PREFACIO
por Mal Warshaw
Durante los últimos seis meses había perdido a cuatro de las personas más queridas para mí —mis padres, un primo y mi mejor amigo— y casi había perdido a la madre de mi esposa, que se debatió entre la vida y la muerte durante varios meses. Todo esto había ocurrido en un período increíblemente corto y me había afectado profundamente, ampliando el conocimiento que tenía del encuentro con la muerte.
Cuando Richard Bove, un colega del Pratt Institute, donde yo daba clases, me sugirió que la muerte podría ser objeto de un reportaje fotográfico, la idea me sedujo inmediatamente. Mi esposa, Betty, también se entusiasmó con el proyecto y subrayó la importancia que tendría captar visualmente los diferentes aspectos del proceso de morir. Fueron su coraje, su inteligencia y, lo más importante de todo, su generosidad (al permitirme compartir con ella sus propios miedos y fantasías sobre la muerte) los que me permitieron abrirme y entrar en contacto con mis propios sentimientos de duelo; así fue como inicié un proceso de investigación con el fin de encontrar una respuesta a nuestras comunes ansiedades acerca de lo que es morir.
Mi amiga y agente, Lucy Kroll, me presentó a Beth, una mujer de 42 años de edad que se estaba muriendo de cáncer. Beth se hallaba dispuesta a compartir esta experiencia, permitiéndome fotografiar los últimos momentos de su vida. Después de trabajar un cierto tiempo con ella y de haber tomado cientos de fotos, un amigo me sugirió que se las enseñara a Elisabeth Kübler-Ross. De este encuentro nació una buena amistad, una admiración y un respeto mutuos y la firme decisión de trabajar juntos. Conocer a la doctora Kübler-Ross, dadas sus especiales cualidades y dotes, ha sido uno de los mejores regalos obtenidos de esta colaboración.
Mediante el trabajo con Beth y tras haber observado a familiares y amigos en situaciones similares, me di cuenta de que la expresión de los rostros de las personas que sufren una enfermedad terminal y que han aceptado la inevitabilidad de su muerte es extraordinaria; una combinación de tranquilidad, vigor y profundo conocimiento. Lo que yo esperaba captar en cada fotografía era la esencia de esa mirada, de manera que estos sentimientos pudieran ser compartidos. Para ello, desde luego, sería necesaria una serie de tomas que mostraran el proceso, elaborando un marco de referencia para cada historia individual.
Normalmente, un fotógrafo disfruta de una relación gratificante con el tema de su elección, sea éste un ser humano, un paisaje o un objeto inanimado. Es un observador desapegado de la escena objetiva, que contempla desde su profundo sentido estético, creando un ambiente tal que permite al otro sentirse cómodo para, de esta manera, poder realizar su trabajo con el mayor rigor. Esto suele funcionar en casi todos los casos. En el que nos ocupa, tal distanciamiento era impensable. Afortunadamente para mí —y espero que para mi trabajo—, mis «temas» se hicieron mis amigos. No hay manera de mantenerse alejado de un amigo que se está muriendo si uno quiere mantener una comunicación real y compartir sus sentimientos.
Tratar con lo imprevisible constituyó el mayor desafío al realizar estas fotografías. No hay manera de saber en qué momento va a ocurrir algo dramático y lleno de significado. Quería estar ahí, en el lugar exacto, en el momento preciso y con la lente adecuada para captar lo que Robert Frank llama «la humanidad del momento». Prever esto era, obviamente, imposible. Dediqué una gran parte de mi tiempo a mantenerme atento y comprender, a formar parte de lo que estaba ocurriendo, a fin de que fueran mi instinto y mi sensibilidad los que me guiaran.
Esto fue posible gracias a las complejas técnicas que existen hoy en el campo de la fotografía, pues tuve que prescindir de luces especiales para que la cámara no resultara molesta. Todas las fotografías fueron tomadas con cámaras réflex de 35 milímetros. Las películas de alta velocidad y la variedad de lentes me permitieron adaptarme a la continua variedad de escenarios.
Nadie ha posado para estas fotos. Estuve presente al fondo de la habitación, con mi cámara, como observador de los pequeños y cotidianos incidentes así como también de los momentos especiales. Las personas que fotografié cobraron un lugar muy importante en mi vida; fueron mis maestros. Aprendí a examinarme a mí mismo de una manera que hasta entonces había evitado; fue doloroso, claro, pero extrañamente benéfico. Descubrí que, en la medida en que me permitía encarar el hecho de morir, abrazaba más plenamente la vida. Me sentí aliviado y más en paz conmigo mismo.
Siempre estaré agradecido a estos amigos, Beth, Louise, Linda, Jamie y Jack, y a todos los enfermos terminales por permitirme entrar en sus vidas y compartir con ellos su más preciada posesión: el poco tiempo que les quedaba.
Traté de fotografiar las diversas etapas del proceso de morir, las imágenes de la lucha interior por aceptar lo inaceptable de la muerte. Espero que, a medida que el lector contemple y lea este libro, vaya sintiéndose menos en conflicto con la idea de morir y sea capaz de vivir más libremente, como a mí me ocurre ahora.
INTRODUCCIÓN
por Elisabeth Kübler-Ross
Conocí a Mal Warshaw a través de un amigo que estaba al tanto de mi trabajo con pacientes en fase terminal y también del interés que Mal tenía por entender algo mejor el misterio de la muerte. Después de una conversación preliminar con Mal, en la que me explicó sus metas, le invité a mi casa, donde no sólo aprecié su valía profesional sino también su valía humana. Estaba interesado en estudiar un tema que demasiada gente trata de evitar.