En A salto de mata se cuenta la historia del joven escritor Paul Auster, sus años de entrada en la literatura y en la vida, hasta poco después de los treinta años y de la muerte de su padre. Pero este conmovedor —y también picaresco y divertido— relato de las peripecias de un joven empeñado en sobrevivir sin traicionar su más profundo deseo, es también un lúcido escrito sobre el dinero, tema inusual en la literatura contemporánea. Para los padres de Auster, el dinero «siempre tenía la última palabra». El dinero hablaba, y si uno seguía sus argumentos, aprendería el lenguaje de la vida…
Paul Auster
A salto de mata
Crónica de un fracaso precoz
ePub r1.0
SoporAeternus 29.05.16
Título original: Hand to Mouth. A Chronicle of Early Failure
Paul Auster, 1997
Traducción: Benito Gómez Ibáñez
Diseño de cubierta: Titivillus
Editor digital: SoporAeternus
ePub base r1.2
Cuando llegué a la treintena, pasé por unos años en los cuales todo lo que tocaba se convertía en fracaso. Mi matrimonio terminó en divorcio, mi trabajo de escritor se hundía y estaba abrumado por problemas de dinero. No me refiero simplemente a una escasez ocasional, ni a tener que apretarme el cinturón de cuando en cuando, sino a una falta de dinero continua, opresiva, casi agobiante, que me envenenaba el alma y me mantenía en un inacabable estado de pánico.
La culpa era solo mía. Mi relación con el dinero siempre había sido imperfecta, enigmática, llena de impulsos contradictorios, y ahora pagaba el precio de negarme a adoptar una posición clara al respecto. Desde siempre, mi única ambición había sido escribir. Lo sabía desde los dieciséis o diecisiete años, y nunca me había hecho ilusiones de que podría ganarme la vida escribiendo. El escritor no «elige una profesión», como el que se hace médico o policía. No se trata tanto de escoger como de ser escogido, y una vez que se acepta el hecho de que no se vale para otra cosa, hay que estar preparado para recorrer un largo y penoso camino durante el resto de la vida. A menos que se resulte ser un elegido de los dioses (y pobre de quien cuente con ello), con escribir no se gana uno la vida, y si se quiere tener un techo sobre la cabeza y no morirse de hambre, habrá que resignarse a hacer otra cosa para pagar los recibos. Yo comprendía todo eso, estaba preparado para ello, no me quejaba. En ese aspecto, tuve una suerte inmensa. No sentía un interés particular por los bienes materiales, y la perspectiva de ser pobre no me asustaba. Lo único que quería era una oportunidad de realizar la obra que sentía en mi interior.
La mayoría de los escritores llevan una doble vida. Ganan buen dinero en profesiones normales y se las arreglan lo mejor que pueden para escribir por la mañana temprano, a altas horas de la noche, durante el fin de semana, las vacaciones. William Carlos Williams y Louis-Ferdinand Céline eran médicos. Wallace Stevens trabajaba en una compañía de seguros. T. S. Eliot fue banquero, luego editor. Entre mis conocidos, el poeta francés Jacques Dupin es codirector de una galería de arte en París. William Bronk, el poeta norteamericano, dirigió el negocio familiar de carbones y madera al norte del estado de Nueva York durante más de cuarenta años. Don DeLillo, Peter Carey, Salman Rushdie y Elmore Leonard trabajaron durante largas temporadas en publicidad. Otros escritores se dedican a la enseñanza. Esa es quizá la solución más corriente en la actualidad, y con tantas universidades importantes y facultades de provincias ofreciendo cursos de eso que llaman «talleres de escritura», novelistas y poetas andan continuamente a la greña para pescar clases. ¿Quién puede reprochárselo? El sueldo quizá no sea muy alto, pero se trata de un trabajo fijo y el horario es bueno.
Mi problema era que no quería llevar una doble vida. No es que no quisiera trabajar, pero la idea de fichar en algún sitio de nueve a cinco me dejaba frío, totalmente desprovisto de entusiasmo. Con veintipocos años me sentía demasiado joven para sentar cabeza, demasiado lleno de proyectos para perder el tiempo ganando más dinero del que quería o necesitaba. En el aspecto financiero, solo pretendía arreglármelas. La vida era barata en aquella época y, como no tenía a nadie a mi cargo, me imaginaba que podría ir tirando con unos ingresos anuales de unos tres mil dólares.
Hice un curso de posgrado, pero solo porque la Universidad de Columbia me ofrecía una beca de dos mil dólares y matrícula gratuita, lo que significaba que en realidad me pagaban por estudiar. Incluso en aquellas condiciones ideales, enseguida comprendí que no tenía nada que hacer allí. Estaba harto de clases, y la perspectiva de pasarme otros cinco o seis años estudiando me parecía un destino peor que la muerte. Ya no quería hablar más de libros, quería escribirlos. No me parecía bien, por principio, que un escritor se refugiase en la universidad, rodeándose de personas afines y viviendo demasiado a gusto. Existía un riesgo de autocomplacencia, y una vez que cae en ella, el escritor puede darse por perdido.
No voy a justificar las decisiones que tomé. Si carecían de sentido práctico, lo cierto era que yo no pretendía serlo. Lo que deseaba eran experiencias nuevas. Ansiaba salir al mundo y ponerme a prueba, pasar de una cosa a otra, explorar todo lo que pudiera. Mientras mantuviese los ojos abiertos, me figuraba que todo lo que pasara sería aprovechable, me enseñaría cosas que ignoraba. Parece una actitud anticuada, y quizá lo fuese. Joven escritor se despide de familia y amigos y sale hacia un destino desconocido para descubrir de qué está hecho. Para bien o para mal, dudo de que me hubiese convenido cualquier otra actitud. Tenía energía, la cabeza llena de ideas y el gusanillo de los viajes. Como el mundo era tan grande, lo último que deseaba era andar con pies de plomo.
No me resulta difícil describir estas cosas y recordar lo que me parecían entonces. El problema empieza cuando me pregunto por qué las hice y por qué las consideraba de aquel modo. Los demás jóvenes poetas y escritores de mi clase tomaban decisiones sensatas sobre su futuro. No éramos chavales ricos que pudieran contar con el apoyo económico de sus padres, y una vez que saliéramos de la universidad tendríamos que arreglárnoslas por nuestra cuenta. Todos nos enfrentábamos a la misma situación, todos conocíamos el paño, y sin embargo ellos actuaban de una forma y yo de otra. Eso es lo que sigo sin explicarme. ¿Por qué mis amigos obraban con tanta prudencia y yo con tanta temeridad?
Procedía de una familia de clase media. Había tenido una infancia cómoda y nunca había sufrido las carencias y privaciones que acosan a los seres humanos que viven en este mundo. Nunca había pasado hambre, ni frío, jamás había sentido que peligrase ninguna de las cosas que tenía. La seguridad era algo natural y sin embargo, pese a las comodidades y a la buena suerte de mi familia, el dinero era un tema de conversación e inquietud constantes. Mis padres habían conocido la Depresión, y ninguno de los dos se había recuperado plenamente de aquellos tiempos difíciles. Ambos estaban marcados por la experiencia de no tener lo suficiente, pero llevaban la herida de modo diferente.
Mi padre era avaro; mi madre, pródiga. Ella gastaba; él, no. El recuerdo de la pobreza no se le había borrado de la mente, y aunque las circunstancias de su vida habían cambiado, no lograba creérselo del todo. Ella, por el contrario, disfrutaba mucho del cambio de situación. Le gustaban los rituales del consumismo y, como tantas norteamericanas antes y después de ella, cultivaba las compras como un medio de expresión, elevado a veces al rango de forma artística. Entrar en una tienda era iniciar un proceso alquímico que dotaba a la caja registradora de propiedades mágicas y transformadoras. Deseos incoherentes, necesidades intangibles, anhelos inexpresables, pasaban por la caja del dinero y se hacían realidad, convirtiéndose en objetos palpables que podían tenerse en la mano. Mi madre nunca se cansaba de hacer ese milagro, y las facturas resultantes se convertían en la manzana de la discordia entre mi padre y ella. Ella pensaba que podíamos permitírnoslo; él, no. Dos estilos, dos concepciones del mundo, dos filosofías morales se encontraban en eterno conflicto, que al final destrozó su matrimonio. El dinero era la línea de falla, y se convirtió en el único y agobiante tema de discusión entre ellos. La tragedia consistía en que ambos eran buenas personas —atentos, honrados, trabajadores—, y aparte de ese feroz campo de batalla parecían llevarse bastante bien. Nunca llegué a entender cómo una cuestión relativamente tan poco importante podía causarles tantos problemas. Pero el dinero, por supuesto, nunca es solo dinero. Siempre es otra cosa, siempre es algo más, y siempre tiene la última palabra.