a quienes más esfuerzos les costaba comprender la lógica de los hechos, tanto más cuanto que esa lógica ponía en cuestión las opiniones que habían sustentado hasta entonces.
Así pues, decidí no publicar este ensayo y guardarme para mí el saber adquirido, y me dediqué a otras actividades, como la pintura y la confrontación con mi propia primera infancia. Por ese camino llegué a comprender, con el tiempo, que mi decepción ante la ceguera de la sociedad y de los expertos tenía algo que ver con mi propia ceguera, y que me sentía de algún modo forzada a demostrarme a mí misma algo que una parte de mí se negaba a creer. Por supuesto, hacía tiempo que conocía los puntos débiles de mis padres y los daños que me habían inflingido sin saberlo, pero mi idealización de sus personas, originaria de la primera infancia, seguía en pie. La detecté en mi ingenua fe y en la confianza que puse en que los biógrafos de Hitler, Kafka y Nietzsche estuvieran en condiciones de ver y confirmar mis hallazgos.
Pero yo no comprendía que eso era imposible, porque el saber que aportaba era un saber proscrito. No lo comprendí hasta que mi sentimiento de decepción me hizo ver lo mucho que representaba para mí aquella idealización infantil de mis padres. Durante mucho tiempo no pude renunciar a la esperanza de verlos algún día dispuestos a compartir conmigo mis preguntas, a no eludirlas, a permitirles obrar sus efectos en ellos y a ver conjuntamente conmigo, sin miedos, adónde conducen. Siendo niña, nunca había vivido nada similar, y creía haber superado esa carencia hacía mucho tiempo. Pero mi asombro ante las reacciones de los expertos, de las personas de las que esperaba un mayor saber que de mí misma, me mostró que aún no había renunciado a la imagen de los padres sabios y valientes, dispuestos a dejarse convencer por los hechos. En cuanto fui consciente de esta conexión, dejé de sentir la necesidad de publicar este ensayo.
Si ahora, pese a todo, lo hago, es por otros motivos. Deseo compartir el saber que he adquirido con personas capaces de enfrentarse a los hechos. No hace falta que sean expertos; bastaría con que, gracias a mi ensayo, se sintieran animadas a leer a Nietzsche y a relacionar sus propias experiencias con las impresiones que adquieran por medio de la lectura.
Pero la necesidad de compartir mis hallazgos con otras personas no es el único motivo que me impulsa. Escribir es para mí una necesidad, y siempre va asociado a un determinado placer, pero no así el publicar. Pese a ello he vuelto a echarme esa carga sobre los hombros, porque precisamente el caso de Nietzsche me ha hecho comprender que la indiferencia de la sociedad hacia los malos tratos a los niños representa un gran peligro para la humanidad. Determinadas frases aisladas de la obra de Nietzsche jamás habrían podido ser manipuladas y puestas al servicio del fascismo y del genocidio si se las hubiera comprendido como lo que son en el fondo: el lenguaje cifrado de un niño mudo. Miles de jóvenes no habrían estado dispuestos a irse a la guerra con esos lemas en el macuto si hubieran sabido que aquella ideología de la destrucción de la moral y los valores tradicionales no era sino el puño en alto de un niño hambriento de verdad, que había sufrido intensamente bajo el imperio de esa moral. Durante los años treinta y cuarenta vi con mis propios ojos cómo las palabras de Nietzsche impulsaban indirectamente el avance mortífero de los nacionalsocialistas; por eso me pareció, más tarde, que valía la pena descubrir y mostrar el origen de esas palabras, ideas y sentimientos.
¿Habrían sido utilizables para el nazismo las ideas de Nietzsche si se hubiera comprendido el origen de éstas? En absoluto. Pero si la sociedad hubiera podido comprender ese origen, las ideas nacionalsocialistas habrían sido prácticamente impensables, y en ningún caso habrían alcanzado una tan amplia difusión. Nadie presta oídos a las simples y prosaicas realidades de los malos tratos a la infancia, a pesar de que su conocimiento podría servir a la humanidad para explicar muchas cosas y para evitar guerras. Estas realidades sólo despiertan un interés desacostumbrado y un compromiso emocional cuando se las suministra bajo un disfraz, en forma simbólica. No en vano esa historia disfrazada le es conocida a la mayoría de las personas. Pero el lenguaje simbólico se encarga de garantizar el mantenimiento de la represión, la ausencia de dolor. Por eso mi tesis, según la cual las obras de Nietzsche reflejan los sentimientos, necesidades y tragedias no vividas de la infancia del autor, tropezará presumiblemente con una muy intensa oposición. Sin embargo, esta tesis es cierta, y voy a demostrarlo en las páginas siguientes. Con todo, la demostración sólo podrá comprenderla quien esté dispuesto a abandonar por un tiempo la perspectiva del adulto para introducirse en la situación de un niño, tomándola plenamente en serio.
¿De qué niño hablamos? ¿Del chico que aprendió en la escuela a sojuzgar sus sentimientos y a fingir siempre que carecía de ellos? ¿O del niño al que su joven madre, su abuela y sus dos tías se dedicaban diariamente a educar para convertirlo en un hombre «como Dios manda»? ¿O del niño pequeño cuyo amado padre «perdió la razón» y vivió once meses en casa en ese estado? ¿O del niño más pequeño aún, al que ese mismo amado padre, con el que a veces se le permitía jugar, castigaba con la máxima severidad y encerraba en habitaciones oscuras? No se trata de uno u otro de éstos, sino siempre del mismo niño, que tuvo que soportar todo esto sin tener derecho a expresar sentimiento alguno, es más, sin tener siquiera derecho a sentir.
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