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Lawrence - Mystic city. La ciudad del agua

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Lawrence Mystic city. La ciudad del agua
  • Libro:
    Mystic city. La ciudad del agua
  • Autor:
  • Editor:
    Random House Mondadori
  • Genre:
  • Año:
    2013
  • Índice:
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Mystic city. La ciudad del agua: resumen, descripción y anotación

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Mystic city. La ciudad del agua — leer online gratis el libro completo

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Traducción de Andrea Montero Cusset wwwmegustaleercom A mi abuela - photo 1

Traducción de
Andrea Montero Cusset

wwwmegustaleercom A mi abuela Eileen Honigman y en memoria de mi tío - photo 2

www.megustaleer.com

A mi abuela, Eileen Honigman,

y en memoria de mi tío, Mark Honigman,

quien me inspiró con sus vastos conocimientos

sobre literatura y su amor por el aprendizaje,

y a quien todos echamos de menos

Prólogo

Nos queda poco tiempo.

—Cógelo. —Deposita en mi mano el guardapelo, que palpita como si tuviese vida propia, desprendiendo un leve resplandor blanco—. Siento haberte puesto en peligro.

—Volvería a hacerlo —le digo—. Una y mil veces.

Me besa, con suavidad al principio, y luego con tal fuerza que me cuesta respirar. La lluvia cae por todas partes, nos empapa y salpica en los canales que serpentean por la ciudad, oscura y calurosa. Su pecho se agita contra el mío. El sonido de las sirenas —y los disparos— reverbera entre los edificios anegados, que se caen a pedazos.

Mi familia se está acercando.

—Vete, Aria —me suplica—. Antes de que lleguen.

Pero ya oigo los pasos detrás de mí. Las voces me zumban en los oídos. Unos dedos se me clavan en los brazos y me apartan de él con brusquedad.

—Te quiero —dice con dulzura.

Y entonces se lo llevan. Yo grito, me resisto, pero es demasiado tarde.

Mi padre emerge de las sombras. Me apunta a la cabeza con el infame cañón de su revólver.

Algo estalla en mi interior.

En realidad, siempre supe que esta historia acabaría rompiéndome el corazón.

PRIMERA PARTE

Aquel que no se atreve a agarrar la espina

no debería ansiar la rosa.

A NNE B RONTË

1

La fiesta ha empezado sin mí.

Desciendo lentamente la escalera principal de nuestro apartamento, que se curva de manera exagerada hasta el salón de recepción, ahora repleto de invitados importantes. Flanquean la habitación unos grandes jarrones de cerámica rebosantes de rosas de todas las variedades: albas blancas procedentes de África, centifolias rosas de los Países Bajos, rosas de té chinas de un amarillo pálido y rosas modificadas con tinte místico aquí mismo, en Manhattan, para producir colores tan eléctricos que casi resultan irreales. Allá donde mire hay rosas, rosas, rosas…, más rosas que personas.

Alargo la mano por detrás de mí en busca de aliento. Mi amiga Kiki me la estrecha y nos adentramos juntas en la multitud. Recorro la estancia con la mirada buscando a Thomas. ¿Dónde está?

—Espero que tu madre no se dé cuenta de que llegamos tarde —dice Kiki, con cuidado de no pisarse el vestido. Este, dorado pero sin estridencias, cae hasta el suelo en ondas majestuosas. Los rizos negros de su cabello se mecen por debajo de sus hombros en bucles oscuros y delicados; lleva los párpados maquillados con un rosa brillante que resalta sus ojos castaños.

—Está demasiado ocupada cotilleando para que le importe —contesto—. Por cierto, estás genial.

—¡Tú también! Qué lástima que ya estés pillada. —Kiki pasa revista a la habitación—. Si no, me casaría contigo.

Están presentes prácticamente todos los miembros del Senado y la Asamblea del Estado de Nueva York, además de nuestros jueces más destacados. Por no mencionar a los hombres de negocios y miembros de la alta sociedad que deben su éxito a mi padre, Johnny Rose, o a su antiguo adversario político, George Foster. Pero esta noche no se trata de ellos. Esta noche el centro de atención soy yo.

—¡Aria!

Enseguida encuentro a quien me llama.

—Hola, juez Dismond —saludo, al tiempo que asiento hacia una mujer corpulenta cuyo cabello rubio parece haberse visto absorbido por un tornado.

Ella me sonríe.

—¡Enhorabuena!

—Gracias —respondo.

La ciudad entera lleva celebrando el fin de la guerra entre la familia de Thomas y la mía desde el anuncio de nuestro compromiso. El Times tiene pensado publicar un perfil sobre mí como una niña mimada de la política y defensora de la unidad bipartidista. Kiki ha estado burlándose de mí desde que se lo conté. «Mi mejor amiga, la niña mimada», se mofa con su mejor voz de presentador de informativos. Tengo que bizquear y darle un manotazo solo para conseguir que pare.

Con Kiki a mi lado, continúo atendiendo mis obligaciones como anfitriona, voy vagando por la fiesta como si llevase puesto el piloto automático.

—Gracias por venir —les digo al alcalde Greenlorn y a nuestros senadores, Trick Jellyton y Marishka Reynolds, y a sus familias.

—No es una fiesta de compromiso cualquiera —celebra el senador Jellyton, que levanta su vaso—. Pero, claro, ¡tú no eres una chica cualquiera!

—Me halaga —contesto.

—A todos nos sorprendió lo tuyo con Thomas Foster —añade Greenlorn.

—¡Soy una caja de sorpresas! —Me río, como si hubiese dicho algo gracioso, y todos se ven obligados a reír conmigo.

Llevo preparándome para esto desde que nací: practicar el arte del parloteo sin trascendencia, recordar nombres, invitar gentilmente a las hijas de los senadores a fiestas de pijamas y cumpleaños, y sonreír incluso cuando sus horribles hermanos llenos de granos fingen tropezarse conmigo con tal de rozarme. Suspiro. Esta es la vida de una niña mimada de la política, me recordaría Kiki.

Nos abrimos camino lejos del centro de la fiesta, esquivando a invitados y a camareros de blanco que zigzaguean por la estancia con bandejas de aperitivos y champán sin límites. Busco a Thomas, pero no lo veo.

—¿Estás nerviosa? —me pregunta Kiki, que atrapa una hamburguesa de cordero en miniatura de una de las bandejas y se la mete en la boca en el acto—. ¿Por ver a Thomas?

—Si por «nerviosa» te refieres a «a punto de vomitar», entonces…, bueno, sí.

Kiki se ríe, pero hablo en serio, estoy temblando. No he visto a mi prometido desde que hace dos semanas me desperté en el hospital con una pérdida parcial de memoria. Después del accidente.

Desde cierta distancia, los invitados parecen felices; los partidarios de la familia Rose se mezclan sin problemas con los adeptos a los Foster. Sin embargo, cuando observo con atención, veo que prácticamente todo el mundo lanza miradas furtivas, crispadas, en torno a la habitación, como si las exquisiteces sociales fueran a esfumarse de un momento a otro y las familias se dispusieran a tratarse de nuevo como siempre lo han hecho.

Como enemigas.

Mi familia ha despreciado a los Foster desde antes de que el padre del padre de mi padre naciera. Odiarlos, tanto a ellos como a sus partidarios, es parte de lo que significa ser un Rose.

O, bueno, de lo que significaba ser un Rose.

—¿Aria? —Una chiquilla viene a mi encuentro a toda velocidad. Tiene alrededor de trece años, el cabello pelirrojo y crespo, y la frente llena de pecas—. Solo quería decirte que lo tuyo con Thomas es lo más.

—Ah, hummm…, ¿gracias?

Se inclina hacia mí.

—¿Cómo has conseguido verte con él en secreto tantas veces? ¿Es verdad que se muda al West Side? ¿Has…?

—Baaasta —interviene Kiki, empujando a la chica hacia un lado de la habitación—. Tienes más preguntas que pecas, y ya es decir.

—¿Quién era? —le pregunto a Kiki una vez que la pequeña se ha marchado.

—No sé. —Resopla—. Pero qué pequeñas les salen hoy en día… Y redondas. Era como una patata pequeña. Definitivamente, una partidaria de los Foster.

Frunzo el entrecejo y cierro los puños con frustración. Hay gente a la que no he visto en mi vida que parece conocer todos los detalles de mi tórrida aventura con Thomas Foster, cuando yo ni siquiera recuerdo conocerle a él, y mucho menos haberme enamorado.

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