Joaquín Barañao - Historia freak de la Música
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- Libro:Historia freak de la Música
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
- Índice:3 / 5
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Historia freak de la Música: resumen, descripción y anotación
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En vista de mi doble condición de Rey de la omisión de preposiciones y Emperador del typo, les debo la legibilidad de este texto a todos quienes se subieron el carro del crowdreviewing.
Ante todo, agradecer a Daniela Elgueta, por su gigantesca disponibilidad de tiempo y habitual ojo de lince, de las personas lúcidas que me ha tocado conocer; a Loreto Arteaga, melómana redomada, que de tanto empeño que le puso al universo docto ni siquiera alcanzó a gozar de lleno con su propia salsa popular; a Mario Hitschfeld, cuyos «23 años de educación formal, asumiendo que ha sido de calidad» se transformaron en 24 en el transcurso de este proceso, lo que se volvió a notar en los agujeros negros de la redacción; a Nicolás Rioseco, una excelencia de la interpretación que en forma inesperada resultó serlo también de la preposición; a María Luisa de la Noi, quien no escatima en horas y atención a la hora de ubicar los puntos sobres las íes, y a Jean Paul Lobert, su fiel escudero para estos efectos; a María Paz Greene, inagotable manantial de nuevas relaciones; y a Bernardo Quiroga, verdadera eminencia enciclopédica del rock y el metal, quien puso en riesgo la defensa de su doctorado para salvarme de uno que otro monumental desliz.
También a Francisco Marín, uno de los muy escasos especímenes de mi generación que se siente a sus anchas en los espesos recovecos del modernismo; a Carlos Bohle, atento a la consigna de que Nirvana no es el grunge; a Paulina Espinoza y su incursión en los albores de la música popular; a Mauricio Reyes, cuya erudición respecto a todo lo que huela a germano no deja escapar las rimbombancias de Wagner; a Javier Marchant, cuyo histórico chopinismo vino de pelos al momento de chopinear; a Rafael Delpiano, dilucidador de las peripecias matemáticas de Fourier; a Karla Sánchez, ojo afilado del castellano; a Matías Achondo, orgulloso heredero del legado popular latinoamericano; a Alberto Guzmán, por sus certeras precisiones en el divertimento; a Sebastián Acevedo, porque su rollingstonismo es muy bienvenido en un libro como este; a David Poblete, por evidenciar el exceso de nostalgia en mi descripción del metal; a Camilo Vial, por invocar la sabiduría metalera acumulada; a Juan Pablo Baraona, mi consultor independiente en materia de intríngulis de teoría musical; a Claudio Cortés, por responder al llamado desde la twittósfera; a Emilia Castillo, por sus ajustes operáticos; y a Carmen Álvarez, chacal del lenguaje, tromba de la letras guarras, cultora de la poesía urbana.
JOSÉ JOAQUÍN BARAÑAO (Santiago de Chile, 1982) es un escritor chileno que quiere que la historia se aprenda de manera divertida. Es ingeniero civil hidráulico de la Universidad Católica, pero al muy poco andar descubrió que lo suyo no eran los números. Trabajó como asesor parlamentario en el Senado, en la Presidencia y el Ministerio del Interior, en este último puesto a cargo del rediseño de la Ley de Migraciones. Pero nada de esto hubiese sido posible de no haber despejado la cabeza viajando durante 26 meses a lo ancho del globo. Lleva once años curando www.datosfreak.org.
Tras doce años de recopilación y verificación, este libro es el resultado de transformar esa montaña de información en un relato continuo acerca del universo, la vida y la especie humana. Historia Universal Freak es su primer libro.
«La música es la droga».
DJ Lee Haslam
Algunos años atrás, Valorie Salimpoor estaba sumida en lo que ella llamaba «la crisis del cuarto de vida». Su futuro profesional se veía difuso, y no estaba segura de cómo encauzar su reluciente cartón académico.
Subió al auto, pensando que un paseo podría despejarle la cabeza. Sintonizando la radio, se cruzó con los violines agitados de la Danza Húngara N.º 5 de Brahms. «Simplemente sentí este rapto de emoción atravesarme. Fue tan intenso», recuerda Salimpoor. Se detuvo, aparcó junto a la acera y concedió concentración exclusiva al placer. Una vez que Brahms acabó por extinguirse, la euforia dio paso a la intriga. ¿Cómo demonios la mera variación de ondas de presión en el aire puede levantar de esa forma el estado de ánimo? ¿Cómo una particular secuencia de sonidos es capaz de conducirnos desde el subsuelo depresivo a una embriaguez que sotierra el pudor y nos lleva a cantar a voz en cuello en los semáforos?
Decidió dedicar su vida a dilucidar el misterio. Por fortuna, el cartón aquel no era cualquiera: Salimpoor acababa de graduarse en neurociencias. Corrió a casa a googlear «música y cerebro». Un par de clics más adelante daba con Robert Zatorre, de la Universidad de McGill en Montreal, colega y refinado organista, que declara no escuchar «nada compuesto después de 1750».
Innecesario aclarar que ni Salimpoor ni Zatorre eran los primeros en poner el hombro al problema. Ya lo habían intentado portentos intelectuales de otras eras, como algunos de los grandes cracks de la Grecia clásica o Jean Jacques Rousseau. En años más recientes, Steven Pinker, psicólogo evolucionista de Harvard, se asombraba del estatus privilegiado de la música cuando se la mira desde una perspectiva biológica. En The Compleat Gentleman (1622), por ejemplo, se escribía que las personas que no saben de música son «de tal brutal estupidez que apenas algo más que es bueno y […] de virtud se encuentra en ellos». En una reunión de élite, comenta Pinker, es perfectamente aceptable reírse de la ignorancia propia en materia de ciencia, pese a su obvia importancia para tomar decisiones informadas en la vida cotidiana. Sin embargo, osar comentar que «trataste de escuchar a Mozart una vez pero prefieres Andrew Lloyd Webber es tan chocante como sonarte con la manga».
En 1956, el filósofo y compositor Leonard Meyer recurrió a una vieja noción de la psicología según la cual las emociones se originan en la incapacidad de satisfacer deseos. Pensaba que lo mismo puede decirse del caso opuesto, y que encontramos en la música la máxima expresión de ello: el placer de obtener lo que anticipamos. Para Meyer, el cerebro en forma inconsciente intenta predecir los patrones sonoros que entregan las canciones. Cuando acertamos, obtenemos una recompensa, cuyo punto culmine es la piel de gallina que podemos llegar a sentir con cierta combinación precisa de acordes. Un permanente juego de expectativas y logros.
Cuando Meyer elucubró su hipótesis, la neurociencia carecía del arsenal contemporáneo. En 1984, no obstante, salieron al mercado las primeras imágenes por resonancia magnética. La música tenía bien merecido su rol como objeto de estudio: parte del desarrollo inicial de esta tecnología fue financiado por EMI Medical, filial de EMI, en gran medida gracias a las suculentas utilidades de los derechos de las canciones de los Beatles. En 2001, Zatorre empleó estas imágenes para demostrar que la música placentera activa el sistema límbico cerebral en aquellas áreas vinculadas a las recompensas, que podríamos llamar «eufóricas», como las que experimentamos con el sexo, las drogas y la buena mesa. En estos últimos casos, se sabía que el bienestar se explica por la liberación de dopamina, un neurotransmisor. Este dispendio molecular es una estrategia antigua, que explica que los animales busquen comida antes de sentir hambre, y es la culpable de esas tentaciones al pasar frente a una pastelería aromática. ¿Podía demostrarse que ocurría lo mismo con la música?
En 2010, el equipo de McGill introdujo voluntarios a una claustrofóbica cámara de tomografías cerebrales mientras oían desde Chopin hasta punk. Luego tomaron resonancias magnéticas funcionales. Al mismo tiempo, intentaban medir el «nivel de piel-de-gallinez» a través de reacciones corporales, como cambios de temperatura o pulso.
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