Paul Auster - Informe del interior
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- Libro:Informe del interior
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
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Informe del interior: resumen, descripción y anotación
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¿Quién eras, hombrecillo? ¿Cómo te convertiste en persona capaz de pensar, y si podías pensar, adónde te llevaban tus pensamientos? Desentierra las viejas historias, escarba por ahí, a ver qué encuentras, luego pon los fragmentos a la luz y échales un vistazo. Hazlo. Inténtalo.
Con estas palabras se dirige Paul Auster a su yo infantil al comienzo de Informe del interior, obra memorística (compañera de Diario de invierno) en la que el autor norteamericano se sumerge en su visión del mundo desde la primera niñez e indaga, a través de los recuerdos, en su desarrollo moral e intelectual. A base de objetos, cartas y fotografías, Auster explora el despertar en su infancia a la vida y a la escritura, y cimienta su obra autobiográfica más personal.
Paul Auster
ePub r1.0
Titivillus 10.02.15
Título original: Report from the Interior
Paul Auster, 2013
Traducción: Benito Gómez Ibáñez
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Al principio todo estaba vivo. Los objetos más pequeños estaban dotados de corazones palpitantes, y hasta las nubes tenían nombre. Las tijeras caminaban, teléfonos y cafeteras eran primos hermanos; ojos y gafas, hermanos. El reloj tenía cara humana, cada guisante de tu plato poseía una personalidad diferente, y en la parte delantera del coche de tus padres la rejilla era una boca sonriente con numerosas piezas dentales. Los lápices eran dirigibles; las monedas, platillos volantes. Las ramas de los árboles eran brazos. Las piedras podían pensar, y Dios estaba en todas partes.
No era difícil creer que el hombre de la luna era un hombre de verdad. Veías cómo te miraba por la noche desde el cielo, y no cabía duda de que era la cara de un hombre. Poco importaba que aquel ser no tuviera cuerpo: en lo que a ti se refería seguía siendo un hombre a pesar de todo, y la posibilidad de que existiera una contradicción en todo aquello no se te pasó una sola vez por la cabeza. Al mismo tiempo, era perfectamente verosímil que una vaca fuese capaz de saltar sobre la luna. Y que un plato saliera corriendo con una cuchara.
Tus pensamientos más tempranos, restos de cómo vivías de pequeño en tu interior. Guardas solo algunos recuerdos, elementos dispersos, breves destellos de reconocimiento que surgen inesperadamente en ti en momentos aleatorios: suscitados por algún olor, el tacto de algo, o la forma en que la luz recae sobre un objeto en el presente de la edad madura. Al menos piensas que recuerdas, te parece recordar, pero puede que no recuerdes en absoluto, o solo rememores alguna evocación posterior de lo que crees que pensabas en aquel tiempo lejano que ya está casi perdido para siempre.
Tres de enero de 2012, exactamente un año después del día en el que empezaste a escribir tu último libro, tu ya concluido diario de invierno. Una cosa era escribir sobre tu cuerpo, el catálogo de los múltiples golpes y placeres experimentados por tu ser físico, y otra explorar tu mente tal como la recuerdas de tu infancia, que sin duda será una tarea más difícil: quizá imposible. Te sientes, sin embargo, impelido a intentarlo. No porque te consideres un objeto de estudio raro o excepcional, sino precisamente porque no lo eres, porque de ti mismo piensas que eres como cualquiera, como todo el mundo.
La única prueba que posees de que tus recuerdos no son enteramente engañosos es el hecho de que a veces incurres en la misma forma de pensar. A tus sesenta y tantos años persisten vestigios, el animismo de la primera infancia aún no se ha desterrado por completo de tu intelecto, y todos los veranos, cuando te tumbas en la hierba, observas las nubes viajeras y ves cómo se transforman en caras, en pájaros y animales, en estados, países y reinos imaginarios. Las rejillas de los coches te siguen sugiriendo dientes, y el sacacorchos continúa siendo una bailarina de ballet.
Pese a la evidencia exterior, sigues siendo quien eras, aunque ya no seas la misma persona.
Al pensar hasta dónde quieres llegar con esto, has decidido no cruzar la frontera de los doce, porque a esa edad ya no eras un niño, se avecinaba la adolescencia, atisbos de la edad adulta habían empezado a parpadear en tu cerebro, y te habías convertido en una persona diferente, ya no eras el pequeño cuya vida consistía en una incesante zambullida en la novedad, que todos los días hacía algo por primera vez, incluso varias cosas, o muchas, y ese lento progreso de la ignorancia hacia algo cercano al conocimiento es lo que ahora te interesa. ¿Quién eras, hombrecillo? ¿Cómo te convertiste en persona capaz de pensar, y si podías pensar, adónde te llevaban tus pensamientos? Desentierra las viejas historias, escarba por ahí, a ver qué encuentras, luego pon los fragmentos a la luz y échales un vistazo. Hazlo. Inténtalo.
El mundo, por supuesto, era plano. Cuando algún chico mayor intentaba explicarte que la tierra era una esfera, un planeta que describía una órbita en torno al sol junto con otros ocho astros en algo llamado sistema solar, no entendías lo que te estaba contando. Si la tierra era redonda, entonces todos los que estaban más abajo del ecuador se caerían, porque era inconcebible que una persona pudiera pasarse la vida viviendo al revés. El chico mayor trataba de explicarte el concepto de gravedad, pero eso también quedaba al margen de tu comprensión. Te imaginabas a millones de personas precipitándose de cabeza por la oscuridad de una noche infinita, devoradora. Si la tierra era efectivamente redonda, te decías a ti mismo, entonces el único sitio seguro era el Polo Norte.
Influido sin duda por los dibujos animados que tanto adorabas, pensabas que el eje de rotación sobresalía por el Polo Norte. Semejante a uno de aquellos postes giratorios a franjas que había a la puerta de las barberías.
Las estrellas, por otro lado, eran inexplicables. Ni agujeros en el cielo, ni velas, ni luces eléctricas ni nada que se pareciera a lo que tú conocías. La inmensidad del aire sobre tu cabeza, la enormidad del negro espacio que mediaba entre tu ser y aquellas diminutas luminiscencias, era algo que se resistía a toda comprensión. Encantadoras y benévolas presencias suspendidas en la noche, que estaban allí porque debían estarlo y por ninguna otra razón. Obra de Dios, sí, pero ¿en qué diantre estaría pensando?
En aquella época tus circunstancias eran las siguientes: la Norteamérica de mediados de siglo; madre y padre; triciclos, bicicletas y carritos; radio y televisión en blanco y negro; coches con palanca de cambios normal; dos apartamentos pequeños y después una casa en un barrio de las afueras; salud precaria al principio, y más adelante la fortaleza física normal de la niñez; colegio público; familia de esforzada clase media; ciudad de quince mil habitantes poblada de protestantes, católicos y judíos, todos blancos salvo por algunos negros, pero ni budistas, ni hindúes, ni musulmanes; una hermana pequeña y ocho primos hermanos; tebeos; Rootie Kazootie y Pinky Lee; «I Saw Mommy Kissing Santa Claus» [«Vi a mamá besando a Santa Claus»]; sopa Campbell’s , pan de molde Wonder y guisantes de lata; coches con el motor trucado (bólidos) y cigarrillos a veintitrés centavos el paquete; un mundo pequeño dentro del grande, que para ti era entonces el mundo entero, porque el ancho mundo aún no estaba a la vista.
Armado con una horca, un furioso Farmer Alfalfa corre por un maizal persiguiendo al Gato Félix. Ninguno de los dos habla, pero sus actos van continuamente acompañados de una música metálica, acelerada, y mientras observas cómo ambos entablan otra batalla de su guerra inacabable, estás convencido de que son de verdad, de que esas figuras sin orden ni concierto, dibujadas en blanco y negro, están tan vivas como tú. Todas las tardes salen en un programa de televisión llamado
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