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Biografía
Paul Auster nació en Newark, Nueva Jersey, el 3 de febrero de 1947. Es escritor, traductor y cineasta. Es autor de los libros La invención de la soledad (1982); La trilogía de Nueva York (1987), compuesta por las novelas Ciudad de cristal (1985), Fantasmas (1986) y La habitación cerrada (1986); El país de las últimas cosas (1987); El Palacio de la Luna (1989); La música del azar (1990); Pista de despegue (1990); El cuento de Navidad de Auggie Wren (1990); Leviatán (1992); El cuaderno rojo (1992); Mr. Vértigo (1994); A salto de mata (1997); Tombuctú (1999); Experimentos con la verdad (2000); El libro de las ilusiones (2002); La historia de mi máquina de escribir (2002); La noche del oráculo (2003); Brooklyn Follies (2005); Viajes por el Scriptorium (2006); Un hombre en la oscuridad (2008); Invisible (2009); Sunset Park (2010); Diario de invierno (2012) e Informe del interior (2013); y de los guiones de las películas Smoke (1995) y Blue in the Face (1995), en cuya dirección colaboró con Wayne Wang, y Lulu on the Bridge (1998) y La vida interior de Martin Frost (2007), que dirigió en solitario. Su Poesía completa ha sido publicada por Seix Barral (2012). Ha editado el libro de relatos Creía que mi padre era Dios (2001). Ha recibido numerosos galardones, entre los que destacan el Premio Médicis por la novela Leviatán, el Independent Spirit Award por el guión de Smoke, el Premio al mejor libro del año del Gremio de Libreros de Madrid por El libro de las ilusiones, el Premio Qué Leer por La noche del oráculo y el Premio Leteo; ha sido finalista del International IMPAC Dublin Literary Award por El libro de las ilusiones y del PEN/Faulkner Award por La música del azar. En 2006 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Es miembro de la American Academy of Arts and Letters y Comandante de la Orden de las Artes y las Letras de Francia. Su obra está traducida a más de cuarenta idiomas. Vive en Brooklyn, Nueva York.
Informe del interior
Al principio todo estaba vivo. Los objetos más pequeños estaban dotados de corazones palpitantes, y hasta las nubes tenían nombre. Las tijeras caminaban, teléfonos y cafeteras eran primos hermanos; ojos y gafas, hermanos. El reloj tenía cara humana, cada guisante de tu plato poseía una personalidad diferente, y en la parte delantera del coche de tus padres la rejilla era una boca sonriente con numerosas piezas dentales. Los lápices eran dirigibles; las monedas, platillos volantes. Las ramas de los árboles eran brazos. Las piedras podían pensar, y Dios estaba en todas partes.
No era difícil creer que el hombre de la luna era un hombre de verdad. Veías cómo te miraba por la noche desde el cielo, y no cabía duda de que era la cara de un hombre. Poco importaba que aquel ser no tuviera cuerpo: en lo que a ti se refería seguía siendo un hombre a pesar de todo, y la posibilidad de que existiera una contradicción en todo aquello no se te pasó una sola vez por la cabeza. Al mismo tiempo, era perfectamente verosímil que una vaca fuese capaz de saltar sobre la luna. Y que un plato saliera corriendo con una cuchara.
Tus pensamientos más tempranos, restos de cómo vivías de pequeño en tu interior. Guardas sólo algunos recuerdos, elementos dispersos, breves destellos de reconocimiento que surgen inesperadamente en ti en momentos aleatorios: suscitados por algún olor, el tacto de algo, o la forma en que la luz recae sobre un objeto en el presente de la edad madura. Al menos piensas que recuerdas, te parece recordar, pero puede que no recuerdes en absoluto, o sólo rememores alguna evocación posterior de lo que crees que pensabas en aquel tiempo lejano que ya está casi perdido para siempre.
Tres de enero de 2012, exactamente un año después del día en el que empezaste a escribir tu último libro, tu ya concluido diario de invierno. Una cosa era escribir sobre tu cuerpo, el catálogo de los múltiples golpes y placeres experimentados por tu ser físico, y otra explorar tu mente tal como la recuerdas de tu infancia, que sin duda será una tarea más difícil: quizá imposible. Te sientes, sin embargo, impelido a intentarlo. No porque te consideres un objeto de estudio raro o excepcional, sino precisamente porque no lo eres, porque de ti mismo piensas que eres como cualquiera, como todo el mundo.
La única prueba que posees de que tus recuerdos no son enteramente engañosos es el hecho de que a veces incurres en la misma forma de pensar. A tus sesenta y tantos años persisten vestigios, el animismo de la primera infancia aún no se ha desterrado por completo de tu intelecto, y todos los veranos, cuando te tumbas en la hierba, observas las nubes viajeras y ves cómo se transforman en caras, en pájaros y animales, en estados, países y reinos imaginarios. Las rejillas de los coches te siguen sugiriendo dientes, y el sacacorchos continúa siendo una bailarina de ballet. Pese a la evidencia exterior, sigues siendo quien eras, aunque ya no seas la misma persona.
Al pensar hasta dónde quieres llegar con esto, has decidido no cruzar la frontera de los doce, porque a esa edad ya no eras un niño, se avecinaba la adolescencia, atisbos de la edad adulta habían empezado a parpadear en tu cerebro, y te habías convertido en una persona diferente, ya no eras el pequeño cuya vida consistía en una incesante zambullida en la novedad, que todos los días hacía algo por primera vez, incluso varias cosas, o muchas, y ese lento progreso de la ignorancia hacia algo cercano al conocimiento es lo que ahora te interesa. ¿Quién eras, hombrecillo? ¿Cómo te convertiste en persona capaz de pensar, y si podías pensar, adónde te llevaban tus pensamientos? Desentierra las viejas historias, escarba por ahí, a ver qué encuentras, luego pon los fragmentos a la luz y échales un vistazo. Hazlo. Inténtalo.
El mundo, por supuesto, era plano. Cuando algún chico mayor intentaba explicarte que la tierra era una esfera, un planeta que describía una órbita en torno al sol junto con otros ocho astros en algo llamado sistema solar, no entendías lo que te estaba contando. Si la tierra era redonda, entonces todos los que estaban más abajo del ecuador se caerían, porque era inconcebible que una persona pudiera pasarse la vida viviendo al revés. El chico mayor trataba de explicarte el concepto de gravedad, pero eso también quedaba al margen de tu comprensión. Te imaginabas a millones de personas precipitándose de cabeza por la oscuridad de una noche infinita, devoradora. Si la tierra era efectivamente redonda, te decías a ti mismo, entonces el único sitio seguro era el Polo Norte.