Joaquín Leguina - El duelo y la revancha
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- Libro:El duelo y la revancha
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2010
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El duelo y la revancha: resumen, descripción y anotación
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Cuando se muere un dictador, los valientes hacen cola para derrocarlo.
JULIO MARÍA SANGUINETTI
Yo pensaba que los intelectuales amaban, sobre todo, la verdad, pero he comprobado que muchos de ellos prefieren la popularidad.
BERTRAND RUSSELL
Éste es un alegato contra el sectarismo de quienes, sin haber soportado en su mayoría los rigores del franquismo, levantan ahora su bandera en favor de sus víctimas y contra la impunidad de los crímenes cometidos por aquél. Para ellos, durante la Guerra Civil, los buenos no pudieron controlar cabalmente la situación y evitar los desmanes en su territorio, mientras que los malosfueron responsables de un genocidio cuidadosamente planificado. De esta forma, los antifranquistas sobrevenidos, desde un adanismo sospechoso, cometen la misma falta que denuncian: se olvidan de una parte de las víctimas que produjo la vesania desatada por la guerra.
Joaquín Leguina, en un ejercicio que él entiende como una obligación cívica, reflexiona en estas páginas acerca del dolor y la intolerancia; de la batalla —muy alejada del espíritu de la Transición— entre la parte más sectaria de la izquierda que convierte a las víctimas en arietes y una derecha incapaz de asumir de una vez la trágica realidad de las fosas. De la prolongación de todo ello, tanto en la judicatura como en la prensa. También del provecho político que se quiere obtener.
Un brillante escrito sobre el duelo y la revancha que suscita la tan traída y llevada «memoria histórica».
Joaquín Leguina
Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido
ePub r1.2
Titivillus 19.09.15
Título original: El duelo y la revancha
Joaquín Leguina, 2010
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
JOAQUÍN LEGUINA. Nacido en Villaescusa (Cantabria), en 1941, fue durante doce años presidente de la Comunidad de Madrid, y durante once secretario general de la Federación Socialista Madrileña (PSOE). Doctor en Ciencias Económicas (Universidad Complutense de Madrid) y en Demografía (Sorbona de París), es estadístico superior del Estado desde 1969 y ha publicado varios libros de su especialidad.
Su obra literaria es ya apreciable y apreciada, y su última novela, La luz crepuscular, ha obtenido un notable éxito. Articulista en diversos medios, nunca ha hurtado el cuerpo a cuerpo con la polémica, a menudo desde posiciones que pertenecen a una izquierda tan democrática como «políticamente incorrecta». Este libro da fe de ello.
P OCO a poco, los españoles nos hemos ido acostumbrando al sectarismo político, cuyo feroz impulso sólo puede deberse a la demagogia que se ampara en los más bajos instintos. Un sectarismo que no sólo ha invadido la política, también se ha instalado en ámbitos que debieran estar reservados a la reflexión y la objetividad, tales como la judicatura o la prensa, convertidas hoy en campo de batalla. En tales condiciones ambientales, a mi juicio, la recusación del sectarismo se ha convertido en una obligación cívica.
La reacción contundente que se produjo entre las filas autodenominadas «progresistas» ante el procesamiento de Garzón por el Tribunal Supremo, reacción a la que se sumaron sorpresivamente —al menos para mí— los dirigentes de los dos grandes sindicatos españoles, evidenció la existencia de un movimiento revisionista respecto a la Transición democrática realizada en España inmediatamente después de la muerte del general Franco. En contra de la ejemplaridad de la Transición, tan predicada durante largos años, los contestatarios —en parte, hijos de la generación que había protagonizado esa Transición— ponían en solfa las bondades de ésta, llegando a denunciar como cobarde una de las piezas que fueron claves en aquella aventura democrática: la Ley de Amnistía de 1977 que, según estos críticos, no sólo había sido aprobada bajo la amenaza y el ruido de los sables, también dotó de impunidad a los crímenes contra la humanidad cometidos por el franquismo, además de haber servido para imponer una supuesta amnesia colectiva sobre la Guerra Civil y sus funestas consecuencias.
Que hubieran sido dos organizaciones de extrema derecha las denunciantes del juez Garzón y que el Tribunal Supremo hubiera admitido las denuncias en contra del criterio de la Fiscalía hacían inatacables los argumentos según los cuales estábamos (y estamos) asistiendo a una caza del hombre por parte de la derecha en la persona del juez Garzón, y esa inicua persecución del juez, que tenía por objeto su destrucción profesional, tomaba como pretexto —en el colmo del desparpajo derechista— precisamente los crímenes cometidos por el franquismo. Crímenes que se ponían en evidencia cada vez que se abría una fosa de las muchas que habían sembrado por toda España aquellos criminales a quienes una democracia pacata y cobarde había otorgado la impunidad.
El discurso «políticamente correcto», es decir, indiscutible e incuestionable, estaba servido y se imponía la unanimidad en el conjunto de la izquierda frente a una derecha heredera del franquismo, incapaz de asumir la trágica realidad de las fosas.
Pero, a mi juicio, la mayor parte de este discurso, como casi todos los «políticamente correctos», es maniquea y censora. Por otro lado, tengo la convicción de que casi todas las unanimidades son sospechosas… y no siendo yo muy partidario de quienes se alzan con el santo y la limosna y ejecutan el papel de «preclaros ejemplos para la juventud» (tal parece ser el papel que se ha asignado a sí mismo este juez-estrella llamado Baltasar Garzón Real), he escrito las páginas que siguen, para intentar convencer a mis posibles lectores de que no es oro todo lo que reluce ni verdad todo lo que se predica.
Empero, soy consciente de que en España los debates tienden a emponzoñarse, sobre todo si alguien pone en duda las «verdades reveladas», y no soy el único en asegurarlo. Veamos, por ejemplo, lo que a este respecto ha escrito recientemente el profesor Álvarez Junco en El País:
«Debates aparentemente teóricos entrañan con frecuencia riesgos muy reales. Esto lo han sabido de sobra, por ejemplo, en la España de los últimos treinta años, quienes intentaban plantear en términos racionales el tema del nacionalismo ante ambientes nacionalistas; sus palabras podían terminar en amenazas físicas, rupturas de viejas amistades u ostracismo. La tensión, últimamente, se concentra alrededor de la llamada “memoria histórica”. Escribir sobre la República, la Guerra Civil, el franquismo o la Transición es algo que uno no debe hacer sin palparse antes la ropa. Porque puede muy bien ocurrir que termine siendo declarado traidor a alguna causa sagrada».
Pero la cosa no es nueva sino que responde a una arraigada tradición española, la de la intolerancia —tan ligada a las religiones monoteístas—, que anidó entre nosotros hace ya muchos años y que, como el río Guadiana, salta sobre la tierra tras breves tramos oculto bajo ella. Refiriéndose a esa intolerancia, Jon Juaristi (Letras Libres, X-2010) nos ha recordado hace pocas fechas que «el marbete de pastelero se endosó prácticamente a todos los gobernantes moderados de la España liberal, en el siglo que va desde la regencia de María Cristina (1833-1840) a la II República (1931-1939).
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