Si alguna vez ha cruzado por su mente la idea de disolver su matrimonio, si siente que no vale la pena seguir luchando por ese trabajo o esas personas que lo han despreciado; haga un alto y dese la última oportunidad leyendo este libro.
Usted tiene en sus manos una novela que debe ser leída antes de tomar una decisión de divorcio, antes de renunciar a sus más caros anhelos, antes de resignarse a vivir desalentado.
«LA ULTIMA OPORTUNIDAD», es una obra magistral de Carlos Cuauhtémoc Sánchez autor de «Un grito desesperado» y «Juventud en éxtasis», que le proporcionará enormes dosis de energía para enfrentar sus problemas. Al terminar de leerla usted se sentirá más productivo, más alegre, y, sobre todo, más fuerte en el área emocional.
Carlos Cuauhtémoc Sánchez
La última oportunidad
ePub r1.0
XcUiDi 23.04.15
Título original: La última oportunidad
Carlos Cuauhtémoc Sánchez, 1994
Editor digital: XcUiDi
ePub base r1.2
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Viviendo cerca de un amor conyugal tan hermoso aprendí a respetar a la pareja y a anhelar tener una así. Todo tiene un principio: Por eso, papá y mamá , públicamente les doy las gracias. Sin ustedes nada en mi vida hubiera sido igual.
PREFACIO
Un fracaso matrimonial es algo para lo que comúnmente no se está preparado. La decisión de casarse viene siempre acompañada de una fuerte carga de ilusiones y sueños… «El divorcio es un infortunio que sucede sólo a los demás, a los que no se aman, a los que descuidan a su pareja… Eso nunca me ocurrirá a mí…». De la misma forma visualizamos a una familia unida, con niños lindos y sanos… «¿Y los bebés enfermos? Ah, son raros, y por supuesto Dios mediante, no me tocará uno a mí…».
No puedo menos que sonreír con aciaga melancolía. Los hechos son a veces tan distintos de los anhelos…
Mi único hijo se hallaba en la sección de terapia intensiva, en el séptimo piso del hospital; su estado era crítico y su diagnóstico incierto; mi esposa estaba con él. Sólo se permitía una visita por vez y yo tenía que esperar hasta que ella saliera. No había mucho que hacer. Mi esposa no me permitiría ver al niño…
¡Qué pesadilla tan cruel! Mi hijo estaba al borde de la muerte. Mi matrimonio deshecho…
Era de noche cuando tomé pluma y papel por primera vez con la sola intención de desahogarme.
Me encerré con doble llave en la habitación y permanecí estático por varios minutos. Jugueteé con la pluma. Tracé algunos garabatos grotescos. Necesitaba poner en orden mis ideas, descubrir en qué momento comencé a bajar el tobogán que me condujo hasta allí. Discutir con Dios en voz alta y calibrar los recuerdos de algunos hechos que aún no entendía.
Al fin mi letra se dibujó redonda y grande al comenzar a reclamar:
¿En qué pensabas, Señor, cuando hiciste aparecer en mi vida a esa mujer y propiciaste nuestra unión, sabiendo que no éramos compatibles? ¿En qué pensabas cuando, hincado con ella frente a tu altar, nos bendijiste sabiendo las enormes dificultades que nos esperaban? ¿En qué pensabas cuando me ocultaste sus defectos permitiendo que yo me diera cuenta de ellos cuando era demasiado tarde? ¿En qué pensabas cuando permitiste que nuestro hijo viniera al mundo en un cuerpo a veces sano y a veces traicioneramente enfermo? ¿Por qué no me preparaste? ¿Por qué te has deleitado en jugar conmigo?
Detuve la incipiente reclamación. Miré por la ventana. La noche era clara y diáfana. Hacía tiempo que no veía un cielo nocturno así… Mi alma estaba deshecha; mi espíritu atribulado; mi cuerpo cansado… Reinicié la escritura como el viajero que se aventura a una tierra extraña, tratando de hallar tesoros escondidos en los que nadie cree.
Atrapado por tan deprimentes circunstancias entendí los conceptos más importantes de mi existencia. Tuve que caer hasta el sumidero para detenerme a reflexionar, una y otra vez me preguntaba, mientras escribía, por qué no lo hice antes.
1
SI QUIERES IRTE, VETE
La epilepsia de nuestro hijo Daniel fue evolucionando lentamente. Primero tuvo las llamadas crisis focales sensoriales (constantemente decía oler o escuchar cosas que nosotros no percibíamos); más tarde aparecieron las «ausencias» del mal (períodos breves de poca duración, en los que el pequeño Ajaba la mirada, suspendía la actividad que venía realizando y permanecía quieto como estatua, sin conocimiento y sin capacidad para responder a estímulos externos). Finalmente, después de un período bastante largo en el que no sufrió ataque alguno, apareció la primera crisis convulsiva tónico-clónica del gran mal.
Esa noche también sobrevino el caos familiar.
Estábamos en la casa después de un día común de trabajo. Nos disponíamos a dormir cuando escuchamos la voz del pequeño llamándonos desde su recámara. Mi esposa acudió de inmediato. Yo seguí con toda calma colgando mi traje y mi corbata.
—David, ven rápido. Por favor…
Detuve mis movimientos en señal de alerta. La voz de Shaden sonó verdaderamente alarmada. Reaccioné y asustado corrí al cuarto del niño.
—Tiene alucinaciones… Otra vez.
Me hinqué frente a mi hijo que, llorando, levantaba la mano derecha y señalaba un ente monstruoso que sólo él veía. Su mirada estaba desencajada y sus palabras eran incongruentes, muestra inequívoca de la actividad eléctrica desordenada de su corteza cerebral.
—Cálmate, mi vida —le decía tratando de abrazarlo—. No es nada… Cierra los ojos… Pero Daniel seguía gritando presa de un terror indecible, con el rostro rígido y contraído en un rictus de pánico…
—No quiero que se vayan… —Articulaba entre gemidos.
—¿Qué dices? Nadie se va a ir…
En ese momento se tranquilizó y tuvo un período de franca lucidez…
—Siento el aura —balbuceó—, los brazos me cosquillean, tengo mucho miedo papá…
—No va a pasar nada… —Le dije al momento en que lo recostaba en su cama previniendo lo que sí podría pasar…
—Los quiero a los dos… juntos…
Fue lo último que dijo antes de lanzar un grito sordo y paralizarse. Entonces comenzaron las convulsiones.
Shaden y yo habíamos leído mucho respecto a las diferentes manifestaciones de la epilepsia, pero nunca, hasta esa noche, presenciamos de cerca la fuerza de un ataque espasmódico del gran mal. Mi esposa se mordió el puño llorando y yo, con torpeza, aflojé la ropa del pequeño para ayudarlo a respirar y puse almohadas a sus costados. La impotencia de no poder hacer otra cosa era tanto más terrible cuanto más violentas las contracciones. Se recomendaba no tratar de inmovilizarlo, ni introducir objetos a su boca, ni darle medicamentos o remedios… Sólo esperar… A los pocos minutos las sacudidas se hicieron más suaves, hasta que fueron desapareciendo por completo. El niño recobró parcialmente el conocimiento moviendo la cabeza y quejándose.
Las lágrimas me llenaron los párpados. Lo abracé susurrándole al oído que lo amábamos.
Shaden también se acercó a acariciarlo. Era en extremo doloroso enfrentar el sufrimiento de un hijo y no poder hacer nada para ayudarlo.