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Germán Holtheuer - El anillo de la familia Chester

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Germán Holtheuer El anillo de la familia Chester
  • Libro:
    El anillo de la familia Chester
  • Autor:
  • Genre:
  • Año:
    2013
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El anillo de la familia Chester: resumen, descripción y anotación

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Nacho es un muchacho que ha recibido de la mano de su padre la tarea de cuidar un emblemático y misterioso anillo: una valiosa pieza que además lleva grabado el tácito estigma del patriarca de la familia.
¿Podrá el anillo sobrevivir en manos de un niño a las inclemencias de una ciudad como La Habana?

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Luz

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Introducción

Ahora que comienzo a tomarme un poco más en serio ciertas cosas, El anillo de la familia Chester vendría siendo mi segunda novela. Aparentemente es una novela autobiográfica , pero yo les aseguro que no lo es tanto, es algo más parecido a una autobiografía fingida. Y como la realidad es capaz de deponer a la ficción, hay una abadesa detrás del tortuoso camino que me apunta con el dedo exigiendo que me quite la careta, o una pandilla de desquiciados amigos rascándose la cabeza.

En El anillo de la familia Chester aparecen de alguna manera todos los amores, determinados pasajes de ensueño, que me han servido para torear los recuerdos cada vez más distantes y recrear a aquel personaje malo que casi todos alguna vez hemos conocido, pero que en realidad nunca fue tan bárbaro, ni tan pérfido, ni tan infame; y esa figura agazapada, bondadosa, honesta e indulgente que pretende ser yo, túmbenla que está hecha de un material ligero.


Para mis hijos Jana y Guillem


Un ángel solitario en la punta del alfiler

Oye que alguien orina.

Roque Dalton


El patriarca

Por el año 1950, Ignacio Chester , en pleno apogeo de su emisora de radio, como premio al éxito, mandó a hacer un anillo: una maciza argolla de oro con piedra. Don Gastón, el cura de la parroquia y su amigo íntimo, le recomendó un conocido joyero que trabajaba en una pequeña tienda del centro; de aquellas que al tocar el timbre del establecimiento sale un viejo con la lupa pegada al ojo a recibirte. El mismo que te abre la puerta, atiende el teléfono, y sigue metódicamente con sus manos el proceso de cada pieza. Joyas que luego aparecen en la vitrina, la cual exhibe un número reducido de muestras, aunque muy sugerentes, capaces de convencer a los más entendidos o intuitivos que tienen el dinero para gastárselo.

El pequeño negocio estaba ubicado en la calle Diagonal Cervantes. A escasos metros hay una construcción colonial que inicialmente fue la casa de los gobernadores y ahora es el correo de Santiago, a un costado de la catedral metropolitana de estilo neoclásico. <> Me gustan los estilos porque tienen nombres interesantes, aunque siempre los confundo y cambio de épocas. Lo mismo me ocurre con el arte y sus movimientos, y a decir verdad, yo le habría puesto gótico, queda mejor para la historia que les quiero contar, porque también es de bárbaros, pero del siglo XX.

No es mucha la información que tengo de aquel célebre orfebre, pero es probable que llevara de apellido Boussin .

El encuentro ocurrió de manera cordial y enseguida se enzarzaron en una larga conversación de aquellas que parecen una pelea por el subido tono de voz, como si fuera un encuentro entre antiguos compañeros de colegio y se conocieran de toda la vida. Aunque no fuese así, se dio por hecho que al trabajar tan cerca el uno del otro, se habrían visto en infinidades de ocasiones. Sin embargo, no debemos olvidar que este era su primer encuentro y el preámbulo para conocerse mutuamente. Al señor Boussin no le bastaba con saber el grosor del dedo, además le interesaba indagar un poco más en la personalidad y gustos de sus clientes.

-¡Ya sé hombre, sé exactamente lo que está buscando!-le dijo el señor Boussin a mi abuelo, con una exclamación ronca de ultratumba modulada desde el interior de una gran papada, que se movía dando saltitos al igual que un globo desinflado atado a un poste de la calle. Armando tal escándalo como si mi abuelo fuera sordomudo, y con una exquisita versatilidad en sus gestos que, por un momento, habría contrariado a mi abuelo. Porque, si aquel joyero no hubiese sido tan bien recomendado, el abuelo Nacho lo habría tomado por un sujeto fanfarrón. Del tipo de aquellos vendedores ambulantes que la labia les resbala con despilfarro y el ceño desenfrenado por estrepitosos movimientos de peluca. Negociantes que al pavonearse abusan de esa galantería pedante para crear el efecto de la gran empresa que cargan sobre sus espaldas. Pero en el caso del señor Boussin , la justa y necesaria para regodearse de su virtuosismo.

-¡Por supuesto un anillo al estilo sello, grueso pero con piedra! y con la forma de un trompo, que nazca del dedo como un trompo, sí, un trompo con formas suaves y curvas… nada de aristas, y en el centro una corona de oro blanco; digna y resistente que sujete bien esa importante piedra o diamante que, a pesar de su cautividad, brillará como si b ailara al compás del trompo. De su mesa caerán las guirnaldas que la convertirán en la pieza única que pretende ser, y claro, tendrá ese toque elegante y distintivo, el mismo que usted se merece mi estimado caballero…

A las tres semanas, el abuelo Ignacio lucía un feroz anillo en el dedo. En realidad, sí tenía la forma de un trompo pero muy discreto, y los grabados sí bajaban curiosamente por los laterales del anillo, aunque no como guirnaldas. Más bien parecidas a pequeñas pirámides sobrepuestas que llenaban el centro de otra pirámide mayor con unas aristas perfectamente rectas y buriladas. Limpias y brillantes, talladas idénticamente unas con respecto a las otras.


La parcela

El abuelo Ignacio Chester fue el padre de cinco hijos, entre ellos un Nachito. Sin embargo, cuando nací yo, se enmarañó el asunto. Claro, mi bisabuelo también era un Nacho, pero al no ser longevo facilitó las cosas. Los Nachos, hasta donde yo sé, nunca han sido longevos. A no ser que continuáramos indagando hacia atrás, pero aquí se cortaría la cadena y sería todo más fácil.

De modo q ue cuando nací, le quité el apodo a mi padre. Esto lo decidió mi abuela Elba, el día que me tejió y regaló un chaleco café sin mangas y se dio cuenta de que ya no era un bebé. Entonces mi abuelo pasó a ser llamado: “el abuelo Nacho”, mi padre, “el Nacho” y yo, “el Nachito”. Me gustaba con el artículo delante, me daba cierto caché dentro de aquel entorno patriarca.

Pocos años después de la muerte d el abuelo Nacho, con mi familia: padres y dos hermanas, vivíamos en una casa construida sobre una de las tierras del difunto patriarca. Una casa de madera prefabricada en una parcela de cinco mil metros cuadrados bastante alejada del centro de la ciudad. En aquel entonces, durante el gobierno de Salvador Allende, mi padre trabajaba para el estado en un puesto de baja categoría ya que acababa de comenzar. Debido a nuestros precarios ingresos económicos, cultivábamos la tierra, además de vivir de una cantidad importante y variada de árboles frutales. Aparentemente no éramos pobres frente a la mayoría de las parcelas que nos circundaban, nuestra casa denotaba un estilo de clase media en quiebra que se refugiaba en el campo.

Aquella añorada parcela era como una especie de prima menor, perteneciente a una familia de pequeñas casas bastante comunes en Chile, debido a su geografía. Que suben ribeteando las faldas de los cerros y justo en su costura aparece un río pequeño que lo único que arrastra y vive en su interior es el polvo que lame de las calles. Callejuelas más parecidas a los senderos que han dejado, durante quien sabe cuantas décadas, las ojotas del hombre. Polvo que al mojarse se endurece y adquiere el color y consistencia de la greda.

El pequeño río de mi pueblo era como una gran acequia , más conocido por canal, que bajaba caudalosamente ramificado por todos sus terrenos, bañando los más deliciosos tomates y cebollas que he comido en toda mi vida. Aquel río tenía algo especial, un no sé qué, qué al recordarlo me estremecen sus vitaminas, como si en vez de agua llevara la leche materna que me hizo crecer.

Había que recorrer un buen tramo para llegar al primer puente, una estructura hecha de cualquier manera a fin con el entorno. Del otro lado del río no había nada más que liebres y serpientes de plata que cesaban de brillar detrás de grandes rocas a cada cincuenta metros más o menos, y luego otra roca y otra más pequeña hasta que la vista se clavaba en los picos nevados de la cordillera. Sólo llegaron cerca de allí mis heraldos de papel sin cola, revoloteando por los aires, y no siempre volvían a aparecer tras cada vuelo rasante. Sus vidas encomendadas a la suerte dependían sólo y estrictamente de mis intuitivas manos de pescador artesanal, pero más frágiles. Mis volantines cuando descubrieron que también existía la libertad nunca llevaron cola, era más excitante darles la posibilidad de elegir algunas partes de su trayecto. A pesar de ser más arriesgado, de esta manera, disfrutábamos bastante más los dos. Finalmente, cuando lograba que el volantín emergiera desde la otra punta del hilo, veía por última vez la tierna pepa de sandía pegada en el cielo antes de irse a bolina por detrás de una larga hilera de eucaliptos que delimitaba la realidad de mi pueblo.

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