Joaquín Leguina - Historia de un despropósito
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- Libro:Historia de un despropósito
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2014
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Historia de un despropósito: resumen, descripción y anotación
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DE LA CRISIS DEL «FELIPISMO» AL ÉXITO DE ZP
El PSOE se presentó a las elecciones de 1996 en malas condiciones anímicas y políticas. A la división interna entre «renovadores» y «guerristas» —un contencioso nunca resuelto— se unía el paso a través de un auténtico viacrucis mediático-judicial, el cual ocupó la última legislatura de Felipe González (1993-1996). En esa legislatura, se mezclaron los más variados escándalos, desde los GAL hasta la huida, caza y captura de Luis Roldán —el director de la Guardia Civil, que había acumulado un notable patrimonio personal a base de trapacerías— pasando por Filesa y todo un rosario de financiaciones ilegales del partido. Todo esto fue utilizado como munición por el PP en aquella larga «carga de la brigada ligera» cuyo eslogan pretendía resumir en tres palabras la acción de Gobierno de los socialistas: «Paro, despilfarro y corrupción».
En cualquier caso, habrá de reconocerse que para quienes dirigieron el ataque fue un triunfo, aunque fuera una victoria pírrica (en las elecciones de 1996 solo 300 000 votos separaron al PP del PSOE). Contra lo que se esperaba, el PSOE obtuvo casi nueve millones y medio de votos (9 425 678), un cuarto de millón más que los que había obtenido en 1993, lo que se tradujo en 141 diputados.
De «derrota dulce» la calificó Alfonso Guerra, pero se equivocaba. Aquella derrota representó el final político de una generación a la que por edad, por ideas y por experiencias vitales pertenezco. Pero no fui capaz entonces de percibir que aquello era el final… Por eso erré el camino. Fui de los que pensaron que bastaría con un descanso para tomar impulso, dejar arreglados los contenciosos internos y volver a la brecha con nuevos bríos y posibilidades de victoria.
Por aquellas fechas andaba yo en la mitad de mi cincuentena y, nada más abandonar la Presidencia de la Comunidad de Madrid (1995), volví a mi oficio de estadístico en el Instituto Nacional de Estadística (INE), donde la gente de mi promoción o aledañas se ocupaba ya de dirigir aquella fábrica, y no tuve sino ayudas para reintegrarme en mi trabajo —después de estar dieciséis años fuera de allí— y lo hice con gusto. Naturalmente, muchas cosas habían cambiado en el INE, y la mayoría de ellas para bien; en tales condiciones, desde mi puesto de asesor del presidente, pude colaborar con algunos trabajos analíticos en torno a fenómenos sociodemográficos que eran los de mi especialidad.
En esas andaba cuando se convocaron las elecciones generales (1996). Caí en la tentación y acepté la oferta de volver a ser diputado nacional. Ahora puedo decir que fue un error político y personal.
En el XXXII Congreso del PSOE, celebrado inmediatamente después de la derrota de 1996, González anunció su renuncia a continuar como secretario general y lo sustituyó Joaquín Almunia. Fue Almunia quien me cooptó para que me ocupara de la política cultural en la nueva ejecutiva. Aquella era una ejecutiva «renovadora», con Cipriano Císcar como secretario de Organización, pero pronto se convirtió en un espejismo. No consiguió ninguna renovación ni pacificó el partido, pero sí cometió un cúmulo de errores que desembocaron en una nueva derrota electoral (año 2000), y esta vez con una fuerte caída en votos (7 920 000 votos, un millón y medio menos que en 1996) y 125 diputados (dieciséis menos que en 1996).
Fue aquella del año 2000 una derrota «hábilmente» trabajada, entre otros, por quien dirigía el partido. Por ejemplo, una buena mañana, Almunia reunió a la ejecutiva y nos comunicó que había decidido innovar: el candidato del partido a la Presidencia del Gobierno sería elegido mediante una votación interna en la cual participarían en pie de igualdad todos los afiliados. Era un procedimiento que no estaba en los estatutos y por lo tanto no era legal. Un sistema que exageradamente se denominó elecciones primarias.
En contra de lo que Almunia pretendía —algo así como una «relegitimación» más allá del dedo de Felipe González, que, según vox pópuli, lo había designado para la Secretaría General—, todas las frustraciones acumuladas se transformaron en una «gran ilusión» regeneradora que Josep Borrell supo aglutinar en torno a su persona… y, claro, Borrell ganó la elección «contra el aparato», como él lo motejó durante toda la campaña interna. Un «aparato» que nunca existió, pues Almunia se trajo gente de fuera de la ejecutiva y puso su candidatura en esas manos, bastante incompetentes, por cierto, y así le lució el pelo. Si hubiera existido un «aparato» de verdad, Borrell no hubiera ganado las primarias, pues en aquellas circunstancias nadie en su sano juicio hubiera celebrado unas elecciones internas con tanto riesgo para el mando.
La noche de la derrota, mientras nos lamíamos las heridas en la sede de la calle Ferraz, Juan Manuel Eguiagaray pronunció una sentencia que creí fruto del pesimismo: «Este es el final político de nuestra generación», dijo. Y, en efecto, así fue… pero, desgraciadamente, fue una muerte lenta. Almunia quiso dimitir aquella misma noche, pero Borrell le pidió que se quedara al frente de la Secretaría General. Joaquín aceptó y aquello fue un error y también un horror.
Así comenzó lo que acabó llamándose bicefalia, con Almunia de secretario general y Borrell de candidato. Pronto se pudo comprobar que aquel vehículo solo funcionaba marcha atrás.
Fueron meses de confusión… hasta que llegó lo peor: se descubrió que dos funcionarios de Hacienda que habían sido colaboradores directos de Borrell cuando este era secretario de Estado de aquel ministerio se habían llevado a un paraíso fiscal bolsas llenas de billetes, dinero procedente de varias coimas obtenidas en sus nuevos destinos en Barcelona.
Acosado por ello, Pepe Borrell —que nada tenía que ver con aquel turbio asunto— decidió dimitir… y quienes lo habían acompañado formando parte de su gabinete como candidato no tardaron en lanzar la especie de que aquel embrollo de las bolsas llenas de dinero había salido a la luz pública a impulsos del «aparato», lo cual, hasta donde yo sé, es falso.
Tras la dimisión de Borrell, Almunia volvió a tomar las riendas y aún tuvo tiempo para un error final: intentar, ya con las elecciones convocadas, un pacto electoral con IU para las candidaturas al Senado, que resultó fallido. Aznar no debió de dar crédito al regalo que se le estaba haciendo, y Rajoy, que dirigía la campaña del PP, desenterró el anticomunismo como quien saca un conejo de la chistera. El PP obtuvo la mayoría absoluta. El PSOE, como ya he dicho, simplemente se hundió, y, antes de que concluyera el recuento electoral, Almunia dimitió de todos sus cargos.
A través de la televisión por satélite que había en las habitaciones del Hotel Carrera de Santiago de Chile, donde yo me alojaba el día de las elecciones españolas, conocí aquella noche antes de acostarme los resultados electorales y pude ver la alegría de los partidarios del PP. Inmediatamente después, las cámaras mostraron la desolada sede socialista de la calle Ferraz y en el atril a Joaquín Almunia anunciando —antes de que se concluyera el recuento— que dimitía de su cargo de secretario general.
Yo estaba en Chile porque el día en el cual se celebraron las elecciones en España tomaba posesión como presidente de la República Ricardo Lagos. Veintisiete años después del golpe de Estado de Pinochet, un socialista, que además había trabajado con Salvador Allende, alcanzaba en las urnas la más alta magistratura del Estado… y yo estaba invitado a la ceremonia que tuvo lugar en Valparaíso, la ciudad portuaria donde Pinochet había mandado construir una nueva sede para el Parlamento y que luego —no era cosa de desairar a la ciudad de los cerros— nadie se atrevió a ordenar que volviera a Santiago. También Pepe Borrell estaba aquel día en Santiago y me lo encontré en el patio de La Moneda, donde nos saludó el nuevo presidente. A este propósito y antes de continuar, se me permitirán unas rápidas pinceladas en torno a aquel viaje.
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