Éste es quizá el libro más fuerte de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. En él, nos describe como la maldad y la venganza tratan de atraparnos en su denso fango y cómo, a su vez, cualquiera que esté dispuesto a pagar el precio de triunfar, puede volar a la realización.
Leyendo VOLAR SOBRE EL PANTANO, aún después de haber sido difamado, robado, maltratado, de haber vivido o presenciado alcoholismo, ruina económica, violación o soledad, los problemas se convertirán en retos y el lector adquirirá la confianza de saber que vencerá…
He aquí una impactante y emotiva novela de superación personal, que nos dará otro panorama de la vida, la familia y la misión que todo ser humano debe cumplir.
Carlos Cuauhtémoc Sánchez
Volar sobre el pantano
ePub r1.0
XcUiDi 23.04.15
Título original: Volar sobre el pantano
Carlos Cuauhtémoc Sánchez, 1995
Editor digital: XcUiDi
ePub base r1.2
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Zahid.
Desde que te vi por primera vez,
me di cuenta de que eres un triunfador.
Este libro es para ti.
1
LA SOLEDAD
Lisbeth parecía desconcertada por mi insistencia.
Dejó su vaso de refresco sobre la mesa y me miró de forma transparente por unos segundos.
—No te entiendo —me dijo—, habíamos convenido olvidar ese asunto y ahora quieres revivirlo.
La brisa del mar le alborotó el largo cabello. La miré temblando con la carta de mi hermana en la mano.
—Que yo sepa, Alma no sufrió como tú sufriste —le dije—, pero seguramente no se necesita vivir algo tan duro para hundirse.
—¿Hundirse? ¿Porqué piensas que se ha hundido?
—No sé. Tal vez estoy malinterpretando las cosas o mezclando su carta con mis pesadillas…
Me detuve. Lisbeth me miraba callada. Me encogí de hombros y completé:
—Las pesadillas han vuelto.
Asintió lentamente.
—Lo sé.
Caminé hacia ella.
—Son demasiado reales otra vez… No quería preocuparse.
—Pero el médico nos dijo que los sueños no se repetirían a menos que…
Dudó.
—Dilo.
—A menos que volvieras a vivir una angustia similar.
—Exactamente. Por eso necesito que me platiques la historia que nunca quise oír… Necesito que tú me digas lo que siente una mujer que ha sido víctima de un abuso. Porque las pesadillas tienen el ingrediente de siempre: mi hermana Alma. La escucho gritar, llorar, suplicarme. Y me despierto sudando, mirándola, cómo si estuviera allí, con su gesto solitario, ávido de afecto, de comprensión y ayuda…
Un grupo de pelícanos volando en delta pasó sobre nuestras cabezas.
Lisbeth sabía que no tenía otra alternativa, que yo no quitaría el dedo del renglón. Suspiró.
—Está bien.
Cuando mi padre irrumpió en el recinto, estaba preparándome para dormir.
Extrañamente, no tocó la puerta. Entró con vehemencia como si se estuviera quemando la casa.
—¡Tienes que venir conmigo! Vístete rápido.
Era una orden.
—¿Qué ocurre?
—No hagas preguntas. Apresúrate.
Sólo algo muy grave podía provocar en él esa actitud a las diez de la noche.
—¡Te estoy esperando…!
—Ya voy.
Terminé de vestirme con la primera indumentaria que hallé a la mano. Salí de mi cuarto asustada. Sin decir palabra, papá caminó decidido a la puerta exterior. Lo seguí. Casi en el umbral estaba mi madre retorciéndose los dedos. Pasamos junto a ella. Evadió mi mirada.
El automóvil se hallaba con el motor en marcha, la portezuela abierta y las luces encendidas, como si hubiese detenido el vehículo de paso sólo para recogerme.
—¿Adónde vamos?
No contestó. Tenía el rostro desencajado, la respiración alterada. Manejó rápidamente, casi con enojo. Se dirigió al centro de la ciudad.
—¿Desde cuándo sales con ese joven? —cuestionó.
—¿Adónde vamos, papá?
—Te hice una pregunta.
—Desde hace cuatro meses.
—¿Te ha dado a probar alguna sustancia?
—Papá, ¿qué te pasa?
De improviso viré a la derecha y se internó por una barriada oscura y peligrosa. Después de dar varias vueltas sin la más elemental precaución, se detuvo justo frente a un grupo de tipos que, sentados en la banqueta, se drogaban. Eran seis o siete. Acomodados en semicírculo, los bultos humanos enajenados compartían los estupefacientes con movimientos extremadamente torpes.
—¿Lo ves? —Mi padre se hallaba fuera de sí.
Negué con la cabeza.
—¿Qué quieres que vea?
—Observa bien.
Se encorvó para alcanzar una linterna que llevaba debajo del asiento y cuando estaba tratando de encenderla, una de las muchachas drogadas se levantó para acercarse a nosotros. Mi padre la alumbró con el reflector. Era joven, de escasos dieciséis o diecisiete años, con la cara sucia, sin sostén y la blusa abierta hasta la mitad.
—No abras —dijo papá.
La chica se aproximó al automóvil tambaleándose, puso su boca sobre la ventana de mi lado, fue bajando lentamente hasta que su repugnante lengua excoriada terminó de lamer el cristal.
—Vámonos —dije temblando por el repentino terror que me causó la escena—. No sé qué tratas de enseñarme.
—Observa.
La joven desapareció bajo mi portezuela. Papá aprovechó para apuntar con la linterna de mano hacia el grupito de despojos humanos.
—¿Ahora sí lo ves?
El haz luminoso descubrió el rostro de un muchacho que yo conocía muy bien.
—¿Martín…?
—Sí.
—No puede ser… Sólo se parece…
—Es él.
—Pero…
Una angustia lacerante comenzó a asfixiarme. Abrí la puerta y me bajé. Sin quererlo, pisé a la chica que estaba alucinando casi debajo del automóvil. No se quejó. Caminé con pasos trémulos hasta los drogadictos. Mi padre me alcanzó.
—Es peligroso…
Martín levantó la cara y me clavó la vista como intentando reconocerme.
Las lágrimas de miedo se convirtieron en lágrimas de ira. Quise golpearlo, matarlo, matarme… Maldije la hora en que se detuvo para invitarme a salir, la hora en que, sin conocerlo más que de vista, acepté, la hora en que…
—Hola… —bisbisó—, necesi… ven… acércate… necesito…
—Vámonos.
—Espera. Quiere decirme algo.
—¡Vámonos!
Me jaló hacia el coche, hizo a un lado a la muchacha, me abrió la puerta, subió y arrancó a toda velocidad.
Durante un buen rato en el camino de regreso a casa no hablamos. Yo llevaba la vista perdida, los ojos llenos de lágrimas, un nudo de rabia en la laringe.
—Sé, cómo te sientes, Lisbeth —dijo al fin—. Pero hay muchos hombres en el mundo. Este sujeto te engañó… Y, perdóname que lo diga pero, qué bueno que lo viste ahora, antes de que te lastimara o te indujera a drogarte también.
No contesté… ¿Cómo decirle que sentía poco amor y poca atención en mi casa? Que no importaba que viviéramos entre algodones si nadie se interesaba realmente en mí, la vida no tenía valor alguno ¿Cómo decirle que precisamente por tener una existencia vacía me había entregado a él… aun sin amarlo ni conocerlo bien…?
—Yo también me siento destrozado por tu tristeza —comentó—. La semana pasada dijiste que querías mucho a ese joven.