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Alastair Reynolds - Casa de soles

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Alastair Reynolds Casa de soles

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Alastair Reynolds

Casa de soles

Para Tracy y Grace:

mis hermanas,

con amor

Índice
Resumen

Periódicamente, los shatterlings del clan Gentian han de reunirse en una ostentosa celebración para intercambiar sus recuerdos. Pero algo no va bien: dos de ellos van a llegar unas décadas tarde a la reunión. A su crimen se suma el hecho de que están enamorados. Lo único que se interpone entre ellos y una posible excomunión del clan es un robot llamado Hesperus, de la metacivilización de los mecánicos. Sin embargo, Hesperus tiene amnesia.

Mientras los amantes esperan el castigo que puedan sufrir a manos de sus hermanos clones, interceptan una inesperada y angustiada comunicación que les aconseja que eviten el lugar de reunión a toda costa. Tras seis millones de años de estabilidad, alguien ha decidido que ha llegado el momento de poner fin al clan Gentian.

PRIMERA PARTE

Nací en una casa con un millón de habitaciones, construida en un pequeño mundo sin oxígeno en el límite de un imperio de luces y comercio que los adultos llamaban la Hora Dorada por motivos que no acertaba a comprender.

Era una niña entonces, un solo individuo, y me llamaba Abigail Gentian.

Durante los treinta años que duró mi infancia, apenas vi una pequeña fracción de esa gigantesca, eternamente cambiante mansión. Incluso cuando crecí y me gané el derecho de ir donde quisiera, no creo que llegara a explorar siquiera una centésima parte. Me intimidaban los largos e imponentes pasillos de espejos y cristales; las escaleras de caracol que salían desde las oscuras bodegas y criptas a las cuales jamás acudían los adultos; las salas y cámaras que, supuestamente, y aunque los adultos nunca hablaban de ello en mi presencia, estaban malditas, o al menos no daban la bienvenida a nada que no fueran estancias temporales. Los ascensores y montacargas me asustaban cuando se activaban sin haber recibido en apariencia orden alguna, como si obedecieran los caprichos insondables de una especie de ente que gobernaba la mansión en su totalidad. Era una mansión de fantasmas y de monstruos; en las sombras se escondían espíritus, y tras los paneles entablados acechaban demonios.

Tenía un amigo, aunque ahora no soy capaz de recordar su nombre. Solía venir de cuando en cuando, pero sus visitas eran siempre muy cortas. Se me permitía contemplar la aproximación y el aterrizaje de su lanzadera privada desde una buhardilla acristalada y abovedada situada en lo más alto de la mansión, debidamente protegida del irrespirable exterior. Me encantaba que madame Kleinfelter me dejara subir a la buhardilla, y no solo porque eso implicaba que nos iba a hacer una visita mi único verdadero amigo. Desde allí podía ver toda la mansión y gran parte del mundo en el que estaba construida. La casa se curvaba en todas direcciones, hasta que se perdía en el puntiagudo horizonte del planetoide; allí, un delgado cinto de rocas señalaba los límites de mi hogar.

Era un edificio extraño, aunque durante mucho tiempo no tuve nada con que compararlo. No parecía tener un diseño definido, no había simetría ni armonía en su estructura o, si las había tenido alguna vez, ese orden subyacente se había perdido bajo incontables alteraciones y añadidos, un trabajo que continuaba aún. Aunque el planetoide no tenía atmósfera, y por tanto no existía clima como tal, la casa se había diseñado como si perteneciera a un mundo en el que lloviera y nevase. Todas las partes visibles de la mansión , cada ala y cada torre, había sido coronada por un tejado inclinado d e tejas azules. Había miles de techos que se unían entre si en extraños y perturbadores ángulos. Las chimeneas y las torretas, los miradores y los relojes de las torres puntuaban el accidentado tejado, semejante al lomo de un dinosaurio. Algunas partes de la casa eran de solo uno o dos pisos de alto; otras, en cambio, tenían más de veinte, y se elevaban como montañas a partir de los valles de las estructuras circundantes. Puentes acristalados unían las torres y allí, de cuando en cuando, podía verse una solitaria silueta más allá de las troneras iluminadas. No era tanto una casa como una ciudad, y podías recorrerla de un extremo a otro sin salir nunca al exterior.

Más adelante conocería el motivo por el que mi casa había sido construida de esa manera, el motivo por el que los trabajos de construcción nunca cesaban; pero cuando era una niña lo aceptaba tal cual sin hacer preguntas. Sabía que la casa era distinta de otras que había visto en libros y cubos de relatos, pero lo cierto era que nada de lo que veía allí se asemejaba en absoluto a mi vida. Incluso antes de que aprendiera a leer, supe que había ricos, y desde muy joven me hicieron saber que había apenas cinco familias cuya riqueza podía compararse a la nuestra.

— Eres una muchacha muy especial, Abigail Gentian — me dijo mi madre en una de las muchas ocasiones en que su rostro sempiterno me hablaba desde uno de los paneles de la mansión —. Vas a hacer grandes cosas.

No tenía ni idea de hasta qué punto.

No tardé mucho en comprender que mi amigo también debía de formar parte de una familia rica. Venía en su propia nave, no en una de las naves de pasajeros que de cuando en cuando transportaban a mortales menos afortunados a nuestro planetoide. Solía contemplar su llegada, procedente de lo más profundo del espacio, y veía cómo frenaba emitiendo una llama de cobalto antes de detenerse sobre las alas exteriores de la mansión y hacer una pirueta que la colocaba en posición de aterrizaje, momento en que salían las esqueléticas patas y la nave descendía con elegante precisión sobre el lugar designado, marcado con una flor negra de cinco pétalos, el emblema de nuestra familia; el emblema de la familia de mi amigo era un par de engranajes entrecruzados, el símbolo que estaba plasmado en el casco rebordeado y elegante de la nave.

Cuando el motor se apagaba podía al fin bajar a toda prisa las escaleras de caracol de la torre. La niñera clon que estuviese a mi cargo ese día me llevaba a uno de los ascensores y subíamos, bajábamos y nos desplazábamos horizontalmente hasta llegar al ala de aterrizaje. Por lo general llegábamos allí en el mismo instante en que el niño salía de la nave caminando con pasos vacilantes por la larga rampa, acompañado por dos robots.

Los robots me asustaban. Eran enormes, monstruos de plata gastada con cabeza, torso y brazos, pero con una solitaria y enorme rueda en lugar de las piernas. Sus rostros eran una única línea vertical, como una flecha clavada en el muro de un castillo, en el mismo centro de un temible cráneo en forma de cuña. Sus brazos estaban divididos en varias partes y terminaban en manos de tres garras que no servían para nada más que para romper huesos y carne. En mi imaginación, los robots tenían prisionero al niño cuando no estaba visitándome, y le hacían cosas horribles, tan horribles que ni siquiera podía hablarle de ellas cuando estábamos a solas. Solo cuando fui mayor comprendí que eran sus guardaespaldas, que bajo la tenue estructura de sus mentes anidaba algo peligrosamente parecido al amor.

Los robots llegaban únicamente hasta el límite de la rampa, y nunca pisaban el suelo de madera. El niño vacilaba y después bajaba de la rampa, golpeando con sus brillantes zapatos negros la madera barnizada. Su ropa era negra, a excepción de los puños d e la camisa y un amplio cuello de encaje de color blanco. Llevaba una pequeña mochila, y el pelo negro peinado hacia atrás con una laca de fuerte olor. Su rostro era pálido y algo regordete, y sus ojos redondos y oscuros no parecían ser de ningún color determinado.

— Tus ojos son raros — me decía siempre —. Uno azul y otro verde. ¿Por qué no te los arreglaron cuando naciste?

Los robots giraban entonces sobre sus cinturas y se encaminaban de nuevo hacia la lanzadera, donde esperarían hasta que fuera el momento de que su amo marchara.

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