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Los últimos románticos

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Unknown Los últimos románticos
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    Los últimos románticos
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    2020
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Los últimos románticos: resumen, descripción y anotación

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La vida de Irune transcurre entre su casa y la fábrica de papel en la que trabaja, en un pueblo industrial cerca de Bilbao. Insegura, algo maniática e hipocondríaca, esta mujer es capaz de enfrentarse al mundo cuando cree que debe hacerlo, e intenta vivir de acuerdo con unos valores que la sociedad parece haber olvidado. Su círculo se reduce a los compañeros de trabajo, la vecina y un operador de Renfe al que llama furtivamente para consultar horarios de trenes que nunca llega a tomar. Cuando surge un conflicto en la fábrica, sin saber muy bien cómo, Irune acaba viéndose involucrada. A partir de ahí, su vida da un giro inesperado y ante ella aparece la oportunidad que, sin saberlo, estaba esperando. Los últimos románticos es una novela irresistible sobre los sueños que nos mueven a actuar y el valor de lo verdaderamente importante. En esta historia, Txani Rodríguez, dueña de una escritura elegante, luminosa y directa, nos habla sobre lo que nos convierte en comunidad: el cuidado de las personas, la solidaridad y la preservació del entorno natural.

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La vida de Irune transcurre entre su casa y la fábrica de papel en la que trabaja, en un pueblo industrial cerca de Bilbao. Insegura, algo maniática e hipocondríaca, esta mujer es capaz de enfrentarse al mundo cuando cree que debe hacerlo, e intenta vivir de acuerdo con unos valores que la sociedad parece haber olvidado. Su círculo se reduce a los compañeros de trabajo, la vecina y un operador de Renfe al que llama furtivamente para consultar horarios de trenes que nunca llega a tomar.
Cuando surge un conflicto en la fábrica, sin saber muy bien cómo, Irune acaba viéndose involucrada. A partir de ahí, su vida da un giro inesperado y ante ella aparece la oportunidad que, sin saberlo, estaba esperando.
Los últimos románticos es una novela irresistible sobre los sueños que nos mueven a actuar y el valor de lo verdaderamente importante. En esta historia, Txani Rodríguez, dueña de una escritura elegante, luminosa y directa, nos habla sobre lo que nos convierte en comunidad: el cuidado de las personas, la solidaridad y la preservación del entorno natural.

Txani Rodríguez
Los últimos románticos
Seix Barral
SINOPSIS
La vida de Irune transcurre entre su casa y la fábrica de papel en la que trabaja, en un pueblo industrial cerca de Bilbao. Insegura, algo maniática e hipocondríaca, esta mujer es capaz de enfrentarse al mundo cuando cree que debe hacerlo, e intenta vivir de acuerdo con unos valores que la sociedad parece haber olvidado. Su círculo se reduce a los compañeros de trabajo, la vecina y un operador de Renfe al que llama furtivamente para consultar horarios de trenes que nunca llega a tomar.
Cuando surge un conflicto en la fábrica, sin saber muy bien cómo, Irune acaba viéndose involucrada. A partir de ahí, su vida da un giro inesperado y ante ella aparece la oportunidad que, sin saberlo, estaba esperando.
Los últimos románticos es una novela irresistible sobre los sueños que nos mueven a actuar y el valor de lo verdaderamente importante. En esta historia, Txani Rodríguez, dueña de una escritura elegante, luminosa y directa, nos habla sobre lo que nos convierte en comunidad: el cuidado de las personas, la solidaridad y la preservación del entorno natural.
Dedicatoria
A Juan, por situarme frente a la imagen
de la que parte este libro; a mi madre,
por situarme en la vida
Y a todas las personas que fueron amables
conmigo alguna vez
Las cosas pasaron como pasan...
Las cosas pasaron como pasan los trenes de mercancías: con un estruendo de velocidad anunciado desde lejos. Pensándolo ahora, me resulta difícil delimitar el momento en el que se percibe por vez primera el ruido previo al fragor, hueco e imprevisible, pero pudo ser, por ejemplo, cuando, al poco de haber salido de la fábrica, noté que las asas de las bolsas de plástico se me estaban clavando en las palmas de las manos. Una simpleza, lo sé, pero cuando esté a punto de morir —algo que espero que ocurra dentro de muchos años—, y en mi agonía se sucedan imágenes del pasado, sé que me asistirán instantes menores: conversaciones intrascendentes, aburridas mañanas de noviembre, cenas frugales.
En efecto, fue por una simpleza, porque las asas se me clavaron en las manos, pero otras muchas veces no había sido consciente del dolor ni del abandono físico. He llevado las lentillas hasta que los ojos se me han ulcerado, me he conducido por las calles con la ropa manchada por la regla, he tenido tan largas las uñas de los pies que me he hecho sangre en los dedos, he bebido hasta el vómito y he dejado que se me infectaran heridas superficiales que yo misma me había producido. Esa noche, en cambio, noté el dolor y reaccioné: me senté en un banco, dejé las bolsas en el suelo y me masajeé las manos. Después, tras varias jornadas insomnes y velados ataques de pánico, me atreví a palparme, al fin, el pecho izquierdo. Constaté que tenía un bulto cerca del pezón. Me derrumbé contra el respaldo metálico. Tres hombres pasaron por mi lado diciendo algo sobre la ultraderecha y el final de Europa. Me puse a caminar, muy rápido, como las personas que, por prescripción médica, transitan el paseo a primera hora de la mañana. Me adelantaron varios compañeros de la fábrica, pero no repararon en mí: cuando salimos del turno de tarde todos queremos llegar cuanto antes a la mesa de la cocina, a la barra del bar, al colchón viscoelástico. Avanzamos con brío, esperanzados, ajenos a la sensación de derrota que nos vencerá minutos después, tras haber cenado un filete, tras habernos bebido una cerveza, porque encontrarse un poco mejor no es lo mismo que encontrarse bien, y bien del todo, no nos encontrábamos. Yo, al menos, me encontraba bastante mal. Y encima, el bulto, porque tenía un bulto, no había duda. Traté de convencerme, mientras caminaba, de que la hinchazón era leve, o de que sería cosa de las hormonas, de que tal vez estuviera ovulando, o de que, en fin, ya tenía cuarenta años y ya se sabe. Pero solo conseguí sentir frío en el cuerpo y calor en la cara, y dolor en el estómago y rigidez en la espalda.
El paseo era un lugar bastante feo que a veces parecía bonito. Sucede lo mismo con algunas personas. Discurría, entre las vías del tren y el río, paralelo a un polígono industrial que estaba medio abandonado. Para camuflar la desangelada visión que ofrecían los raíles y las traviesas, habían plantado una apretada hilera de cipreses, a cuyos pies se extendía un pequeño césped. En el lado izquierdo del camino se alternaban los ciruelos y los cerezos. Al otro lado, indiferente, el curso del agua. El césped se agostaba con facilidad y a menudo tenía la sensación de que no había nada con lo que recrear la vista, pero algunos días se obraba el milagro. Podía ser que hubiera llovido: las gotas de agua se detenían centelleantes en las yemas de los árboles, el cauce descendía revuelto y decidido y el aire fresco se mezclaba con el pertinaz aroma de los eucaliptos. También podía ser que se hubiera levantado el viento sur, revolviendo el pelo y las intenciones: las flores de los cerezos y de los almendros caían leves sobre el césped, y la perspectiva hacia el pueblo parecía, bajo la luz del atardecer, una viñeta de Jiro Taniguchi.
Resultaba posible experimentar aquellas sensaciones medio poéticas porque la naturaleza se imbricaba tozuda entre los bloques desarrollistas, los pabellones industriales, las madereras, la planta de reciclaje, las carreteras, los humos de las chimeneas. Había que estar de buen humor, eso sí, para sentir aquellos accesos al ver, qué sé yo, una margarita; si la disposición de ánimo no ayuda, hay poco que hacer, ni Jiro Taniguchi, ni nada.
Podría decir que me sorprendió...
Podría decir que me sorprendió, pero ya me había acostumbrado a que me dejara el descansillo hecho un asco. Así que apoyé las bolsas en la pared, abrí la puerta de casa, saqué una escoba y un recogedor del armario del balcón y volví al rellano. Esta vez solo había esparcido un puñado de colillas apestosas. Podía haber sido peor. Desde que lo denuncié, raro era el día en el que no me encontraba cáscaras de naranja, pieles de pollo o verduras putrefactas, entre otros restos orgánicos.
Ya en el salón, fui vaciando las bolsas una por una: primero saqué la ropa del trabajo y eché el gorro, el pantalón, la camiseta y las toallas a la lavadora; después, cogí las cuatro cajas de leche y los tres paquetes de atún claro en aceite de oliva que había comprado al volver de la fábrica y los coloqué en el armario rinconero de la cocina. Por último, amontoné junto al sofá los quince rollos de papel higiénico industrial que me correspondían del lote semanal. Cada viernes podíamos canjear unos vales que nos entregaba el encargado por productos de la empresa, y la gama de productos no era, precisamente, amplia. En ese sentido, los trabajadores tenían más suerte antes, cuando el pueblo no se dedicaba en exclusiva a la celulosa, y volvían a sus casas con galletas de chocolate, por ejemplo. Pero lo de los negocios es cambiante y muy caprichoso. El tipo que inventó la arena para gatos se compró una isla, creo que con eso está todo dicho.
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