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Ivan Cosos - El arte de vivir del dinero ajeno (Las Pecuniarias nº 2) (Spanish Edition)

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Ivan Cosos El arte de vivir del dinero ajeno (Las Pecuniarias nº 2) (Spanish Edition)
  • Libro:
    El arte de vivir del dinero ajeno (Las Pecuniarias nº 2) (Spanish Edition)
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    2012
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El arte de vivir del dinero ajeno (Las Pecuniarias nº 2) (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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El arte de vivir del dinero ajeno

Una pastoral sobre inversión y especulación

Iván Cosos

Edición Kindle


Esta obra constituye la segunda del «Ciclo de las Pecuniarias», siendo la primera la que lleva por título:

El arte de vivir del esfuerzo ajeno. Una fábula sobre la apropiación del valor.

Editorial Melusina, S.L. , 2010

Copyright © 2012 Iván Cosos J.N.S.P.S.

Diseño de cubierta Iván Cosos J.N.S.P.S.

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Dedicado a mis amigos y amigas, compañeros del gran viaje.


Índice


—Entonces , ¿qué era eso del dinero-tiempo?...

—Sencillo, es la capacidad de disponer de un dinero por un plazo de tiempo.

—Mm. ¿Me puede dar un ejemplo?

—Si alguien te concediera un préstamo por periodo de tres años, pasarías a tener dinero-tiempo.

—¿Así que mis ahorros también son dinero-tiempo?

—No, zagal. Eso no tiene fecha de caducidad; es sencillamente tu dinero.

—Ah, entiendo. Lo que hay en mi cuenta bancaria sólo es dinero.

—Eso vuelve a ser dinero-tiempo. Y no es tuyo precisamente, porque lo vendiste.

Ricardo iba de una habitación a otra intentado recordar. Se detenía un momento con los brazos en jarras, contemplativo, y a continuación volvía a la habitación de la que acababa de salir. Buscaba en los armarios sin saber exactamente qué, esperando toparse precisamente con aquello que estaba a punto de dejar en casa.

Encima de la cama reposaban desde hacía minutos las distintas mudas perfectamente ordenadas, aguardando diligentemente para entrar en la bolsa de viaje. Él las inspeccionaba satisfecho y al mismo tiempo contrariado, porque veía en los huecos entre los montoncitos de ropa las cosas que no se llevaría por olvidadizo, por despistado, por poco previsor. No es que fuera muy grave, tampoco se iba a la selva, pero no estaba acostumbrado a las salidas fuera de la ciudad y tenía cierto temor a pasar por alto algún detalle indispensable.

Volvió a deambular compulsivamente por el piso, mordiéndose su grueso labio inferior. Por la radio sonaban las noticias, anunciando nuevas medidas gubernamentales para frenar un posible ataque especulativo sobre la deuda soberana del país. Como abstraído, Ricardo fijó por un momento su atención en las palabras que salían del aparato: «…los tipos de interés van a subir para la deuda emitida por el gobierno y la situación de déficit a largo plazo se agravará…» ¡Qué galimatías! En un arranque de concentración, esforzado, porque había sido una semana dura, trató otra vez de repasar mentalmente la lista de enseres para el viaje: pantalones de abrigo, camisas gruesas, paraguas, calcetines… ¡Ah, los pañuelos! Corrió a buscarlos algo aliviado al poder rellenar uno más de los huecos que había sobre la cama.

Se hacía tarde y si no quería llegar en noche cerrada debía ponerse pronto en marcha. Tras otro par de compulsivas vueltas por el piso, tuvo que reconocer que no hallaría objeto o pieza de abrigo alguna que no hubiera tenido ya en cuenta. De todas maneras nunca podría prever todos los imponderables, por eso precisamente los llamaban imponderables, ¿no? Y a fin de cuentas, se trataba sólo de una salida de cinco días. ¿Por qué estaba tan nervioso entonces? Nervioso no. Excitado era la palabra.

Excitación para un hombre que llevaba meses sin tomar un merecido descanso. Habituado a un discurrir de rutinas, sin vida familiar, del trabajo a casa y de casa al trabajo y así por los siglos de los siglos. Su existencia era un lacónico encadenamiento de actos repetitivos. Sin sorpresas, sin grandes alegrías y sin sustos, afortunadamente. ¿Había elegido esa vida para sí? Jamás había siquiera llegado a planteárselo, la rutina se encargaba de arreglarlo; era el bálsamo que le impedía divagar demasiado sobre la dirección de su porvenir o el sentido de sus metas. La hermana rutina lo tenía ocupado, lo mecía con inagotable mimo, día tras día, protegiéndole de cualquier inquietante duda. De ese modo lo había acompañado hasta el meridiano de su vida, con un silencioso pacto mutuo: ella le proporcionaría el confort de pisar suelo firme cada día y él, a cambio, se esforzaría diligentemente en hacer lo mismo semana tras semana, mes tras mes, año tras año, con voluntad y ahínco.

En ese estado de cosas, ¿cómo había ocurrido? ¿Qué había impulsado a Ricardo aquél lejano día, puesto que nada hacía Ricardo sin tiempo por delante, a fijar sus ojos en el folleto que había traído el correo? ¿Qué le impulsó a pedir la reserva en la casa rural de ese recóndito paraje para pasar los días del largo puente?

Su secretaria pareció tan sorprendida como él mismo al oírle declamar que estaría fuera los cinco días para hacer un receso y desconectar un poco. Casi tembló al ver la incrédula mirada de ella, que enseguida disimuló con la mayor educación para no parecer descortés. Pero esa mirada lo había hecho patente: Ricardo estaba siendo infiel. Sin el menor aviso, había decidido dar la espalda a su amante rutina por un escarceo, por una vulgar pretendiente con ínfulas de aventura.

Por eso Ricardo se hallaba nervioso, por eso daba vueltas buscando algo. Ese vago temor de que el estar dando la espalda a esa compañera largo tiempo querida y respetada podría suponer represalias para él. Todo acto conlleva consecuencias, él lo sabía mejor que nadie, lo veía a diario en las causas judiciales. Y aún no alcanzaba a entender qué razón lo había hinchado del coraje necesario y lo había tentado para buscarse una alternativa al tedio y la monotonía. De modo que todo podía ocurrir a partir de entonces: podía encontrarse trastabillando por un nuevo sendero de imprevistos, de desagradables sorpresas, dudas y preguntas. Y él no era un hombre dado a improvisar. Sin embargo allí estaba, ansioso y dispuesto. O al menos ligeramente ansioso y dispuesto. Temeroso también.

En un arranque final de resolución cerró la bolsa, cogió su abrigo y cruzó la estancia. En el recibidor, justo antes de salir, se echó un vistazo frente al espejo. «Te estás quedando calvo», se dijo. Bueno, despegarse de la rutina era eso precisamente, empezar sentir pequeñas punzadas fuera de su abrigo, ver con distintos ojos las cosas de siempre, constatar los hechos, a veces dolorosos, que hasta entonces había podido ignorar con más o menos atino, por repetitivos, por inconsecuentes.

Una vez dentro de su vehículo, Ricardo encendió la radio otra vez. ¿La radio? ¿Había apagado la radio de su casa? No recordaba haberlo hecho. Con las tribulaciones de sus preparativos, el runrún de las noticias había ido diluyéndose y no sabía decir si sonaba o no al dejar finalmente el lugar. Estuvo dudando unos minutos, con la angustia causada por una creciente certeza que, efectivamente, los vecinos iban a tener que soportar la programación radiofónica todo el fin de semana. Iba a ser un fin de semana larguísimo. Estuvo a punto de bajarse del coche y regresar, pero el retraso que llevaba acumulado en sus planes iniciales pudo más que la prudencia, de modo que decidió que, sí, que había apagado el aparato antes de irse. Y que si no lo había hecho tampoco era el fin del mundo.

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