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Joaquín Guerrero - Complot para matar a un nin

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Joaquín Guerrero Complot para matar a un nin
  • Libro:
    Complot para matar a un nin
  • Autor:
  • Editor:
    Pukiyari Editores
  • Genre:
  • Año:
    2015
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Complot para matar a un nin: resumen, descripción y anotación

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Complot para matar a un nini

Joaquín Guerrero-Casasola

Novela Ganadora

III Concurso Internacional de Novela

Contacto Latino 2015

Las opiniones expresadas en este libro son las opiniones del autor y no representan las opiniones de la casa editora. El autor ha representado y garantizado ser dueño de esta novela y/o tener los derechos legales para publicarla.

Complot para matar a un nini

Todos los Derechos de Edición Reservados

©2015, Joaquín Guerrero-Casasola

Pukiyari Editores/Colección Kimera

Ilustración de portada © 2015, Jonathan Pezzatta

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro. Este libro no puede ser reproducido, transmitido, copiado o almacenado, total o parcialmente, utilizando cualquier medio o forma, incluyendo gráfico, electrónico o mecánico, sin la autorización expresa y por escrito del autor, excepto en el caso de pequeñas citas utilizadas en artículos y comentarios escritos acerca del libro.

ISBN-10: 163065034X

ISBN-13: 978-1-63065-034-6

PUKIYARI EDITORES

www.pukiyari.com

A Xicoténcatl González Barón,

Amigo y ángel de la guarda en las batallas.

—¿Y cómo vamos a matarlo? —interrogó Herodes.

—Lo tenemos que planear a conciencia —respondí—. Necesitamos investigar sus movimientos, sus rutas, capacitarnos en el manejo de armas de alto calibre, como los rifles alemanes de asalto G36 o las bazucas M20, decidir qué haríamos en caso de que nos atrapen; una opción es el suicidio, aunque quizá como presos políticos valgamos más vivos que muertos…

—La cara que pones, pendejo. —Me señaló el Abono, comenzando a dibujar una sonrisa burlona en su rostro, y la de Herodes otro tanto.

—¿Qué cara? —pregunté.

El par de idiotas rompieron a reír. Y aunque yo estaba tan fumado de hierba como ellos, no le veía la gracia. Entonces, el Abono me dijo:

—Hablaste como un puto sicario.

—¿De qué otro modo, si se trata de matar al presidente?

No sé qué habré dicho, pero eso terminó de partirlos. Reían doblados en plena calle.

Para que tengan una imagen clara, el Abono es un tipo pañoso, alto y famélico; no debe pesar más de cincuenta kilos aunque mide uno setenta y cinco; tú lo miras por la calle y esperas que detrás venga el resto del circo. Herodes es pelirrojo —aunque no es irlandés— y tiene un aspecto general de hijo de borracho que no puedes más que sacarle la vuelta, así que verlos reír no sólo era molesto sino repugnante.

Ya no quise defender mi punto. Fui a sentarme en la banqueta. Oscurecía y comencé a sentirme estúpido de perder el tiempo con esos dos maricas. Miré el horizonte. Descubrí una línea horizontal color malva detrás de los edificios altos de las oficinas, parecía una cicatriz que un esfuerzo abre de nuevo. No sé por qué me vino a la cabeza cierto documental donde a una mujer le hacen una incisión con un bisturí; una línea perfectamente recta en el bajo vientre; la línea se ponía de ese mismo color del cielo, malva, y enseguida unas manos enguantadas en látex —manos de un perfecto desconocido— se metían en la raja y sacaban del interior a un bebé que no sabe la que se le espera en este mundo de porquería.

Me puse bastante triste. Recordé que ese día cumplía diecisiete y a todo el mundo le importaba un carajo, incluyéndome a mí.

—¡Ya llegó el Nini! —exclamó el Pandeado en cuanto crucé la puerta.

Me llamaba así, Nini (ni estudia ni trabaja). Y yo a él, Pandeado, por sus piernas arqueadas. No en su cara, me habría molido a golpes. Si de algo se sentía orgulloso ese tipo era de su cuerpo y de lo bien que —según él— le sentaba el traje de mariachi. No es que estuviera mal, pero ya lo digo, tenía las piernas como si siguiera montado a caballo. Mi mamá solía decirle que era el vivo retrato de Jorge Negrete, el Charro Cantor, pero no se fíen de mi madre. También cree que Dios es un viejo de barbas blancas que todo el día mira la Tierra desde las nubes y no tiene otra cosa que hacer que pedirle a sus querubines que toquen música celestial.

El Pandeado estaba sentado y su culo se hacía gordo cada vez que se agachaba bufando, queriéndose poner sus largas botas. Metérselas le estaba costando la vida.

—¡Míralo, Juana! —Mi mamá tan lejos, pero él gritaba de cualquier forma—. ¡Otra vez viene marihuano el cabrón de tu hijo! ¡Carajo, Yago! Enero, febrero, marzo —comenzó a enumerar cerrando sus dedotes prietos—, abril, mayo, junio, julio y agosto. Ya te chingaste ocho meses diciéndonos que ibas a regresar a la prepa que, por cierto, no sé para qué si ya tienes diecisiete. Y no me digas que a pagar las materias porque eso pasa con los pendejos, que siempre andan arreglando lo sin remedio… ¿Cuál fue la otra? Ah, sí. Que ibas a trabajar de vigilante en un lote de autos. Vigilante tú... —Dibujó una mueca de burla—. A ti te dan un cabronazo y te meten la mano del otro lado de la cara. Luego, ¿con qué más saliste? Cierto, que el Abono te iba a dar trabajo en la funeraria de su tío Enrique. Puro vernos las caras de pendejos a mí y a tu madre. ¡Ya estuvo bueno, digo yo, carajo!

Me habría dicho más, pero perdió la energía en el esfuerzo de calzarse las botas. Así que el resto lo completó mirándome con su típico gesto de perdonavidas.

Mamá vino de la pileta de agua, se limpió las manos en su delantal, tranquilizó a su charro, le dio la bendición y él se fue a trabajar. ¿Dónde? A la calle, junto con otros mariachis, a pararse en una esquina como golfas nocturnas, a la caza de clientes que quisieran serenatas o amenizar sus fiestas y cumpleaños con música ranchera. La verdad es que el Pandeado cantaba regular, así que no era para que se las diera de digno frente a mí.

—¿Sabes lo que pienso de los talk shows , Teté? —A mi hermana siempre trataba de decirle las cosas en su cara (no como al Pandeado) porque, sinceramente, pretendía ser una buena influencia en su vida. Ella tenía trece años, un padrastro vanidoso que no la tomaba demasiado en cuenta, una mamá endiosada con el padrastro vanidoso que tampoco la tomaba en cuenta. ¿A quién le tocaba la tarea de darle cierto piso a la niña? Adivinaron.

Teté me miró por encima del hombro. Estaba acostada bocabajo con las piernas dobladas y los pies apuntando al techo mientras veía la televisión.

—No deberías ver ese tipo de programas, Teté.

—¿Por qué no?

—Por tu bien.

—¿Y tú qué sabes qué es mi bien? Es más, tú qué sabes qué es el bien…

Dejé correr otro minuto mirando esa telebasura y se lo dije:

—¿Lo ves? Se echan mierda unos a otros y la conductora habla como si fuera la única que tiene sentido común.

—Tal vez porque lo tiene.

—¿Cómo puedes creer que lo tenga?

—¿Y por qué no?

—Porque el sentido común sería decirles que arreglen sus cosas en privado, no frente a millones de personas a las que sus vidas les interesa un carajo. Podrían, no sé, discutir la bronca en un sitio donde nadie los juzgue.

—Entonces no habría programa, idiota, y ya cállate, no me dejas oír.

—Mi punto es…

—¡Ya, chingao! ¡Si no te gusta, lárgate de aquí! ¡Me amargas la existencia, Yago!

Fui al patio y me recargué en la pared; arañar el salitre puede ser un pasatiempo cuando estás aburrido.

—¿Y ahora qué? —me preguntó mi madre.

Lavaba ropa en la pileta, iluminada por un triste foco de 40 watts que titilaba a punto de fundirse.

—Dilo ya. Quieres dinero. —Cogió aquella camisa blanca de su hombre y la comenzó a golpear contra la pileta, mientras el agua corría a chorros llena de espuma y mugre—. ¿Cuánto esta vez?

—Dos mil pesos —balbuceé.

—¿De veras no sabes lo que significa la palabra vergüenza, Yago? —Cerró la llave. Se puso manos en jarra y me la soltó—. ¿Hasta cuándo crees que vas a seguir así, cabrón? ¿Piensas que la teta es eterna? ¿Sabes por qué sigues tragando aquí? ¿Por qué dejo que te levantes tarde y te salgas a vagar con ese par de marihuanos del Abono y del Herodes? ¿Lo sabes, Yago?

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