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Microsoft - Sanders Lawrence

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    Sanders Lawrence
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Lawrence Sanders El cuarto pecado mortal Título original The Fourth - photo 1

Lawrence Sanders

El cuarto pecado mortal


Título original: The Fourth Deadly Sin

Traducción, Raquel Albornoz

Cubierta : J. Falcó

Licencia editorial de Printer Colombiana, S.A.

para Circulo de Lectores, S.A.

por cortesía de Emecé Editores

ISBN: 958 — — —


UNO

El cielo otoñal que se cernía sobre Manhattan parecía una red de donde se desprendían grises hilos de lluvia en la noche negra y tormentosa. De pie, frente a la ventana de su consultorio, el doctor Simon Ellerbee quiso observar la vida que transcurría abajo en la calle, pero sólo vio el reflejo de su propio rostro atribulado.

No sabía cómo había empezado todo, ni por qué. Él, que siempre había sido tan seguro, en ese momento se sentía vacilante.

Todos los corazones poseen oscuros rincones donde, a veces, se desea la muerte de un ser querido, la risa resulta ofensiva y la belleza reprochable.

Regresó a su escritorio cubierto de legajos y cassettes: las historias clínicas de sus pacientes. Clavó la vista en ese tendal d e miedos, furias y pasiones. Su propia vida podría estar en ese momento ahí, formando parte del desaliño, pese a haber sido siempre ordenada y serena...

Recorrió la habitación con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Reflexionó acerca de su situación y sus opciones cada vez más escasas. Una duda punzante: ¿Cómo se hace para buscar «ayuda terapéutica» cuando uno es terapeuta?

El alma anhela la pureza, pero todos ansiamos lo interesante y exótico. El mal no es más que una palabra, lo que no se ve, n o se sabe, a menos que Dios sea, en realida d u n chismoso.

Se tendió sobre el diván que algunos pacientes insistían en utilizar, aunque consideraba que ese clásico elemento de la psiquiatría era ineficaz, y en ocasiones, contraproducente. Sin embargo, ahí estaba él, acostado, tratando de aquietar el remolino de sus pensamientos, y sin lograrlo más que todos los enfermos que solían ocuparlo.

Lanzó un gruñido y se levantó para volver a caminar. Se detuvo una vez más frente a la ventana. Sólo divisó la tiniebla barrida por la lluvia.

El problema, cavilaba, era aprender a reconocer la incertidum bre. Él, el más racional de los hombres, debía adaptarse a la variabilidad de un mundo donde nada era seguro, y las risas eran producto del azar. Podía obtenerse una gratificación del vivir a tientas, caminando por una senda levemente iluminada al final. ¿Acaso el arte no era eso?

Entró en el baño para mirarse al espejo, acomodarse la corbata y pasarse las manos húmedas por el pelo. Luego salió y se paró delante de la puerta de entrada para recibir a su visitante con una sonrisa.

Sin embargo, cuando se abrió la puerta y vio quién era, emitió un ahogado sonido desde lo profundo de la garganta. Se tapó la cara con las manos para ocultar su consternación. Giró sobre sus talones con los hombros agachados.

El primer golpe hizo impacto sobre su cabeza, tambaleó y perdió el equilibrio. El segundo lo tiro al piso, con la boca pegada a la gruesa alfombra.

El arma continuó subiendo y bajando, destrozándole el cráneo. Sin embargo, a esa altura el doctor Simon Ellerbee estaba muerto; ya no había en él sueños ni dudas, y sus interrogantes quedaban sin respuesta.


DOS

El lunes por la mañana el cielo ya se había despejado y brillaba un sol amarillento. Los peatones caminaban con los abrigos desprendidos pese a la brisa f ría, pero N ueva York poseía el emp u je de comienzos del invierno. Las tiendas se preparaban para la Navidad y los vendedores ambulantes pregonaban rosquillas calientes y castañas asadas.

El ex comisario Edward X. Delaney percibía la aceleración. La ciudad, su ciudad, se movía más de prisa, con un ritmo más intenso. En el aire flotaba el aroma del dinero. Era la temporada de los gastos importantes; si los ladrones no se alzaban con grandes sumas durante las siguientes seis semanas, jamás habrían de conseguirlo.

Caminaba dando largos trancos por la Segunda avenida, con un grueso abrigo que le colgaba so bre sus hombros anchísimos. En la cabeza llevaba un sombrero bien plantado, y tenía los pies, enormes y planos, enfundados en b otas cor t as de c ue r o negro de canguro. Parecía un hombre se ri o con mas apa ri en c ia de monseñor que de ex policía, salvo que los policías nunca son «ex».

El tiempo riguroso le encantaba, lo mismo que todas las casas de alimentos que se inauguraban en Manhattan. Cada día parecía traer un nuevo verdulero coreano, un confitero francés, una casa de comida japonesa para llevar. La mercadería era buena: hongos exquisitos, frutas sabrosas, carnes sazonadas.

¡ Y los panes! Eso es lo que Delaney m ás disfrutaba. Com o decía su esposa Mónica, padecía de «senilidad por los sándwiches »; esa repentina proliferación de pan casero era todo un reto para su imaginación.

Bollos, panecillos esponjosos, pesadas hogazas de centeno. Masa suave que se disolvía en la boca; otras, más compactas, que golpeaban al llegar al estómago.

Entró en unas seis tiendas a comprar esto y aqu e llo hasta l lenar su bolsa de red. Después, temeroso de la posible reacción de Mónica se encaminó a su casa. Se imaginó un sándwich original: salmón ahumado en un bollo partido al medio, tal vez con una rodajita de cebolla y una pizca de mayonesa.

Ese hombre encorvado, con sus botas que resonaban sobre la acera, parecía no mirar nada, pero veía todo. Pasó frente a la Comisaría cuarenta y ocho —su vieja seccional—, llegó a su casa y notó que había un Buick negro, sin matrícula, estacionado en infracción. En el asiento delantero, dos agentes uniformados lo miraron sin interés.

Mónica estaba sentada en una banqueta alta, frente a la mesa de la cocina, repasando su fichero de recetas.

—Tienes visitas —anunció.

—Ivar —dijo él— . Vi su auto en la puerta. ¿Dónde está?

—En el escritorio. Le ofrecí una copa o un café, pero no quiere nada. Dijo que prefería esperarte.

—Podría haber avisado que venía —refunfuñó Delaney, mientras colocaba sobre la mesa la bolsa de las compras.

—¿Qué es todo eso? —preguntó ella, en tono enérgico.

—Unas cositas.

Mónica se inclinó para oler.

—¡Uf! ¿Y ese olor?

—Deben de ser las morcillas.

—¿Morcillas? ¡Aj!

—No las critiques hasta haberlas probado. —Se inclinó para besar a su mujer en el cuello— . ¿Por qué no guardas todo, querida? Yo voy a ver qué quiere Ivar.

—¿Cómo sabes que quiere algo?

—Seguramente no ha venido a saludarme, nada más.

Colgó el sombrero y el abrigo en el armario del rasillo, cruzó el living y se dirigió al escritorio, que quedaba a fondo de la casa. Abrió y cerró la puerta sin hacer ruido, y por un instante pensó que el viceco m isionado Ivar Thorsen se había quedado dormido.

—Ivar, qué gusto verlo.

El vicecomisionado —conocido como el «Almirante» en el a m b i ente del Departamento de Policía— abrió los ojos y se puso de pie. Esbozó una sonrisa y tendió su mano.

—Edward, lo veo muy bien.

—Ojalá pudiera decir lo mismo respecto de usted —sostuvo Delaney, observando a su amigo con ojo crítico— . Lo noto abatido.

—Supongo que sí —suspiró Thorsen—. Usted sabe la actividad que se despliega en el centro, y últimamente no he dormido demasiado.

—Tómese una copa de algo fuerte antes de irse a la cama; es lo me j or que hay para el insomnio. Dicho sea de paso, ya pasó el med io día y le vend rí a bien beber un trago.

—Gracias, Edward. Un whisky chico, por favor.

Delaney acercó una botella y dos vasos, y tomó asiento en su sillón giratorio. Sirvió dos medidas de whisky y ambos entrechocaron sus cop as antes de beber.

—Ah — m usitó e «Almirante» en el momento de sentarse— . Esto es una delicia. Podría hacerme adicto a esta bebida.

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